La pandemia llegó a nuestras vidas como una ola gigante que inundó todo sin aviso y sin preparación. Nuestros espacios íntimos y sociales comenzaron a sacudirse perdiendo su cotidianeidad. En medio de ese mar revuelto, mientras la cuarentena iba confinando a las personas al ámbito de sus casas, quienes formábamos parte del sistema de salud tuvimos que disponernos a salir como parte de la “tarea esencial” que se debía cumplir. Transitar las calles por esos días fue desconcertante, incierto y tensionante. Además de las veredas desiertas, impactaba particularmente la presencia, en las plazas vacías, de esa imagen congelada de los juegos a la espera de sus niños.

Dar los primeros pasos en el escenario inédito del hospital estuvo teñido, para muchas y muchos de nosotros, de un cierto reaprender a cubrir nuestros cuerpos con diversas superficies: camisolines, cofias, barbijos, máscaras plásticas, guantes, alcoholes y también repelentes. Envolturas que, en esos “actos de protección”, nos pusieron a distancia del cuerpo de los otros pero también, en algún sentido, del propio. Mientras los infectólogos advertían que aun así no había garantías absolutas que impidieran el contagio, los efectos de aquellos encuentros descarnados con ese real ya comenzaban a sentirse. Con todo ello, emprendimos una aventura que de inicio nos exigía actuar con bastante rapidez, debimos repensar el espacio de los consultorios de nuestro servicio de salud mental, su sala de espera, las consultas de urgencias, la atención de niños y niñas, la readecuación de la actividad docente y de investigación, además de la contención a colegas con situaciones de riesgo personal.

Ese distanciamiento entre los cuerpos, difícil, fallido y angustiante, nos impidió a varios, por un buen tiempo, tomar otras distancias necesarias para pensar y poner palabras a lo que vertiginosamente empezaba a acontecer. Difícil hacerlo, quizás, cuando el barco se encuentra en movimiento.

Recuerdo una de las primeras pacientes que llegaron al inicio de la cuarentena para pedir atención urgente, puesto que, al no tener adónde ir, debió confinarse con su expareja, quien ejercía violencia y le consumía la medicación psiquiátrica que ella retiraba de la farmacia del hospital. También el caso de una joven, externada un tiempo atrás de la sala de Psicopatología, que se presentaba llorando desconsoladamente con la noticia que impedía todo nuevo ingreso a la pensión, luego de haber logrado juntar el dinero para irse a vivir allí. Sin familia y sin red, estas situaciones descompensaban al extremo el delicado equilibrio emocional; alojar ese sufrimiento en tales contingencias no fue posible sin el lazo con otros colegas para pensar cada situación.

Así, detrás de los barbijos y con la voz trastocada por las máscaras plásticas, en esos encuentros de cuerpos afectados por el tormento del contagio, la vulnerabilidad y el aislamiento, fuimos ofertando una escucha y una presencia que intentó dar amparo a cada padecimiento en su máxima singularidad.
En este sentido, hoy más que nunca, la ética del psicoanálisis, por la cual muchos nos orientamos en el campo de la salud mental, cobra su principal fuerza vital. Las palabras de la analista argentina Adriana Rubistein vuelven a resonar con una tranquilizadora actualidad: “que un psicoanalista en la institución pueda abrir un espacio a la dimensión subjetiva, abolida por los permanentes intentos de objetivación, dando cabida a una demanda de saber y con ello al deseo, toma entonces todo su valor y legitima su presencia allí” (2004: 29).

Muchas de las intervenciones en las que nos fuimos encontrando durante estos días y a las que recurrimos dentro de los equipos multidisciplinarios podrían no considerarse específicamente analíticas, como orientar a los pacientes por teléfono, acercarles información, gestionar una receta u ofrecer una palabra teñida de sugestión, pero estas quizás han podido constituir el paso para que algo de ese acto analítico que sustenta nuestra ética pudiera acontecer. En definitiva, se trata de una apuesta que siempre es de orden subjetivo, una oferta que es lanzada sin saber si esas intervenciones podrán conducir en algún caso a un posterior tratamiento terapéutico que bordee lo propiamente traumático de esta situación. Tal vez sea solo la posibilidad de dar lugar al alivio, lo cual sería para este momento bastante augurador.

No renunciamos entonces a la aventura del lazo y a la transferencia terapéutica que por él puede instaurarse en nuestra posición como analistas. Modos posibles de transitar algunos de los puentes que se tejen y destejen en medio de esta pandemia. La práctica del psicoanálisis en el hospital, erigido hoy como un lugar resistido y temido en el que pareciera que habita el virus con su mayor crueldad, sigue constituyendo la oportunidad de recibir la demanda, de darle cabida e intentar crear un espacio para lo singular, eclipsado por la totalidad que este mal impone. Sabemos que esto dependerá de las coordenadas subjetivas de cada quien en esta coyuntura, pero también de la posición del oyente, como afirmaba Rubistein. Un oyente que esté disponible, en el parque del hospital, detrás de un teléfono, a través de una mampara plástica o en una guardia de febriles, atento a la oportunidad de escuchar en el enunciado la enunciación, de interrogar el deseo o de situar un impasse, lo cual será posible en tanto un analista ocupe en ese acto su lugar, entramado en un Servicio de Salud Mental dispuesto a alojar y por supuesto en un hospital que siga luchando por mejorar las condiciones de su tarea esencial.

A esta altura, quizás resurja la pregunta sobre qué es lo que sostiene el deseo de permanecer en estas instituciones y en estos contextos alentando para el psicoanálisis su porvenir. Las palabras de otra psicoanalista quizás lo puedan responder: “La función del deseo del analista es también introducir algo de lo vivo en un momento de máxima oscuridad” (Dassen, 2018). Freud lo señaló en una de sus Conferencias de 1932, al decir que se trata de un trabajo de cultura, recurriendo para ello a la particular analogía del desecamiento del Mar Zuiderzee. Desde estos lares del mapa rioplatense sería algo así como avanzar sobre el terreno que el agua dejó.

Esta es, en efecto, la apuesta que varios y varias sostenemos en muchos de los espacios en los que desempañamos nuestra labor analítica como agentes de salud, ojalá ella retorne en nuevas posibilidades y mejores condiciones para pacientes y profesionales a pesar del tiempo y el contexto que nos toca vivir.

Aún seguimos embarcados en esta aventura, solo el lazo podrá ganarle al río su tierra fértil.

Silvana Vilchez es psicóloga y psicoanalista. Integrante de un Servicio de Salud Mental. Docente de la Facultad de Psicología de la UBA e Investigadora UBACyT.