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UFRO, UFRJ, UP, UNLP y UG Sobre La Capacidad de Juzgar Jacques Poulain Colección Teoría Psicopolítica Vol. II Sobre La Capacidad de Juzgar Jacques Poulain “La universidad, depositaria de la facultad de juzgar en común, sólo puede validarse como forma de vida que se valida, como una sola institución que no instituye más que aquello que constituye esencialmente al ser humano como ser de comunicación: su facultad de juzgar la objetividad de sus modos de deseo y de acción segura Inceptos himenaeos. Vestibulum eu ultricies Vestibulum de eu manera ultricies tan orci. Etiamcomo faucibus ante at himenaeos. Vestibulum eu ultricies orci. Etiam faucibus ante at lectus él juzga la verdad de sus orci. Etiam faucibus ante at lectus convallis lectus convallis eget facilisis nisl aliquet. Etiam ultrices convallis eget facilisis nisl aliquet. Etiam ultrices pharetra velit ac ultricies. verdades científicas”. eget INCEPTOS facilisis nislHIMENAEOS. aliquet. 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Class aptent tacitiVESTIBULUM sociosqu inceptos himenaeo. conubia nostra, per inceptos himenaeos. ad litora torquent per conubia nostra, per inceptos vertical Fotografía de la Portada Úrsula Mey de Amorim Ouriques concept the 1/1 Jacques Poulain Nació el 22 de mayo de 1942 en Fienvillers (Somme), Agrégé de Philosophie en 1968, Ph.D. en Filosofía en 1984. Profesor de Filosofía en la Universidad de Montreal (1968-1985), en la Universidad de Franche-Comté (1985-1988) y en la Universidad de París 8 (1988-2010), donde fue nombrado Profesor Emérito desde 2010. Vice-presidente Internacional y Director de Programas del Colegio Internacional de Filosofía de 1985 a 1992. Titular de la Cátedra UNESCO de Filosofía de la Cultura y de las Instituciones desde 1996. Publicaciones: El Hombre, Paris, Ed du Cerf, 2001; Die neue Modern, Frankfurt, P. Lang, 2012; ¿Podemos curar la globalización?, Paris, Hermann, 2017. !1 !2 Sobre La Capacidad de Juzgar Jacques Poulain !3 !4 Sobre La Capacidad de Juzgar Jacques Poulain Recopilación y Prefacio Evandro Vieira Ouriques Comentario Carlos Del Valle Rojas Traducción Jaime Otazo Hermosilla Juan Del Valle Rojas Juan Ramón Iraeta Co-Edición Universidad de La Frontera Universidade Federal do Rio de Janeiro Universidad Nacional de La Plata Universidade do Porto Universidad de Groningen 2017 !5 La Colección Teoría Psicopolítica Una Co-edición Universidad de La Frontera, Chile Centro Internacional de Estudios de Epistemologías de Frontera y Economía Psicopolítica de la Cultura/Núcleo Científico Tecnológico en Ciencias Sociales y Humanidades Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil Núcleo de Estudos Transdisciplinares de Psicopolítica e Consciência/Escola de Comunicação Universidad Nacional de La Plata, Argentina Facultad de Periodismo y Comunicación Social Universidade do Porto, Portugal Faculdade de Letras Universidad de Groningen, Holanda Chair of European Literature and Culture Comité Editorial Armando Malheiro da Silva Universidade do Porto, Portugal Carlos Del Valle Rojas Universidad de La Frontera, Chile Evandro Vieira Ouriques Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil Michel Misse Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil Pablo Bilyk Universidad Nacional de La Plata, Argentina Pablo Valdivia Universidad de Groningen, Holanda Comité Científico Víctor Silva Universidad de Zaragoza, España Maira Fróes Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil Miguel de Barros Instituto Nacional de Estudos e Pesquisas, Guiné-Bissau !6 La Colección Teoría Psicopolítica Volumén I A Teoria Psicopolítica: emancipação dos Aparelhos Psicopolíticos da Cultura Evandro Vieira Ouriques Volumén II Sobre la Capacidad de Juzgar Jacques Poulain Volumén III Transculturalidad, Estética y Psicopolítica Ana Christina Iachan, Aureo Mendonça, Evandro Vieira Ouriques y Mónica Chiffoleau (Eds.) Volumén IV El Crimen como el Ser del Sujeto: escritos sobre la sujeción criminal Michel Misse Volumén IV Elecciones Espectaculares: como Hugo Chávez conquistó la Venezuela Marcelo Serpa Sobre la Capacidad de Juzgar Jacques Poulain ISBN 978-956-236-329-7 !7 !8 Índice Sobre la contribución de la obra de Jacques Poulain para la teoría social Por Evandro Vieira Ouriques 11 Derecho y Justicia: de la Regulación a la Emancipación Por Carlos Del Valle Rojas 25 Capítulo I Parousia Americana 33 Capítulo II La filosofía como praxis transcultural y psicopolítica 67 Capítulo III La política cultural del capitalismo avanzado y el diálogo transcultural 93 Capítulo IV La filosofía como antropología transcultural 131 !9 !10 Sobre la contribución de la obra de Jacques Poulain para la Teoría Social Evandro Vieira Ouriques !11 Recibir de Jacques Poulain la invitación para escribir sobre su obra en este libro es un honor muy especial, que lo recibí como más una generosa invitación suya para profundizar nuestras conversaciones, siempre decisivas para mi. Su obra es constituída al mismo tiempo por una inmensa complejidad y carácter enciclopédico, y por la articulación entre la discusión filosófica especializada y la práctica de su uso en la vida humana cotidiana, una vez que para él, basado en la antropobiología filosófica del lenguaje, el ser humano es la capacidad de pensar, querer y juzgar. Y, por eso, toda su obra es una crítica sistemática a las pragmáticas del lenguaje, con el propósito de restaurar el uso filosófico del juicio de la verdad en el diálogo, así como en la lógica; o sea, del argumento, de la capacidad de argumentar, comprometida por la encapsulación neoliberal. Jacques Poulain, desde 1996, es el Titular de la Cátedra UNESCO de Filosofía de la Cultura y de las Instituciones, y mantiene interlocución directa con muchos de los más importantes filósofos del mundo desde la década de los 60. !12 Así es que ha sido Profesor de Filosofía de la Universidad de Montreal, de 1968 hasta 1985, de la Université de Franche-Comté, de 1985 hasta 1988, y de la Université de Paris 8, de 1988 hasta 2010, en la cual ha dirigido el Departamento de Filosofía, y, en, 2010, nombrado Profesor Emérito, así como ha sido Vicepresidente y Director de Programas del Collège International de Philosophie, de 1985 à 1992. Por lo tanto, hace medio siglo que él estimula el diálogo internacional, incluso a través de un amplio programa de colecciones de publicaciones, entre los filósofos de las principales tradiciones de lengua francesa, inglesa y alemana, con apertura para otras culturas como las de África y América Latina, con el objetivo de contestar, desde un horizonte común, la crisis de incertidumbre producida por la experimentación total del mundo, que caracteriza la mentalidad del capitalismo avanzado, en el cual los actos de habla son pragmaticamente independientes de su verdad. Jacques Poulain ocupa, de esta manera, una posiciónclave en el diálogo de la filosofía mundial, incluso, claro, con sus oponentes, a favor de la restauración de la capacidad de juzgar como terapia filosófica de la barbarie económicopolítico de las democracias neoliberales, basadas en la neutralización del juicio y, así, en el ataque frontal a la condición comunicacional del ser humano. El punto a partir del cual parten nuestras conversaciones es justo la condición comunicacional del ser humano, que evidencia la constitución antropológica, por lo tanto nometafísica, del ser humano como filosófica. En la calidad de feto extra-uterino, el ser humano supera el hiato entre sus aparatos motores y sus aparatos sensoriales a través de la !13 escucha de la voz de madre, experiencia en la cual él aprende a hacer, o sea, a juzgar como hacerlo, el mundo hablar de manera favorable a él. Jacques Poulain subraya que esta escucha y este aprendizaje ocurre en la seguridad y la protección que caracterizan la disposición amorosa, la apertura frente al otro. Es en esta condición mental, en el sentido no platónico, que el juicio filosófico de la verdad es interno a cada pensamiento y acto de habla, y que cuando se le pasa por alto esto, como en el caso de la experimentación neoliberal, se está necesariamente liderando hacia los disturbios y interferencias psicopolíticas que experimentamos hoy en día. En la teoría psicopolítica, como renovación de la teoría social y de la filosofía, cuidamos justamente de como superar esta perturbación en el psiquismo y en las instituciones. Por eso la obra de Poulain nos ayuda de manera decisiva, cuando demuestra, por exemplo, que no hay experiencia humana que no sea determinada por una visión filosófica, por lo tanto, por una manera ontológica, epistemológica y teórica, y así metodológica y vivencial, de conocer y compreender la vida y el mundo. Esta visión filosófica precisa estar claro para el ser humano pues, en caso contrario, ella lo informa inconscientemente y compromete su capacidad de juzgar. Es así que el ser humano, como es tan común en la síndrome neoliberal, piensa que piensa y piensa que siente, cuando casi siempre es pensado y sentido, envolviéndolo en la co-producción de la ola fascista que atraviesa el mundo en esta segunda década del siglo XXI, cuando regresamos de cierta manera a las mismas cuestiones que incomodaban !14 a la humanidad en el final del siglo XIX, y que las teorías sociales hegemónicas pensaran haber superado. El poeta Elicura Chihuailaf subraja en su libro La Vida es una Nube Azul, publicado por las Ediciones Universidad de La Frontera, que la lucha de siglos del Pueblo Mapuche “es una lucha por Ternura” (p. 228). Ternura, como sabemos, es el título del libro de Gabriela Mistral que ella lo consideró su libro más querido, publicado en Madrid, el año 1924, y que dedicó a su madre y a su hermana Emelina. La primera edición de Ternura se subtituló Canciones para niños. En las palabras de Gabriela, “cuando he escrito una ronda infantil, mi día ha sido verdaderamente bañado de Gracia, mi respiración como más rítmica y mi cara ha recuperado la risa perdida en trabajos desgraciados”. Después de décadas de trabajo, Poulain logró hacer reconocida la articulación entre la filosofía, la transculturalidad y la estética, en un terno ejercicio de búsqueda de la verdad, verdad que está entre los sujetos, entre las disciplinas y entre las culturas, y que garantiza que la experiencia humana sea bañada de la Gracia a la cual Gabriela se refirió. ¿Y por qué? Jacques Poulain responde: porqué somos seres de lenguaje. Esta es, para mi, la Gracia. Esta sociabilidad instituyente en la solidaridad, en la cual la respiración se torna más rítmica y la cara recupera la felicidad. La relación fundacional con el otro es paradigmática, en la cual nos reconocemos y, a partir de la cual, somos capaces de reexperimentar-la por medio de nuestra capacidad de juzgar ao largo de nuestras vidas: la relación de mutuo amor, fuente, paradigma y acción a cumplir que caracteriza a todo reconocimiento de sí mismo en una deseada y compartida !15 relación con el prójimo, sea con nuestros pares sociales, con nuestros pares disciplinarios, con nuestros pares culturales. Pero en una civilización patriarcal, ontológica e epistemologicamente dualista, la escucha del otro, por tanto de la madre, por tanto del feminino, por tanto de la diferencia (yo soy el otro del mismo), la posibilidad del encuentro con el otro, del amor de la comunicación, como habla Poulain, está interditada. Es así que él hace la defensa fundamental de que el uso del juicio de la verdad debe ser restablecido, y, repito, no sólo como una prerrogativa profesional de filósofos, pues que ya se encuentra animando y regulando cada uso del lenguaje. Es solamente así que el ser humano puede libertarse del consenso neoliberal, esta forma contemporánea de los regímenes de servidumbre. Pues, como Jacques Poulain subraya, la convocación, a través de la comunicación, de la autoridad transubjetiva del consenso social, por exemplo a través de los medios, es la misma actitud de los científicos al convocar el consenso del mundo visible para con sus hipótesis. Es por eso que todo depende, de manera vital, de la