La tumba de don Pedro

Cuando estaba de profesor ayudante en la Universidad de Valladolid, al inicio de mi carrera universitaria, hace ya bastantes años, más de cuarenta, pude asistir a un acontecimiento poco habitual y particularmente interesante, sobre todo para un medievalista en ciernes. Se trató de la apertura de la caja donde, desde el siglo XVI, se encontraban los restos del fundador de la ciudad, don Pedro Ansúrez. No era el sitio original de enterramiento de este personaje, que había muerto en el siglo XII, después de una larga e intensa vida de servicio a la monarquía castellano-leonesa.
Durante mucho tiempo el bueno de don Pedro descansó en paz en su sepulcro de la preciosa Colegiata vallisoletana, que el mismo había ordenado construir; pero en tiempos de Felipe II y con ocasión de la construcción de una nueva Catedral, que nunca se llegó a concluir, los restos del conde Ansúrez fueron sacados de su sepulcro y metidos en la caja a que me refería al principio.
Aún tuvo suerte el fundador de la ciudad, pues la Colegiata donde durante tantos siglos había descansado en paz, fue convenientemente destruida por quienes “odiaban el bárbaro gótico”. Así Valladolid se quedó con media Catedral y sin Colegiata, cuyas ruinas en el lugar que deberían ocupar el crucero y el ábside del nuevo templo, dan testimonio de cierta irracionalidad renacentista.
El caso es que la caja de don Pedro se hallaba en un rincón a la entrada de las viejas dependencias del museo catedralicio. Cuando las autoridades competentes decidieron abrirla, bajo la supervisión de un médico forense algo siniestro, nos invitaron a algunos profesores a participar del evento.
Don Pedro fue reconstruido hueso por hueso, hasta completar un enorme esqueleto, con varias roturas mejor o peor curadas, un diente supernumerario  y unos fémures curvados como en forma de paréntesis de tanto montar a caballo; necesidades del momento. Como ya he dicho para mí fue una experiencia interesantísima y desde entonces tengo gran afecto por don Pedro Ansúrez, espero que esté descansando en paz en su caja, no sé si le habrán hecho un sepulcro, sino deberían hacérselo.
Se ve que esto de abrir sepulcros, con ocasión o sin ella, viene de antiguo. Joaquín Costa pensaba que más que abrirlos, había que sellar algunos, como el del Cid. Quizá sea la solución cuando alguien quiera que determinados muertos no tengan demasiado protagonismo. Andar removiendo tumbas no soluciona nada, conviene mirar al futuro y no dejar que los fantasmas del pasado tengan más peso en nuestra vida que los problemas del presente. A no ser claro que lo que se pretenda sea ocultar la propia incapacidad y falta de ideas. En ese caso el sistema de la caja vallisoletana no es mala idea.
 

La tumba de don Pedro

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