capacidad de juicio del ser humano, pues siempre estamos buscando alguna autoridad objetiva la cual pueda contarnos que hacer y que desear, así como hemos buscado nuestras madres para poder nos instituirmos. Así es que el consenso social que legitimamos como verdad siempre habla a través de nuestras palabras, pensamientos, afectos e instituciones y regula nuestra vida mental, y así social, pues nos parece tener, habla Poulain, la misma autoridad y validez en relación a nuestra naturaleza “interna” como el mundo visible lo tiene, para los científicos experimentales, en relación al conocimiento !16 “externo” del mundo. En este consenso, la violencia ocupa lugar central, pues ha sido naturalizada por la teoría social a través de la esencialización del axioma hobbesiano cuyos despliegues máximos están instaurados en la crueldad neoliberal. Para Poulain, la explicación weberiana de las dinámicas lógicas de la experimentación capitalista se conoce bien, pero raramente se las entiende correctamente. Tal como los predestinados calvinistas, los capitalistas pueden asegurar que fueran elegidos por Dios para la salvación desde que ellos tengan éxito en sus vidas terrenales. La búsqueda liberal para la felicidad individual y social se mide, como se sabe, a través de los éxitos de sus emprendimientos. Es así que los capitalistas actuales deben reinvertir sus bienes en sus empresas para poder incrementar su certeza sobre su propia salvación social, en una clase de ascetismo. Por eso, recordo yo, Walter Benjamin percibió bien que el capitalismo es una religión. Pero el problema, nos muestra Poulain, es que ellos, al considerar sus éxitos como la única fuente de confirmación de la verdad de sus empresas liberales, lo hacen según una conciencia moral necesariamente perversa, porque subordina la voluntad legítima por felicidad y bienestar social por parte de las demás personas a una autocertificación egocéntrica, o sea, por sus narcisismos secundários, y así arbitraria, de sus voluntades personales por la salvación. De esta forma, los capitalistas, y los que para ellos trabajan, disfrutan de manera exclusiva de sus habilidades de subordinar el bienestar de las demás personas a la satisfacción de sus conciencias morales, que los mueve en la !17 maximización de la satisfacción de cualquier deseo, y de la correspondiente producción de bienes, bajo la certeza de ser salvado, o sea, justificado, como una vez más nos habla Jacques Poulain. Una vez que este tipo de conciencia moral genera, como es sabido, pobreza, desempleo y exclusión de los que deben pagar por el incremento del capital, resulta demostrado, a través del argumento, una falsificación radical en la forma de vida liberal. En este libro él sigue en esta análisis emancipadora. Pues aunque la teoría liberal de los derechos los consagró en la propia Constitución norte-americana, como formas especiales de libertad y protección mutua asumidas “por encima” de la política, lo que ocurrió durante el siglo XX es que las prácticas políticas de los liberales rápidamente debilitó la concepción liberal de los derechos, que tratan justamente del estado de seguridad y protección en que el ser humano se instituye en la escucha de la voz de madre. Es así que la teoría psicopolítica se benefició y beneficia de manera decisiva de la defensa que Jacques Poulain hace, de maneira central, de la condición comunicacional del ser humano, pues sólo el rescate de la capacidad de juzgar del ser humano puede articular una nueva fase del proceso c iv i l i z a t ó r i o, b a s a d a e n t o n c e s e n l a i m a n e n t e responsabilidad en red de los seres humanos en relación al juicio que hacen de los estados mentales que se le ofrecen como fuente de referencia para su decisión. La protección de los derechos presuponía que el Estado sería su defensor -el mediador frente a los impulsos agresivos de los seres humanos que serían incapaces de se auto-controlaren- interviniendo para impedir la sobredeterminación por los intereses de grupos que violan los !18 derechos individuales y de otros grupos. Pero lo que se ve es que el Estado, como la entidad metafísica que es, pues desencarnado en relación a los seres humanos, resulta compuesto los seres humanos también convencidos del consenso hobbesiano, lo que hizo y hace con que no haya resistencia efectiva a las presiones implacables de los intereses neoliberales articulados en esta red. Es así que la sociedad de indivíduos, en el sentido no dualista de Norbert Elias, se fue acostumbrando lentamente a la noción catastrófica que derechos políticos serían derechos económicos, como salud y jubilación, que pasaran a hacer parte, lo que ocurrió de manera pionera en Chile con la aplicación de los principios neoliberales de la Escuela de Economía de Chicago, de un consenso sobre el dar y recibir de la vida mediado por el capital, y no por el diálogo -por la comunicación, por la solidaridad constituyentes de la condición comunicacional del ser humano. Poulain argumenta que los derechos económicos concedidos por los liberales, frente a las presiones del socialismo y bajo el argumento de que los derechos políticos serían puramente formales si los ciudadanos no hubieran un estándar de vida decente (empleos, seguro social, compensación por desempleo, sindicatos, educación universitaria, etc.), empoderaron a la gente y les dieron una ganancia en la dignidad, autonomía y buen vivir con el Estado del Bienestar Social, como en Europa, pero hicieron a los derechos dependientes de un contingente finito de recursos. Este consenso social permitió emerger argumentos hoy generalizados, desde discursos como “tu derecho a salud medica necesariamente utilizará recursos que no pueden ser !19 asignados para satisfacer mi derecho a entrenamiento laboral”, hasta discursos de los gobiernos y agencias de finanzas internacionales, que afirman que determinados países, en general del Sur, “han gastado más que podían”. Esta transvaluación de los derechos, desde un estatus cuasi absoluto a un de contingencia, fue el destino que entonces los neoliberales consolidaran después del fracaso del socialismo real, que ha sido capturado, desde la perspectiva de la teoría psicopolítica, por los mismos valores de los regímenes de servidumbre, o sea, los mismos valores del axioma hobbesiano. ¿Por qué esta conciencia cognitivamente perversa y moral es incapaz de reconocerse como tal? Simplemente porque el mercado social mundial y el consenso social que se supone que lo controla son convocados psicopoliticamente como autoridades divinas capaces de controlar su agresividad. Por eso están meta-organizados en una dinámica doble, que las conversaciones con Jacques Poulain me han permitido argumentar: en una mano, la que toma, el terror generalizado, que amenaza la seguridad y la protección constituyentes del humano; y en la otra, la que ofrece, la obediencia y el consumo que promete, a través de la experimentación total del mundo, el goce de la seguridad y la protección. Para la superación de esta situación necesitamos, primero que todo, deja claro Poulain, reconocer como falsa la imagen filosófica del ser humano que aún se utiliza al largo de este empobrecimiento neoliberal. Esta imagen filosófica depende de la concepción dualista del ser humano en el cual la razón, la mente y una buena moralidad estarían separadas del cuerpo, deseos, pasiones e intereses. !20 Nuestros deseos no son necesariamente irracionales: ellos están obedeciendo también a una dinámica creativa de la verdad que nos permite juzgar la racionalidad o irracionalidad de lo que ellos expresan. Por eso la prioridad del juicio humano, en el uso de consenso, es autorizar lo que permite la posibilidad de la vida humana y debe ser respetado en la formación de nuestras condiciones sociales. Caso contrario se desencadena una guerra intra-cultural, como del ódio en relación a los “enemigos internos”, como muestra Carlos del Valle Rojas, las etnias, imigrantes y diferencias en general, como una guerra entre culturas, contra culturas enemigas, “enemigos externos”, aún con Del Valle, que sufren la “sujeción criminal” identificada por Michel Misse. Es a la superación de esta guerra a através de la comunicación, de la estética y de la universidad transcultural que se dedica de manera, corajosa, fraterna y generosa, Jacques Poulain, que ha sistematizado un precioso conocimiento, tan raro cuanto robusto argumento, que permite fortalecer muchos campos teóricos, como nosotros estamos nos beneficiando en la teoría psicopolítica. Este estado de guerra que no acaba, nos muestra él, es contra la capacidad de juzgar, pues los diversos monopolios culturales reactivan los fundamentalismos de todas las religiones y transforma a las culturas en poderes que afirman al mismo tiempo el poder y la universalidad de su espíritu crítico, y la invalidez del espíritu crítico de las otras culturas -lo que es, justamente, digo yo, el contrário de la acción desinteresada que necesita la madre en relación con su hijo, frente al cual se pide que sólo desee que él se exprese como si mismo. !21 Cuando las culturas y los sujetos quedan eximidos de operaren cualquier crítica hacia sí mismos, están descalificados como psiquismos y como instituciones al seguir el modelo de la experimentación total y ciega del ser humano, que contradice la no-violencia que caracteriza, como en Kant, la razón, claro, la razón pós-platónica, que constituye la condición comunicacional del ser humano, esta condición antropobiológica del ser humano, que está en la base de la teoría psicopolítica. Lo que Poulain ofrece, desde mi perspetiva, es que la teoría crítica, que no acepta la realidad como está siendo, debe hacerse también transcultural, en la medida que necesita comprometer-se en adoptar el punto de vista de sus otros culturales: para poder comprenderlos y evaluar la creatividad cultural de las otras maneras de pensar, de las otras culturas, así como su operatividad crítica, pues no sólo debemos pensar que el otro puede tener la razón, sino que debemos pensar que la tiene por el hecho que él mismo piensa que es cierto lo que piensa, pues para en un segundo momento, creado por el amor al otro de si y del otro, reconocer o no si es verdadero que sea falso. Cuando el Jacques Poulain inauguró el Año Académico de la Facultad de Educación, Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de La Frontera, el 21 de abril de 2016, bajo la invitación de Carlos Del Valle Rojas, Decano de aquella Facultad, con la Conferencia titulada La Philosophie comme Anthropologie Transculturelle, se iniciaran las conversaciones para publicar un libro que integrase sus Conferencias en la Facultad y otros textos suyos. De hecho, en abril de 2016 Poulain dictó la Conferencia de cierre del Seminario Internacional Los Desafíos Económico-políticos y Socio- !22 culturales de la Comunicación en América Latina, del Grupo de Trabajo Comunicación, Política y Ciudadanía en América Latina, del Consejo Latinoamericano de Ciencias SocialesCLACSO, con el título La Politique Culturelle du Capitalisme Avancé et le Dialogue Transculturel. Desde esta misma fecha comenzó la recopilación y traducción del libro que usted tiene en sus manos. Es así que concluyo con palabras de Jacques Poulain, subrayando que las lecturas de su obra son muy poderosas y muy emancipadoras para todos que están involucrados con la renovación de la teoría social y de la filosofía, de lo que depende la renovación de la cultura: “La universidad, depositaria de la facultad de juzgar en común, sólo puede validarse como forma de vida que se valida, como una sola institución que no instituye más que aquello que constituye esencialmente al ser humano como ser de comunicación: su facultad de juzgar la objetividad de sus modos de deseo y de acción de manera tan segura como el juzga la verdad de sus verdades científicas”. Agradezco el financiamiento del MECESUP 2 Educación Superior-Proyecto FRO0901/Programa de Fortalecimiento de las Ciencias Sociales y Humanidades/ Ministério de la Educación/Chile, que viabilizó la estancia en la cual he realizado también este trabajo. Evandro Vieira Ouriques Director del Núcleo de Estudos Transdisciplinares de Psicopolítica e Consciência/Escola de Comunicação/ Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil Profesor Visitante de la Facultad de Educación, Ciencias Sociales y Humanidades/Universidad de La Frontera, Temuko, Chile !23 !24 Derecho y Justicia: de la Regulación a la Emancipación Carlos Del Valle Rojas !25 “todos deben reconocer y utilizar el derecho de cada persona a usar su propia facultad de juzgar en temas sociales como el derecho humano que es fundacional de todos los otros y asegurar este uso en la democracia internacional que se está construyendo a lo largo de esta globalización del mercado social” (Poulain, 2017: 13 y 14). [Auto 1] Si la justicia es subrogada Cuando Max Horkheimer y Theodor Adorno, en ese ya mítico trabajo de mediados de la década de 1940, sostienen que “La justicia perece en el derecho” (1998:71), no sólo debemos pensar en esa fatídica capacidad del sistema jurídico-judicial de hacer menos justicia en medio de una multitud de derechos; sino también en la necesaria capacidad individual que tenemos de juzgar sin esperar solamente que sea el entramado burocrático-político el cual defina las normas que hemos de seguir. De otra manera, estaremos condenados al arbitrio consensual de quienes han sido sociopolíticamente habilitados en un espacio trascendido que llamamos “Parlamento”, “Tribunal Constitucional”, etc. Esto, porque muy a menudo se confunde una capacidad delegada y transitoria para dictar leyes con la capacidad de juzgar, como también se confunde !26 una capacidad delegada y transitoria de juzgar (en tanto condición procesual que deriva en una sentencia o fallo sobre un delito y su consecuente pena) con la capacidad de hacer justicia. En este mismo sentido, Jacques Poulain lo plantea con claridad en este libro: “El intercambio performativo sólo favorece a aquellos cuya palabra es ya determinante para los demás, al ser ellos los únicos apropiados para juzgar, en última instancia, del uso social del consenso inscrito en las convenciones [lo cual] provoca la potenciación de una hipertribunalización”. De manera que los tribunales adquieren una condición trascendente y casi mágica, transitando desde un lugar de juicios para constituirse en el lugar de la justicia. [Auto 2] El derecho es hegemónico Acertadamente el autor del libro, Jacques Poulain, nos plantea una evidencia aquí: “La paridad entre los hombres y las mujeres se basa en este uso del juicio de la verdad. Este uso es consagrado en su fuente lingüística y ninguna convención política o consenso cultural y religioso tiene el derecho a negar a la mujer la misma habilidad que es reconocida en el hombre: su igual habilidad de juzgar sobre la objetividad de sus propias condiciones de vida. Robar a la mujer su facultad de juicio es robar lo que se le permite vivir. Es robar sus vidas.” Lo anterior sitúa la discusión en un punto fundamental: El derecho es el derecho de quien lo produce. Decidir sobre las condiciones de vida de un grupo (género, etnia, inmigrante, etc.) es decidir sobre ese grupo, especialmente cuando sólo son objeto de la decisión y no participan en la !27 misma. Del mismo modo, las tesis consensualistas del derecho logran subsumir y coartar, precisamente, las posibilidades emancipatorias: “La invocación del consenso como autoridad trascendente a los individuos, preconizada por las teorías contemporáneas de la justicia de Rawls y de Habermas, no es una excepción a la regla. En lugar de ver ahí una solución, se debe aceptar y reconocer que las teorías contractualistas y consensualistas han producido los obstáculos ético-políticos a los que pretenden escapar.” (Camacho y Poulain, 2012: 191). Precisamente, el consenso no es la única ni la mejor forma de lograr las garantías en el derecho. Básicamente por dos razones. Primero, porque el consenso no es una medida de la justicia, sino que una señal de la contingencia. Segundo, porque el consenso en estas circunstancias siempre es muy relativo. Asimismo, como señalan Camacho y Poulain: “De nada sirve en efecto, que los derechos del hombre estén inscritos en la constitución de casi todos los países del mundo, de nada sirve que parezcan situarse por encima de las relaciones de fuerza política, el ejercicio mismo de estos derechos se ha manifestado cada vez más tributario de la capacidad real de los Estados para imponerse como árbitro entre las fuerzas políticas y las corporaciones multinacionales” (Camacho y Poulain, 2012: 192). [Auto 3] Y la regulación sustituye a la emancipación Precisamente De Sousa plantea que uno de los principales problemas es el tránsito permanente entre derecho y ciencia en una misma institución, donde una sentencia y fallo dependen de veredictos científico-legales !28 como lo médico-forense o lo jurídico-penitenciario. En este sentido, el derecho deja de ser emancipación del sujeto para transformarse en un dispositivo instrumental de la ciencia y la técnica. En su tesis del “Derecho de la calle” De Sousa (2003) sostiene que “el derecho perdió poder y autonomía en el mismo proceso político en que se los concedió al Estado. A medida que el derecho se fue tornando estatal, fue convirtiéndose también en científico [contribuyendo así] a despolitizar el propio Estado: la dominación política pasó a legitimarse como dominación técnico-jurídica” (De Sousa, 2003:161). En una dirección similar, podemos comprender la relación entre el Estado, la ley y su aplicación, de tal modo que la transgresión opera como una normalidad dentro de la regulación que realiza el Estado: “o própio Estado tem sido o agente da cisão e mesmo da incongruência entre a lei do texto e a sua aplicação. Através das práticas de seus representantes, freqüentemente é o primeiro a transgredir, oferecendo à sociedade civil um modelo de autoridade abusiva –ora permissiva, ora despótica-, que respeita ou não a lei conforme o arbítrio da conveniência” (Morgado, 2001:163). [Sentencia] En consecuencia, es necesario recuperar los espacios de enunciación de los derechos El derecho, desde una perspectiva crítica, no es un instrumento de regulación, sino más bien un dispositivo de emancipación para los diferentes sujetos colectivos; cuyo propósito es “determinar el espacio político en el que se desarrollan las prácticas sociales que enuncian derechos, incluso contra legem” (De Sousa Junior, 2012:17). !29 En un sentido complementario, Sandel sostiene la naturaleza de lo que consideramos justicia en su relación con la libertad: “una sociedad justa respeta la libertad de cada uno de escoger su propia concepción de la vida buena” (Sandel, 2013: 18). Por su parte, Jacques Poulain aborda el lugar de la cultura en su relación con el derecho y el diálogo intercultural, al señalar que el respeto “no puede limitarse a una actitud formal de reconocimiento de la existencia de una cultura distinta a la manera en que el derecho nos obliga a respetar la existencia de otra persona”. Se trata más bien –prosigue Poulain- de reconocer “el deber de integrar aquello que le falta y que ha servido de base a la cultura con la cual dialoga”. Carlos del Valle Rojas Profesor Titular, Decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades/Universidad de La Frontera. Temuko, Chile, invierno de 2017. Referencias Camacho, Emma y Poulain, Jacques (2012): “¿Qué es la justicia?”, en Praxis Filosófica, núm. 34, pp. 189-202. De Sousa Junior, José (2012): “El derecho desde la calle“, en Delduque, Maria Célia et al. (org.), El derecho desde la calle: Introducción crítica al derecho a la salud, Brasilia: FUB-CEAD. De Sousa Santos, Boaventura (2003): Crítica de la razón indolente. Contra el desperdicio de la experiencia, Bilbao: Editorial Desclée De Brouwer, S.A. !30 Horkheimer, Max y Adorno, Theodor W. (1998): Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Madrid: Editorial Trotta S.A Morgado, Maria Aparecida (2001): A lei contra a justiça. Um mal estar na cultura brasileira, Brasília: Plano Editora. Sandel, Michel (2013): Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?, Barcelona. Debolsillo. !31 !32 Capítulo I Parousia americana !33 1. La “parousia” americana de la democracia filosófica Tras la caída de los totalitarismos del Este, el liberalismo norteamericano del mercado de libre empresa se contenta con festejar su triunfo sobre toda la tierra, presentándose más que nunca legitimado como la única forma universalizable de vida. Parece que este triunfo se impone por la sola y única razón de que la democracia americana se ha construido en base a los logros de la filosofía de la Ilustración: la libertad y la igualdad de los miembros de la sociedad. Habría terminado por sacar partido en el siglo XX de la ventaja que A. de Tocqueville y, más recientemente, L. Hartz, le habían reconocido. Como escribía este último, “la gran ventaja de los americanos está en haber llegado al estado de democracia sin tener que sufrir una revolución democrática y en haber nacido iguales en lugar de tener que llegar a serlo”. La travesía del Atlántico los habría capacitado para realizar aquí abajo la voluntad cristiana de comunión y de salvación, ahorrándoles la necesidad de trastrocar las estructuras sociales heredadas del feudalismo. Y la travesía de las crisis !34 económicas y culturales del crecimiento con la ayuda del consenso social, les habría permitido generalizar a todos los sectores de la vida la manera en que han superado, limitando al máximo todo recurso a la violencia, los antagonismos provocados por sus intereses privados. Haciendo de la sumisión al consenso no sólo la ley del progreso social y económico, sino igualmente el motor del progreso científico y técnico, así como la ley de integración de este progreso en la vida personal de los individuos, el liberalismo conduciría a su término el proceso de racionalización del hombre y del universo. Conduciría la humanidad a su destino filosófico. Es así como la América de 19921 podría imaginarse realizar simultáneamente el sueño de una democracia creativa propia a Dewey, la investigación pragmática de la verdad que Peirce asignaba a la comunidad de investigadores y el llamamiento de Emerson a la invención perpetua de sí mismo (Self-reliance). El descubrimiento en el siglo XX de la dinámica consensual del pensamiento vendría también a coronar las realizaciones culturales americanas, fundando sus prácticas sobre una, finalmente ineludible, teoría antropológica. Sin embargo, la validez de esta sobrelegitimación aportada por la historia más reciente a la democracia americana sigue estando sujeta a sospecha; incluso si la amplitud de esa sobrelegitimación tiende a hacer olvidar los igualmente masivos fracasos que acompañan a esta universalización de un consenso ciego, y parezca así eximir a cada uno de la obligación de juzgar de sus resultados efectivos. Como han revelado los análisis de S. Wolin en Democracy de 1980 a 1983, la voluntad de expansión !35 americana ha buscado compensar el fracaso del Estado. Éste estaba construido para refrenar la dictadura de las corporaciones y de las multinacionales, así como para contener los intereses de los individuos y de las minorías. El reforzamiento de la desigualdad social y su exportación a las relaciones de los Estados Unidos de América con los países en vías de desarrollo, las explosiones de odio racial, la potente elevación de la agresividad y la inseguridad que ello provoca, sólo son igualadas por la cínica voluntad de los políticos que, tragada toda la vergüenza, les permite parasitar esta sobrelegitimación internacional y la resignación en la que caen los excluidos del paraíso social ante su destino. Este destino se expresa desde hace tiempo en términos neutros, los de los índices “de pobreza, de paro, de criminalidad y de alienación mental”2. Se presenta tan objetivo y absoluto como el de las tan vanagloriadas realizaciones científicas y técnicas; es tan universal como lo es efectivamente la compartimentación de las formas de vida secretadas por el neoliberalismo. La filosofía parece comprometida también de tal manera con las formas de legitimación y de autocertificacíón engendradas por esta voluntad de poder que debe confiar a la literatura la tarea de curar a los interlocutores sociales de las crueldades mentales con las que gozan cuando, alegremente, se acusan entre sí de ser los únicos responsables de estos fracasos. Sin embargo, los éxitos y los fracasos llegan de la manera misma como la democracia americana ha instalado en el corazón de la civilización occidental y transformado en forma de vida el modelo de una experimentación total del hombre y del universo. El pragmatismo habría descubierto !36 con Peirce que la investigación científica sólo es un diálogo experimental con la naturaleza visible, a la que pregunta “¿es verdadera mi hipótesis?” se le hace responder por sí o por no, confirmándose o invalidándose así por medio de la experimentación de lo visible la verdad de esta hipótesis. La vida social neoliberal no haría más que transferir este modelo comunicativo a la experimentación de la sapienza universalis y de la naturaleza interna de los individuos, de sus deseos, de sus creencias y de sus acciones. No haría más que intentar transmitirles todas las creencias, todos los deseos y todas las intenciones de actuar necesarias para que, con el mínimo esfuerzo, puedan todos gozar del máximo de conocimiento científico, de técnica y de felicidad accesibles en esta vida. La única ley de esta experimentación social y psíquica seria la de respetar las respuestas del prójimo, que se presumen independientes del deseo que tiene cada uno de ver confirmadas sus propias previsiones. Se haría intervenir así a una instancia tan independiente de los deseos del experimentador en el que cada uno se ha convertido, como lo es el mundo visible respecto de los deseos de verdad que expresan los científicos en sus hipótesis. Haciendo de la vida social el laboratorio de las experimentaciones que los interlocutores intentan realizar unos sobre otros, se produciría una emancipación sin coacciones respecto de los deseos, que sólo pueden permanecer siendo privados. Pero se evitaría cometer el pecado mortal europeo, el que todavía cometen los teóricos de la praxis. Mientras éstos creen todavía que uno puede transformarse directamente en consenso ambulante eligiendo respetar los resultados del mejor argumento en una discusión pública sobre las !37 necesidades y las normas, aquí uno, de la misma manera en que se somete a los éxitos científicos, técnicos y económicos, ya sólo estaría obligado a someterse a lo que produce unos efectos colectivos de felicidad social o unos efectos de felicidad personal. Aun así se sabe que esta experimentación total falsifica radicalmente la verdad de la democracia política: su supremo fin incondicional, la realización en los sensibles fenómenos sociales de la libertad presupuesta en cada uno gracias a una armonizada distribución de los derechos, de los deberes y de los bienes. La depauperación y la asimetría social que refuerza son el único patente efecto visible de esta experimentación. El capitalismo experimental hereda, lo sabemos desde Max Weber, modelos de pensamiento propios a las religiones de salvación, y ello en la misma medida en que seculariza estas religiones sometiendo la razón individual al consenso y a los efectos sensibles de felicidad, de armonización de los deberes con las gratificaciones que se considera que produce. La explicación de Weber es bien conocida. Como los predestinados calvinistas no encontraban confirmación de su elección sin un éxito de vida, la búsqueda capitalista de la felicidad experimentada en los éxitos de la empresa ve en este éxito la única cosa que pueda confirmar la elección de las acciones que un determinado individuo ha elegido. Constituye la única realidad que pueda confirmar su rectitud social. Pero los éxitos de vida sólo confortaban a los calvinistas en su certeza de salvarse a condición de abstenerse de ver en estas riquezas adquiridas un fin en sí mismas y de abstenerse de disfrutar inmediatamente de los frutos de !38 estas riquezas. Lo mismo les ocurre a los capitalistas: los éxitos de las empresas sólo confortan a sus patrones en la certeza de su salvación moral y social a condición de que puedan abstener-se de disfrutar inmediatamente de los beneficios obtenidos y de que, para reforzar su amplitud y eficacia, los reinviertan de nuevo en el desarrollo de las mismas relaciones de producción. Este doble movimiento de búsqueda y de experimentación sobremultiplicada de los deseos, al igual que de intransigente áscesis, transforma la acción de producción en fin absoluto e implica una capitalización económica del poder político en el que se hace soberana abstracción del fin de esta experimentación: del bien supremo de todos, de su felicidad social e individual. Sólo se hace actuar al prójimo con vistas a asegurarse la propia perfección y la propia salvación moral: con vistas a asegurarse la armonía que se comprueba entre el mérito obtenido en la acción y la felicidad de capitalización que de ello deriva. Se disfruta exclusivamente de la posibilidad de subordinar el bienestar del prójimo a la conciencia de la propia perfección moral, en la que uno ha puesto de antemano toda su felicidad. Uno busca maximizar su propia certeza de salvarse: se trata de una perversión inherente a la intención moral que habita en la experimentación total. Sin embargo, la apelación al consenso bastaría para corregir los efectos de esta salvaje experimentación total y para hacer olvidar la crisis social que hace estragos, el hiato que separa cada vez más la ley del llamado mercado social, de los contratos jurídicos que se presume que reglamentan su aplicación y de la ética política. Solamente los deseos que pueden ser satisfechos por todos constituirían la ley, desde !39 el momento en que de tal manera se validan a sí mismos por medio de su éxito. De creer a Rorty, se podría incluso olvidar el uso de este término de “capitalismo” y evitar diabalizar el neoliberalismo. Por contraste, los europeos continuarían invocando el consenso como un Tercería divina hecha carne, como una voluntad de poder encarnada. Continuarian creyendo que les es suficiente aplicar el consenso ético-político en el conocimiento, la acción y los deseos, pero sin plegarse a la experimentación, sin reconocer dignidad a sus deseos, ya que sólo reconocen validez a las leyes normativas que, por medio del prójimo, permiten satisfacerlos. Los deseos experimentados no serían aceptados por sí mismos, sino únicamente porque a todos se les puede reconocer el derecho de forzar a todos los demás a satisfacerlos. Los europeos sólo verían en ellos un pretexto para reconocer sus metamorfosis en leyes jurídicas y políticas. Continuarían adorando ciegamente todo Sollen, ciegos a todo Müssen, a toda ley objetiva. Por consiguiente, bastaría denunciar el animismo judeo-cristiano que incuba siempre en los grandes sacerdotes del pensamiento europeo para declarar nulas y sin valor las paranoicas acusaciones que lanzan contra el imperialismo del consenso. Con todo, esta invocación del consenso viene a bendecir una práctica tan inicua como desastrosa y deja inalteradas las fundamentales relaciones de injusticia entre clases, entre países pobres y países ricos. Basta reconstruir los efectos reales de este deseo de ciego consenso para darse cuenta de ello. Se puede reconstruir la necesidad de la producción de estos efectos con la ayuda de los tres modelos de uso de lenguaje propuestos por la teoría mágica del lenguaje, por !40 las teorías de los actos de habla. El modelo austiniano y juridicista está basado en el juicio de apropiación de las expresiones performativas de consejo, de orden o de condenación en los contextos de uso. El modelo griceano de transmisión de las creencias y de los deseos, invocado en el contexto de esta moral de experimentación, sólo valida aquellos que todos pueden adoptar como tales, solamente los deseos que cada uno se ve impelido a desear. El modelo searliano del intercambio ilocucionario de las promesas instituye en regla de uso esencial del lenguaje la necesidad en que se encuentra cada uno de ser el psicólogo del prójimo (de identificar sus deseos en su lugar) y su esclavo (realizándolos para él). Los respectivos efectos ocasionados por el uso cotidiano del consenso que secretan son ya patentes. El intercambio performativo sólo favorece a aquellos cuya palabra es ya determinante para los demás, al ser ellos los únicos apropiados para juzgar, en última instancia, del uso social del consenso inscrito en las convenciones. La invocación mágica del trascendente juicio social que está instalado en el consenso engendra la guerra de juicios entre estas convenciones y los dominados, provoca la potenciación de una hipertribunalización en la que cada uno está siempre seguro de que los dominantes están equivocados. En efecto, ellos no pueden corresponder al papel de Tercero omnisciente y todopoderoso que, al institucionalizar sus palabras, se exige que sean. Las tentativas de transmisión proléptica de las creencias y de los deseos a las que se entregan los dominados se saldan con el reconocimiento social de que estas creencias y estos deseos sólo a ellos y a ellos sólo pertenecen: sólo poseen un efecto !41 exhibidor y transforman a sus emisores en síntomas. De ser un instrumento para la felicidad moral del prójimo se convierten en unos locos a encerrar en los asilos o en los barrios de chabolas. La imposibilidad de asegurarse de antemano de la sinceridad de los agentes ilocucionarios de promesas condena a que reine la incertidumbre social sobre el valor de las promesas y sobre la autenticidad de quienes las realizan en los contratos de mutuo reconocimiento que constituyen los actos de habla. Esta incertidumbre social se generaliza haciendo dudar del fin capitalista (de la imposibilidad de acceder a la aspirada igualdad) y acelera la escalada de los afectos, de las exigencias y de las condenas referidas al prójimo. Uno sólo puede desviar estas condenas de nuestros más próximos vecinos asegurándose para siempre de su control: convenciéndose de antemano de que son justas desde el momento en que se refieren al extranjero, a los otros pueblos, a los negros o a los judíos; restaurando así el espacio de certeza a priori de nuestra salvación social. La percepción de estos efectos ha incitado a Apel y a Habermas a imaginar, como se sabe, una situación utópica en la que el poder legislativo de promulgar leyes de acuerdo con las necesidades universalizables estaría confiado a una discusión argumentativa en el seno de la opinión pública. La ausencia de instintos extra-específicos caracteriza al hombre en su calidad de prematuro crónico nacido un año antes de tiempo; del mismo modo, ese programa de legislación contractual se condena él mismo a seguir siendo utópico. Sin embargo, como el recurso a la comunicación que opera la real legislación política sólo se justifica apelando a este consenso ideal y a la metafísica armonía que presupone !42 entre necesidades y leyes, parece que la única retribución equitativa a la que los interlocutores de la democracia filosófica descubierta en América puedan aspirar reside en la, tan generosamente concedida por Rorty a los dioses y sujetos del consenso, irónica contemplación de sí mismos. 2. La invención filosófica de una metaética democrática: el paraíso americano de las teorías de la justicia Como la obediencia a las reglas de promesas y de argumentación no puede asegurarse de antemano por medio de su conocimiento, la participación en la libre discusión argumentativa sobre las comunes necesidades y normas no podría justificarse por sí misma. A J. Rawls le ha parecido que para reconciliar a los ciudadanos americanos con ellos mismos era necesario añadir a estos usos del lenguaje la experiencia de una sociedad bien ordenada, una experiencia que se supone ya realizada e integrada en toda persona moral, adulta y autónoma. Esta sociedad se basaría en la intención de un equilibrio entre libertad y equidad, determinado contractualmente por todos los interlocutores sociales. Estaría así fundada en promesas convertidas en contratos, en promesas estabilizadas formalmente por medio de un sistema jurídico que protege a cada uno respecto de todos los demás. Al atribuir como objeto propio a la teoría de la justicia esta armonía jurídica entre libertad y equidad, Rawls piensa atajar la arbitrariedad experimental y hacer reinar como principios normativos las reglas de justicia social que regulan el acceso a los beneficios de la cooperación social en función de las libremente !43 asumidas responsabilidades de los agentes. Pues se supone que los miembros “de una sociedad bien ordenada” se consideran responsables de sus intereses y de sus objetivos fundamentales y no se contentan con dejarse arrastrar por ellos. Esta estructura fundamental de justicia no puede ser organizada de manera que, una vez en posesión de los individuos, les impida desarrollar sus aptitudes de responsabilidad o prohíba a otros su ejercicio. Como se sabe, esta exigencia determina los dos principios rawlsianos de la justicia: 1. Cada persona tiene un derecho equivalente al conjunto más extendido de las libertades fundamentales e iguales para todos; 2. Las desigualdades sociales y económicas deben cumplir dos condiciones: deben favorecer tanto como pueda esperarse a los individuos menos favorecidos. y estar asociadas a posiciones sociales y a funciones abiertas a todos en equitativas condiciones de acceso3 . Rawls mantiene que, incluso “si es muy necesario comenzar por suponer que todos los otros bienes sociales, particularmente las rentas y la riqueza, han de ser iguales”, ya que tienen que ser repartidos entre personas libres e iguales, “sería poco razonable atenerse a su reparto igualitarío”. En efecto, la sociedad debe, continúa diciendo, tener en cuenta las constricciones de organización y de eficiencia económica. Es por esta razón que el mayor mal social, la desigualdad producida como efecto de la depauperación de unos en ventaja de otros, sólo es justificable si produce el mayor bien democrático posible: “sólo es justificable si mejora la situación de cada uno, comprendida la de los menos favorecidos”4. La antropodicea !44 liberal de Rawls sólo substituye la armonía leibniziana del mejor mundo posible con un cálculo for mal y procedimental de justificación, apto para justificar de una vez por todas, y por igual, la injusticia y la justicia; esto sucede porque está basado, como ha visto M. Sandel, en un concepto atomista y monológico del sujeto. Sólo permite atribuir al concepto la libertad negativa, como ha señalado Ch. Taylor. En efecto, estos conceptos de derecho contractual y de justicia sólo instalan un mecanismo de defensa encargado de proteger los intereses de los individuos contra las presiones de la comunidad, contra las de las instituciones y contra las de las facciones. La teoría liberal de la justicia sólo hace afirmar la validez de este mecanismo para protegerlo a su vez de las inquietudes de la conciencia moral y de su deseo de justicia: busca proteger a ésta contra sí misma y evitarle todo prurito cuando se da cuenta de que es falsificada, cuando cae en su propia desgracia. En este punto, la teoría de la justicia se contenta con imitar al nivel de los procedimientos de justificación, que regulan la apropiación por todos de las razonables reglas de justicia distributiva, aquello que había permitido a la Constitución americana pretender encarnar los principios democráticos haciéndolos visibles en las acciones de todos. Al promover la teoría de la justicia una libertad puramente negativa, sólo puede ser impotente para impedir que no se refuerce lo que ya se había producido en el siglo XIX. Tal como lo ha expresado excelentemente Sheldon Wolin, “la práctica liberal de la política ha minado rápidamente la concepción liberal de los derechos”. En efecto, la concepción liberal de la política reposa en la convicción de !45 que la política es una actividad que, por principio, constituye una amenaza para los derechos, ya que los grupos de intereses, al igual por lo demás que las creencias políticas, están concebidos de tal modo que necesariamente deben entrar en conflicto. “También ahí existiría a priori injusticia y opresión, de limitar sus libertades y sus intereses bajo el pretexto de fomentar las comunes acciones consagradas a fines comunes”5; ya que, al no poder apoyarse en una opinión pública con valor constitutivo y común, no poder invocar una autoridad pública imparcial, los poderes públicos han debido, bajo la excusa de arbitraje y de negociaciones, plegarse en el siglo XIX, y continuar plegándose en el siglo XX, a los conflictivos intereses de los grupos de intereses. El ineludible problema dinámico con el que tropieza esta defensa comunitarista, tan lúcida respecto a esta opinión comunitaria y a las libertades positivas que ésta engendra y alimenta, es que son precisamente estos valores comunes, supuestamente compartidos por todos, los que, en tanto libertades positivas, están corroídos por su compromiso con los valores familiares, con los valores empresariales o con los valores universalistas de los comunitaristas. Saltan incluso las barreras de seguridad antirracistas de las comunidades locales. La razón de ello es simple. El consenso está hoy despojado de la virtud reguladora, a priori coactiva, que poseía en las sociedades premodernas bajo el aspecto de lo sagrado, y que ha continuado poseyendo en las sociedades modernas como “voz rousseauniana de la conciencia moral”. Se encuentra reducido a lo que R. Rorty nos dice que es: unos reflejos transitorios y contingentes de adherencia colectiva a !46 creencias, a deseos, que son todos de igual valor -su valor político real es siempre el mismo, cualquiera que sea su valor político anunciado. Este valor ya no consiste en motivar a cada uno a adherirse al reconocimiento de los valores morales colectivos, como todavía cree Rorty. En cuanto valor de incitación a la justicia ya sólo posee un valor igual a cero, como observó A. Gehlen en los años cincuenta, y como Habermas repitió, precisamente en América, en los años setenta. Ese valor, basta sentirlo, justificarlo contándonos que nos afecta, para justificar que se posee, para justificar que nos afecta de manera aparentemente autónoma y responsable. Pues el fin del objetivo pragmático es que se pueda sentir que uno lo posee: que uno se ha identificado a ese consenso de equidad, de una equidad presente ya para todos los que pueden ver tan bien como nosotros ese consenso; que uno, en su condición de consenso ambulante de prácticas justificadas, y como consenso pragmático de justificación, se ha identificado a sólo poder gozar de ese hecho, de tal identificación. La ética de la convicción democrática no es, por lo tanto, un lugar paradisiaco cualquiera: es el único lugar de impotente consumo de sí mismo en el que uno es invitado a medrar como sujeto a priori libre y respetuoso de los derechos del prójimo preservados por este consenso. Pues esta ética constituye tanto el destino del liberalismo pragmático como el fundamento de la justicia que, aunque sea equivocadamente, presume ser: es el movimiento último de las compulsiones a la justificación ética de la conciencia, ese por medio del cual se justifica que se pueda hacer todo, !47 que se pueda hacer todo lo que tiene éxito, todo lo que es útil a todos, a condición, por supuesto, de que no se olvide utilizar un nuevo vocabulario. Así es como esta ética conduce a cada uno a descubrir que se encuentra ya en una distancia irónica respecto de sí mismo, así es como transfigura la conciencia que tiene de haberse convertido en un héroe fatigado de la moral democrática. Esta ironía, por supuesto, sólo tiene como efecto anestesiar la conciencia de los males morales causados por la crueldad de la muy desordenada sociedad a la que uno descubre pertenecer. Ella es, desde luego, impotente de frenar la recaída americana en las violencias racistas y las recaídas europeas en el totemismo nacionalista. Por lo tanto, comunitarios y neoliberalismo están condenados también a reconocer la impotencia de su ética política basada en una teoría de la justicia. Pues continúan reproduciendo las creencias comunes y los acríticos juicios que conciernen la relación de los juicios y de los intereses. O bien se hace necesaria la injusticia de pensamiento que se secreta al prestar a las diferencias particularistas o a los diferendos de opiniones el poder mágico de engendrar nuevas formas sociales de vida bajo pretexto de salvaguardar el derecho a la libertad de opinión (versión liberal); o bien uno debe resignarse a constatar la progresiva desaparición de las últimas defensas locales de los valores compartidos en común (versión comunitalista). Bajo sus dos formas, la defensa de la democracia que se dice filosófica sigue siendo tributaria de un insuficientemente cuestionado dualismo platónico entre el espíritu del consenso, por una parte, y los deseos e intereses individuales y colectivos, supuestamente espontáneos e !48 irracionales, por otra. Todo sucede como si, en el campo de la filosofía, el descubrimiento en el siglo XX de la naturaleza comunicativa del pensamiento sólo hubiera substituido el consenso a la reflexión crítica individual, a la facultad de juzgar corno órgano regulador de la vida social y mental. 3. Justicia y verdad No se cura de la crispación política planteando el asunto en términos de problemas relativos a la equitativa distribución de los derechos, de los deberes y de los bienes; sólo se cura de la política advirtiendo que no hay, hablando con propiedad, de qué curarse, ya que uno sólo desarrolla una enfermedad, una desgracia o una locura en la vida política habiendo previamente diagnosticado una enfermedad o una locura necesaria, a priori incluso, en todo caso una alienación que sólo podría constituirse efectivamente denegándose a sí misma. Las relaciones de antagonismo de los de- seos que reproducen el perpetuo antagonismo de los dioses han sido, desde Platón, generosamente distribuidas a los hombres como “naturaleza” determinante. Se trata de una injusticia filosófica debida a la ignorancia en la que la Antigüedad y la Modernidad se encontraban respecto a la manera en que en el hombre se engendra la relación a los deseos como una relación a priori racional, y no irracional; una relación respecto a la cual convendría no intentar protegerse de ella inventando un sistema de imparable defensa filosófica y política, sino someterla al juicio de la verdad. Este reconocimiento obliga a substituir al primado de la razón !49 práctica, preconizado desde Kant, el primado de la razón teórica, y ello en el campo mismo de las relaciones éticopolíticas. De hecho, sólo son liberadoras las relaciones ético-políticas en las que uno se reconoce existir y juzgarse a sí mismo en la vida y en la experiencia, de la misma manera que en la comunicación uno sólo se reconoce la realidad que en ella se afirma uno mismo. En efecto, el ejercicio político del juicio de la verdad consiste en sólo realizar y hacer realizar lo que se ha pensado que uno era o que era el prójimo para haber podido pensarlo. Por consiguiente, la identidad democrática no puede ser conseguida y reconocida como tal sin que se haga juzgar verdadero el hecho de compartir una forma de vida que se intenta producir en toda comunicación. Esta identidad de la acción judicativa y de su reconocimiento sólo reposan en sí mismos: son pues filosóficos y no puede uno apropiárselos haciendo respetar un sistema de reglas jurídicas, de morales políticas o lingüísticas, sino que exigen respetar por parte de cada uno la ley de verdad inscrita en su identificación al lenguaje, respetando y haciendo respetar la objetividad de ese juicio. Respetando esta ley realiza cada uno una justa puesta en común de la verdad y establece las relaciones de justicia allí donde deben ser establecidas: en las relaciones de distribución del pensamiento que regulan la retribución de verdad que se busca. La posición del acuerdo consigo, con el prójimo y con lo real que mueve a todo pensamiento, a toda palabra, y constituye la única identidad democrática posible, no constituye un principio solamente regulador, válido solamente en el reino de los fines y accesible bajo la forma de una justicia distributiva de los beneficios sociales. No !50 concierne solamente a lo que Kant llamaba las “relaciones externas” a las cosas, a las personas y a sí mismo, como sí uno pudiera apropiarse a sí mismo sus deseos y como si éstos fueran en nosotros cosas externas que uno pudiera escoger ser o no ser de manera arbitraria. Tampoco puede uno contentarse con anticipar la posición de acuerdo que constituye la identidad democrática de una manera utópica, haciendo de ella la merecida armonía entre nuestras acciones y la felicidad a la que éstas nos hacen dignos. Pues antes de poder ser concebida como principio regulador, es constitutiva de la identificación del ser vivo humano a los sonidos y, por esta razón, constituye la ley, tanto en lo que concierne a la armonía del pensamiento con lo real, como respecto a la armonía con el prójimo. Objetiva al hombre sus deseos y sus acciones del mismo modo que le objetiva sus percepciones: proyectando la armonía entre sonidos emitidos y sonidos escuchados sobre sus percepciones, sus deseos y sus acciones, para así poder otorgarles existencia, separarlas entre sí y hacer reconocer a este hombre si estas percepciones, estas acciones y estos deseos le constituyen tan realmente como él mismo ha debido de pensar que le constituían para haber podido pensarlos. Por lo tanto, es también esta posición de acuerdo la que tiene que juzgarse tan real como ha tenido que presuponerse que lo era para considerarla (respecto a esas percepciones, a esas acciones y a esos deseos) como lo que constituye nuestra realidad, la realidad que efectivamente es necesario terminar por reconocer que somos, para considerarla nuestro mundo. Mientras esta armonía con el mundo visible y con el mundo social se conciba como una anticipación del acuerdo consigo mismo y con el prójimo que nos obliga a juzgarnos !51 desde el punto de vista del prójimo, es decir, desde el punto de vista de un consenso ciego, desde el punto de vista del interlocutor ideal que nadie puede ser, mientras así sea, la armonía se muestra indisponible: al apropiarse de la creatividad científica, tecnológica o democrática bajo la forma de una teoría del lenguaje o de la justicia, realiza la dolorosa experiencia de no poder apropiarse a sí misma de una vez por todas. Pues en ese momento, ella misma olvida someterse y someter a sus adherentes a la única ley a la que pueden y deben someterse: precisamente a la ley de la verdad. Los intereses no pueden ser prejuzgados por el neoliberalismo como antagonistas o por el comunitarismo de ser compartidos como valores comunes, sin que unos y otros se eximan de juzgarlos invocando una moral que justifica de antemano que uno se exime de ello. Esta moral lo consigue otorgando a cada uno la propiedad cuasi-divina de persona autónoma, distribuyendo tan generosamente a cada uno lo que luego deberá pagar en toda experiencia al tener que reconocerse desgraciado: diferente de lo que se presupone que es, alguien que se apropia a sí mismo como se apropia de las cosas: apropiándose de lo que le hace diferente de todos los demás, tal como se presupone que lo son unas cosas de otras. Teoría de los actos de habla y teoría de la justicia presuponen equivocadamente que se posee ya esta autonomía identificándola, bien a la autárquica potencia de producir el acto ilocucionario que uno quiere, bien a la facultad de juzgar a priori de los derechos que garantizan de antemano el ejercicio de una justicia distributiva. No menos se fían ambas en un ejercicio no cuestionado de este juicio, en un juicio operatoriamente asumido por cada uno, !52 conscientemente o no, pero para el que no existe ningún lugar en sus teorías. Se apoyan volens nollens en el juicio que concierne a la objetividad de las relaciones que se vuelven libres o que vehiculan valores compartidos, y es este juicio no juzgado el que permite reconocer la injusticia objetiva, darle el nombre de racismo, de nacionalismo, de capitalismo privado o estatal, y de discernir en ello una recaída en las conductas primitivas dictadas por los intereses de grupos o las fantasías privadas de los individuos. Pero es porque continúa sin juzgarse por lo que parece imponerse a todos como el juicio indisponible que se impone a todos. Sucede que en los dos casos se intenta encamar la razón comunicativa o la justicia democrática en un sistema de conocimiento, de derechos y de leyes que debe funcionar como el rígido análogo de un instinto que, por medio de correlaciones biunívocas, vincula estímulos, reflejos y respuestas; como un sistema que debe por sí mismo transformar al animal mal formado que es el hombre en un ser vivo bien formado: en un sistema de coordinación rígida e infalible, sistema de coordinación de un solo y único sistema de acciones y de deseos en un solo y único sistema de percepción cognitiva y estimulativa. Esta concepción del zoon logicon, heredada de Aristóteles vía los utilitarismos y los moralismos, es falsa en la medida en que en el hombre sólo existen de partida los instintos intraespecíficos de consumo alimenticio, sexual y defensivo, y de que en tales condiciones es vano tratar de instituir a partir de esos instintos unas coordinaciones institucionales tan rígidas e infalibles con el entorno físico y social como resultan ser los instintos de los animales bien formados. La baldía búsqueda se lleva a cabo postulando, de manera !53 inconsistente, que el hombre puede y debe consentir libremente, y de manera responsable, su adhesión a estos sistemas de regulación social de la vida. El rígido hombre democrático, el hombre infaliblemente democrático buscado a través de la experimentación total a la que se le somete para poder encontrarlo, se descubre así necesariamente inencontrable. Y como no se le encuentra, se piensa haber tropezado ahí con una injusticia histórica, condenándose de este modo a sólo encontrar ésta última y, exceptuándonos alegremente del círculo de nuestras acusaciones, a hacer cargar la responsabilidad histórica de la misma a nuestros interlocutores sociales. Sin embargo, uno sólo recibe el salario que se merece, ya que ha hecho abstracción de la justicia retributiva inherente al uso del lenguaje y del pensamiento sometido efectivamente a un juicio de objetividad. El hombre sólo puede ser todo lo que es pensando verdaderas las proposiciones gracias a las cuales hace aparecer las percepciones, los conocimientos, las acciones, los deseos y las palabras a sus ojos y a los ojos de los demás. Pero él sólo puede ser lo que objetiva si las juzga y hace juzgar tan objetivas como ha debido de prejuzgar que estas percepciones, estos conocimientos, estos pensamientos y estas acciones lo eran para haber podido pensarlas. Enfrentándose de este modo a estas realidades y haciéndolas reconocer corno tales, el hombre comparte con los demás estas verdades, sean teóricas o prácticas. Esta relación de compartir se corresponde con la que Kant, incapaz como era de salir de la anfibología metapsicológica del vocabulario de la interioridad y de la exterioridad, denominaba “relación interna”, objeto de la razón práctica, !54 moral y política. Sólo en ella es donde se encuentra o no lograda la felicidad correspondiente al ansia de verdad; no se puede, sin embargo, programarla en un cuerpo de reglas lógicas, epistemológicas, morales o políticas, ya que en cada ocasión se debe poner a disposición una estructura sensible (audiofónica) e intelectual del juicio (como escucha de la escucha) que es, cualquiera que sea la diversidad de las lenguas y de las culturas, idéntica en todos los seres vivos humanos; ya condición también de que esa doble estructura permita siempre triunfar a los juicios de verdad hechos posibles por medio de este enraizamiento del pensamiento en el habla y por la manera en que el mismo engendra toda experiencia y la relación a toda experiencia. Ta m p o c o h ay o t r a r e t r i b u c i ó n d e f e l i c i d a d democráticamente distribuible que la de ser realmente lo que uno ha reconocido y hecho reconocer que era en tal conocimiento, tal acción o tal deseo, reconociéndolo como una real condición de vida. La objetividad de los conocimientos, de las acciones y de los deseos sólo se convierte en la ocasión de una felicidad compartida si se puede hacer compartir el juicio de la verdad que se efectúa sobre ellos, y si este juicio es tan efectivamente verdadero como, por el solo hecho de transmitirse por mediación nuestra, afirma serlo. Antes de poder hacer compartir a los demás los beneficios de la cooperación y de poder asegurarse de que, tanto antes como después, sigue siendo uno tan autónomo respecto a sus beneficios, es preciso poder hacer compartir la justicia retributiva de este juicio de la verdad. Así, y no de otra manera, es como el hombre contemporáneo puede y debe juzgar los juicios teóricos, prácticos y estéticos transmitidos por las tradiciones !55 premodemas o modernas, al igual que los juicios que él se inventa en el seno de esta experimentación total. En la experimentación total a la que la propagación del liberalismo en todas las direcciones somete al propio hombre, así como a la sabiduría inscrita en las instituciones modernas del derecho, de la moral y de la política, lo que de hecho está en juego es llevar a cabo en los ámbitos de la acción y del deseo la misma revolución copernicana que la provocada, según Kant, por la física moderna en el campo del conocimiento. La imposibilidad de eximirse de juzgar la objetividad de la mutua felicidad compartida en estas experiencias deriva directamente de la manera en que el hombre proyecta en el mundo la armonía de los sonidos emitidos con los sonidos escuchados. Esta armonía se le impone por el solo hecho de que cuando emite sonidos no puede distinguir los que emite de los que escucha. Es esta identidad la que se imita en toda proposición: como un movimiento de proyección referencial de los sonidos en las cosas y como un movimiento de recepción predicativa de lo que en ellas hace conver tír noslas en realidades. Toda emisión y comprehensión proposicional, sea expresada o simplemente pensada, imita este movimiento de emisión-recepción fonoauditiva que la sostiene, ya que sólo se puede aislar eso de lo que se habla o en lo que se piensa, pensándolo idéntico a la propiedad o a la relación identificada por el predicado. Tampoco se puede pensar una proposición sin pensarla verdadera. Tal como ha dicho Peirce, “toda proposición afirma su propia verdad”6 para poder ser comprendida. Al igual que no se puede aislar una realidad por medio del uso de la expresión referencial más que juzgando, por medio del !56 uso del predicado, de eso en lo que para ella consiste el hecho de existir -sólo identificando, por ejemplo, la nieve a su blancura diciendo “la nieve es blanca”-, del mismo modo, sólo se puede disfrutar de esta verdad en calidad del interlocutor que uno es para sí mismo juzgando si existir es para esta realidad ser efectivamente eso a lo que se la identifica: juzgando la objetividad de la armonía instaurada entre la nieve y la blancura. No se puede, por lo tanto, presuponer armonía alguna entre un referente y sus propiedades esenciales, es decir, una armonía reconocible como tal fuera del uso del lenguaje o del pensamiento, y sólo es posible emitir un juicio acerca de la objetividad de la armonía producida en la cosa entre tal o tal cosa y tal o tal de sus modos de existencia. Así pues, sólo juzgando la verdad de los juicios por medio de los que uno se presenta o presenta a otro las cosas, se tiene la experiencia de la objetividad de las mismas. No se realiza de diferente manera la que concierne a la objetividad del deseo, ni la de la relación a la acción, ya que no se puede pensar en una acción sin pensar en un agente identificado con esta acción como a su modo de existencia, y sin juzgar si es él efectivamente quien tiene que realizar esta acción para ser lo que tiene que ser. Lo mismo sucede con los deseos y su satisfacción. Pero lo mismo sucede incluso en el juicio por medio del que se juzga llevar a cabo una acción en el acto de habla o en el acto de pensamiento. En tanto no se haya identificado cualquier acto de habla con una afirmación o con un juicio que se afirma tan verdadero como se hace pensar verdadero, ese acto puede seguir siendo identificado con el acto de magia performativa o ilocucionaria que basta !57 designar para realizarlo. Con ello, uno se constriñe también a otorgar a cada hablante la esencia de autonomía divina presupuesta por esta performance y a ignorar la falsedad de esta conciencia metapsicológica de los hechos constituida por los actos de habla. Del mismo modo que no se puede identificar los referentes a unas propiedades metafísicas predadas, tampoco puede uno identificar sus interlocutores sociales a su libertad, como si se tratara de una propiedad metafísica inalienable de tales sujetos. Sólo se les puede reconocer autónomos reconociendo la objetividad de las condiciones de vida que asumen y que consiguen hacernos compartir. La justicia distributiva, que resulta del hecho de compartir el juicio de verdad, condiciona de este modo el mutuo reconocimiento de la efectiva libertad de los interlocutores sociales: no puede precederla como un derecho. El mutuo reconocimiento de esta autonomía y de la justicia que tiene lugar en este acto de compartir la verdad llega como el beneficio secundario de este juicio; no puede, por lo tanto, ser intencionado como un objetivo a alcanzar, ni apropiárselo de una vez por todas programando la democraticidad de la vida en un sistema jurídico y haciendo posteriormente reconocer, por medio de su descripción teórica, la validez de tal programación. La justicia retributiva inherente al hecho de compartir la verdad -en la misma medida en que lo hace accesible a todos- condiciona al (?), crítico y distributivo de experiencia, personal acto de compartir. Si el neoliberalismo intenta, al nivel de la interacción, hacer suyas estas relaciones de justicia por medio de la identificación de los sujetos humanos al mito de la !58 creatividad perfor mativa y de la posibilidad de transformarse directamente a sí mismos aceptando elegir ser una u otra modalidad de este mito mágico de existencia, el comunitarismo, por su parte, reproduce el cristiano y judío gesto de identificación a lo que se ha convenido que somos en toda relación con el otro en la cual nos reconocemos: la relación de mutuo amor, fuente, paradigma y acción a cumplir que caracteriza a todo reconocimiento de sí mismo en una deseada y compartida relación con el prójimo. Sin embargo, como el cristianismo y el judaísmo reducen al ser humano que produce esta relación a la atracción que la misma ejerce sobre él hasta tal punto que no puede dejar de constituirla, así como a la irresistible atracción que ejerce el locutor o interlocutor social que nos identifica con lo que desea que seamos (pura receptividad de su deseo de ser recibido como puro afecto), ambos, cristianismo y judaísmo, sólo permiten reconocer como relación objetiva y como condición de vida propia a todos los interlocutores implicados, el real afecto en el que pueden de antemano tener la certeza de constituirse como los absolutos receptores de este fenómeno de afecto identificador. Convierten así la esencial realidad de esta presupuesta común verdad que se llama amor, en tan inaccesible como el liberalismo y los teóricos de la justicia hacen inaccesible el disfrute de la justicia, al identificarlo de una vez por todas con el respeto de la autárquica y distributiva autonomía de la acción de cada uno. Pues la verdad de la que esta relación se encargaba (uno no puede pensar poder ser sin el otro, ni tampoco suponer que lo que se hace por amor pueda juzgarlo su autor como algo que no tiene que realizar) estaba simultáneamente indisponible en !59 su ocurrencia y en lo que la constituía: al no poder ser ni constituirse uno en lo que siente el otro en el amor que uno le inspira, no puede tener la certeza de que ese otro lo siente, ni tampoco de que lo siente como debiera: como lo que puede hacer posible el único modo de existencia esencial que debiera ser. Al igual que el mito performativo es una metáfora de la emisión fónica, la cristiana y judaica identificación en el amor se muestra como la metáfora de la audición necesaria a un espíritu que ignora su origen comunicativo. El comunitarismo remite esta experiencia al centro de la identificación de cada uno con los valores compartidos en la comunidad, pero condena a sus adherentes teóricos y prácticos a reconocer que ninguno de estos supuestos “valores” ejerce ya una atracción, puesto que la experiencia de estos llamados valores no puede ser ya sentida una vez sometidos a juicio, una vez que ya no ejercen precisamente esta afectiva y animal atracción que les daba apariencia de realidad. Ya que ningún valor podría ejercer esa atracción, ni nadie reconocerse en ella, es evidente que la propia experiencia comunitarista sólo puede aparecer, a semejanza del amor agapeístico, como una ilusión. Sin embargo, absolutamente igual a como el amor cristiano se había mostrado más allá de toda sospecha, era esta experiencia de mutua felicidad la que, de una vez por todas, eximía de hacer un juicio relativo a la justicia que resultaba de la mutua felicidad de reconocimiento en el amor. La residual experiencia de este amor que evoca el comunitarismo sigue siendo ella misma una posición emblemática, que otorga su papel de instancia última al acontecimiento del consenso en los valores y al hecho de compartir su atracción, y que exime para siempre de tener !60 que juzgar la experiencia de felicidad presente en el hecho de compartir una experiencia mutua. Al igual que la experiencia de amor exime de tener que juzgar la objetividad del modo de experiencia que en ella se ha llevado a cabo, la experiencia de compartir unos valores exime de tener que juzgar si son o no lo que a uno le conducen a ser. Al no ser suficiente con constatar el éxito de la verdad accesible en el juicio compartido, sino que se debe juzgar la propia objetividad de este logro, es preciso someter toda experiencia a este mismo juicio. Como fenómeno anticipado de una acción a realizar, el éxito de la misma gobierna su realización, del mismo modo a como gobierna (en la objetivación de conocimiento, de acción y de deseo) este modo nuestro de existencia en el que cada uno realiza la experiencia de sí mismo. Ésta es siempre anticipada en su calidad de ser tan común, objetiva y gratificante como se ha tenido que anticipar que lo era para haber podido pensarla. Este juicio de la verdad es así indisociable del juicio de objetividad relativo a la gratificación de la verdad que proporciona. Es este juicio el que se busca apropiarse de una vez por todas, eximiéndose totalmente de producirlo en el seno de una teoría de la justicia neoliberal o comunitaria. En ese momento, se lleva necesariamente a cabo la experiencia de la falsedad de los juicios propuestos por estas teorías, al darse uno cuenta de que en ellas se es incapaz de derivar un juicio (tanto descriptivo como prescriptivo) particular que concierna a cualquier experiencia de justicia. Pero se trata de un error necesario y de un error que no se puede reconocer como tal mientras se desconozcan las !61 condiciones de inscripción del pensamiento en el lenguaje y la necesidad de someter a juicio la objetividad de la, necesariamente presupuesta en esa inscripción, armonía con las cosas, con nosotros mismos y con el prójimo. El uso del lenguaje tiene como efecto real el invertir la dirección de los circuitos de “estímulos-reflejos-respuestas”, convirtiendo la recepción de los estímulos en la única respuesta a realizar. Por lo tanto, al ser incapaz de poder pensar que se deba juzgar acerca de la verdad y de la objetividad de la experiencia de mutua felicidad, implícita en el hecho de compartir que se intenciona bajo el concepto de justicia, no se puede imaginar mayor bien que el de reconciliar la teoría con todo lo que sucede. Lo mismo ocurre con la experiencia de la verdad: parece que basta con presentarla como lo que corresponde a un hecho para que sea justificada por medio de la respuesta de confirmación que, de esta manera, ofrece el mundo visible o el mundo social. Pero cuando es falsificada a priori, no puede saber que lo es a priori, ni tampoco que sólo reproduce el moralista movimiento de intentar apropiarse de sí misma que necesariamente le conduce a falsificarse. La estructura especulativa inherente al lenguaje, al pensamiento, así como a toda experiencia (ya que, visual, motriz o social, toda experiencia se ha constituido a imagen de ellos), sólo parece ser el objeto de una apuesta filosófica, especulativa en el sentido vulgar del término, cuando de hecho está presente en toda experiencia; pero esto mismo no puede ser motivo para darse por satisfecho con recibir tal estructura especulativa como lo predado que parece ser. Mientras se relacione la justicia democrática con una justificación de las gratificaciones acordadas a los méritos !62 que nuestras acciones nos otorgan, se presupone necesariamente una justicia tan esencial como se supone que son los objetos, así como sus propiedades y sus relaciones esenciales, de los pragmáticos de la ciencia. Esta justicia esencial es tan imposible de encontrar como esos objetos. Pero poder realizar la experiencia de ser la experiencia que se describe ser constituye la única gratificación accesible que se pueda compartir en toda experiencia de comunicación, así como en toda experiencia social. Cuando no se respeta la ley de la verdad que regula a esta justicia retributiva, siempre se la busca fuera de donde siempre se encuentra. Si todo esto es así, el descubrimiento que el problema planteado por el aborto de la parousia americana y de la democracia filosófica nos permite hacer, consiste en reconocer el movimiento crítico de juicio filosófico que uno opera en toda experiencia, tanto para poder realizarla efectivamente como tal experiencia, como para poder hacerla compartir en el respeto democrático del reconocimiento de lo verdadero realizado por el prójimo. La comunidad de juicio y su resultado de verdad compartida se muestran así como la condición de posibilidad que nos permite ser idénticos a lo que, en el respeto incondicional del interlocutor que uno es para sí mismo, se reconoce ser en toda experiencia; ya que este interlocutor que uno constituye en tanto que auditor de sí mismo, no ha podido ser nunca sino el juez de la verdad que, de lo que uno es, se reconoce ser; al menos, si tal juez es tan verdadero como para que uno sea lo que es como uno se juzga serlo. Por consiguiente, la primera y la última democracia es siempre tanto aquella que se instaura en uno !63 mismo, como la que se hace compartir en la experiencia del acto de compartir la verdad: por esta razón se muestra filosófica. Traducción de Juan Ramón Iraeta. Isegoría/8 (1993) pp.: 85-102. 1 (Nota de los Editores) Fecha de la elección presidencial de Estados Unidos, en 03 de Noviembre. Resultados: Bill Clinton (Demócrata), 44.909.806 votos; George W. Bush (Republicano), 39.104.500 votos; Ross Perot (Independiente), 19.743.821. Participación de 55,2%, 104.426.659, de los habilitados inscritos, que fueran 189.044.000. La población norte-americana era 255.407.000. 2 Cf. S. Wolín (1982). Revolutionary action to-day. in Democracy, 2, 4 (l982). pp. 23-24. 3 Cf. J. Rawls (1971). A theory of justice. § 11, p. 60. 4. Cambridge University Press: USA. Ib. p. 61. 4 Cf. O. Marquard (1981). L'homme accusé, l'homme disculpé. Critique: Paris. pp. 1027-1028. 5 Cf. S. Wolin, op. cit. p. 20. 6 Cf. C.S. Peirce (1960). Collected Papers: Vol. 5, § 340. Harvard University Press: USA. !64 !65 !66 Capítulo II La filosofía como praxis transcultural y psicopolítica !67 Como sabemos, la filosofía desarrolló la lógica matemática y, de este modo, hizo posible el desarrollo de la cibernética y de la psicología cognitiva. Es menos conocido el hecho que esto transformó completamente las ciencias humanas durante el siglo pasado. La antropobiología filosófica de A. Gehlen, F. Kainz y A. Tomatis descubrió durante los años treinta que el uso de los sonidos y lenguaje era la fuente de las instituciones y de la psiquis como W. von Humboldt ya lo había afirmado anteriormente. Esto confirma el rol original de la prosopopoeia por la cual los niños hacen hablar el mundo con el propósito de percibirlo visualmente y esto explica porqué la etapa del animismo deriva naturalmente de este uso, pero tiene que ser superado. Por otro lado, la pragmática del lenguaje de Austin y Searle afirmó que el uso de los actos de habla performativos podría asegurar el éxito de la comunicación intersubjetiva y social invocando los acuerdos entre interlocutores que están regulando las órdenes e instituciones. El uso de un enunciado prescriptivo o de una promesa permite producir mágicamente el acto que es designado en este, sólo porque !68 es expresado. Para los científicos pragmáticos de Peirce, Wittgenstein y Kripke, un acuerdo entre las hipótesis científicas y el mundo visible fue considerado la condición necesaria y suficiente para confirmar la verdad de estas hipótesis. De la misma forma, para Austin y Searle, un acuerdo entre interlocutores es suficiente para confirmar la adecuación de estos actos de habla para la vida humana porque ocurren independientemente de la voluntad de los hablantes para producir-los. Apel y Habermas transfirieron estos principios pragmáticos a la vida humana ética y política al mostrar cómo la ética y la política de consenso pueden asegurar un desarrollo democrático de los individuos y las sociedades. Sin embargo, la pragmática no constituye una transformación auténtica de la filosofía como estos teóricos creen: la razón es que ella no puede asumir la función crítica de la filosofía. Debido a que los seres humanos necesitan del lenguaje para poder ver las cosas, para actuar y para satisfacer sus deseos, ellos necesitan pensar en la verdad de sus proposiciones para poder objetivar su conocimiento, sus acciones y sus deseos y juzgar si estas acciones y estos deseos son verdaderos; o sea, como necesarios para la vida de uno, como son verdaderos sus conocimientos. Los actos de habla no son medios mágicos de producir los actos que ellos están nominando como Austin y Searle pensaron que eran, sino que deben ser re-escritos como herramientas nomágicas del lenguaje para poder mostrar sus propias dinámicas de la verdad. Debido a que el uso del lenguaje nos involucra como emisores y receptores de nosotros mismos hacia nuestros interlocutores sociales, es que hemos aprendido que !69 nuestros pensamientos y nuestro uso del lenguaje se basan en una preharmonización verbal y mental con nuestros semejantes, con el mundo y con nosotros mismos. Esta preharmonización ocurre en cada proposición y es totalmente afectiva (orientada por el amor), cognitiva, práctica y hedonista. Hemos aprendido también que no somos los enemigos de nuestros semejantes y que no tenemos que protegernos de ellos por medio de un sistema de derechos que se basan en una concepción de libertad netamente negativa. Esto significa también que el consenso ético así como el consenso político deben ser ellos mismos juzgados y reconocidos como verdad en la medida que estos consensos reivindican que son verdad para seren justificados como formas colectivas y democráticas de experimentar la vida humana. Esto significa también que la apropiación y transformación directas de nosotros por nosotros mismos que estamos intentando alcanzar a través de la maximización liberal de nuestros deseos e intereses, y por medio de una simples negativa jurídica y legal en relación a los intereses de las otras personas, es prohibido por la estructura comunicativa de nuestra mente y nuestras instituciones. La transformación directa que estamos intentando lograr por medio de esta experimentación total de nosotros mismos sólo puede ocurrir indirectamente, es decir, utilizando un juicio objetivo sobre la vida ética y política que debe ser tan verdadero como puede serlo nuestro juicio científico. El juicio filosófico de la verdad es interno a cada pensamiento y acto de habla: cuando se le pasa por alto esto, como en el caso de la experimentación neoliberal de la !70 humanidad, está necesariamente liderando hacia los disturbios e interferencias psicopolíticas que experimentamos hoy en día. En estos casos, el uso de este juicio debe ser restablecido. Este uso filosófico del juicio no puede ser reducido a ser sólo una prerrogativa profesional de filósofos, sino que ya se encuentra animando y regulando cada uso del lenguaje. Esto no es del todo obvio ya que el contexto psicopolítico de la globalización que estamos experimentando hoy neutraliza el uso de nuestra facultad del juicio de tal forma que no somos más capaces de reconocernos nosotros mismos en este uso. Con el propósito de reconstruir un uso eficiente del juicio de la verdad, primero debemos recordarnos de cómo este uso desapareció en la experimentación total de la humanidad que está tomando lugar en esta globalización económica y política. 1. La neutralización de la facultad del juicio en el contexto de la globalización neoliberal Esta neutralización está ocurriendo hoy en el ámbito de la experimentación comunicativa que hacemos de nosotros mismos y de nuestros receptores en nuestra vida cotidiana, así como también en nuestra vida política. La ciencia y la tecnología emergió de una total y irrestricta experimentación del mundo externo, involucrando nuestra mathesis universalis. De la misma forma, nuestra vida privada y pública es el campo de una experimentación irrestricta de seres humanos, involucrando nuestra sapientia universalis, heredada de las religiones por nuestros sistemas judiciales, morales y políticos desde el siglo XVIII. Como C. S. Peirce !71 nos enseño, es a través del experimento del mundo visible que los científicos preguntan al mundo visible para confirmar o no confirmar sus hipótesis respondiendo “sí” o “no” a la pregunta: “¿son verdaderas nuestras hipótesis?” De la misma manera, la experimentación cotidiana y política en el campo de la vida humana involucra la sumisión de nosotros mismos al consenso que puede obtenerse de nuestros pares sociales. La comunicación es usada en este contexto como una prueba de nuestras hipótesis presentes y mutuas de la vida. Convocando la autoridad trans-subjetiva del consenso social de la misma forma que los científicos convocan el consenso del mundo visible con sus hipótesis estamos buscando alguna autoridad objetiva la cual pueda contarnos que hacer y desear. Confiamos en la infalibilidad de esta autoridad consensual en la medida que entendemos que no ha sido otro que este consenso social que siempre habla a través de nuestras palabras, pensamientos e instituciones y el cual así regula nuestra vida social y mental. Este consenso social, así, parece tener la misma autoridad y validez en relación a nuestra naturaleza “interna” como el mundo visible lo tiene en relación al nuestro conocimiento “externo” del mundo. Pero este también parece ser la única autoridad, la cual podría poseer esta validez absoluta. ¿Por qué? Porque debemos responder a todas las necesidades de nuestros semejantes mediante el cumplimiento de sus necesidades de la verdad. Presumimos que cada una de nuestras enunciaciones exprese cualquiera sea la verdad definitiva que nuestro receptor desee conocer. Por lo tanto debemos expresar una especie de omnisciencia divina. Pero al mismo tiempo debemos experimentar necesariamente culpa !72 personal en relación a nuestra inhabilidad de expresar aquella verdad definitiva. La única forma de evitar experimentar la culpa parece ser el aplicar a nuestro vivir diario y vida política el consenso social que obtenemos por los medios de comunicación y encontrar en el éxito consensual de la experimentación capitalista del mercado social la experimentación cognitiva de nuestra salvación secular. La explicación weberiana de las dinámicas lógicas de esta experimentación capitalista se conoce bien, pero raramente se las entiende correctamente. Tal como los predestinados calvinistas pueden asegurar que fueran elegidos por Dios para la salvación, siempre que ellos fueron exitosos en sus vidas terrenales, la búsqueda liberal para la felicidad individual y social se mide a través de los éxitos de las empresas capitalistas. Pero ellos consideran sus éxitos como la única fuente de confirmación de la opción de las acciones que determinan el desarrollo de las empresas liberales. Los éxitos en la vida les ofreció la certeza a aquellos calvinistas que podrían ser salvados sí y solamente sí ellos eran capaces de restringir a ellos mismos y se prevenían de disfrutar inmediatamente de los frutos de sus empresas. En el mismo sentido, los capitalistas actuales deben reinvertir sus bienes en sus empresas para poder incrementar su certeza sobre su propia salvación social, porque esta clase de ascetismo parece ser la única forma que los habilita para sentirse tanto más desinteresados como ellos quisieran sentirse. Esta conciencia moral de los liberales, no obstante, es necesariamente perversa porque está subordinando la voluntad por felicidad y el bienestar social de las demás personas a una auto-certificación egocéntrica y arbitraria de !73 sus voluntades personales por la salvación. En nombre del consenso social piden a sus interlocutores sociales que trabajen para asegurarse de que gozan de la felicidad social que las acciones de estos trabajadores han producido. De esta forma, ellos disfrutan de manera exclusiva de sus habilidades de subordinar el bienestar de las demás personas a la satisfacción de sus conciencias morales. La maximización de la satisfacción de los deseos más humanos posibles y la maximización de la producción de bienes todavía son orientados exclusivamente por esta maximización de la certeza de ser salvado, o sea, justificado. Como es sabido, la pobreza, el desempleo y la exclusión de los pobres son los precios que se deben pagar por el incremento del capital y, que trae consigo, a largo plazo, una falsificación radical en la forma de vida liberal. Como lo escribió Sheldon Wolin en su revista Democracy, la privación de los derechos cívicos fue consecuencia necesariamente de este empobrecimiento y de la desaparición neoliberal del Estado de Bienestar. Aunque la teoría liberal de los derechos consagró estos derechos en la propia Constitución americana, concibiéndolos como formas especiales de libertad y protección mutua que fueron más allá del alcance simple del poder legislativo y ejecutivo, y aunque lo asumieron “por encima” de la política, “lo que sucedió durante el siglo veinte es que las prácticas políticas de los liberales rápidamente debilitó la concepción liberal de los derechos”. “La protección de los derechos presuponía que el gobierno sería su defensor, interviniendo para impedir intereses de grupos que violan los derechos individuales y de otros grupos. Para que esta presuposición fuera operativa, el gobierno debería haber !74 resistido efectivamente a las presiones generadas por grupos de interés políticos, por la política de las facciones, presiones implacables que fueron garantizadas para el sistema de elecciones, la contribución a campañas y el lobby. Esta presuposición colapsó debido a que la política norteamericana fue reducida a los intereses de grupos; no había un electorado general que apoyara al gobierno en su rol de defensor imparcial de los derechos. En vez de ejercer el rol de defensor de los derechos, el gobierno asumió una función más consistente con la política de grupos de interés: la de ‘equilibrar’ los derechos contra ciertos temas predominantes del Estado”. A esto le siguió, escribe S. Wolin, “que la sociedad americana se fuera acostumbrando lentamente a la noción peligrosa que derechos, como los subsidios a los cultivos e impuestos, forman parte de lo normal dar y recibir de la política”. “Esta transvaluación de los derechos desde un estatus cuasi absoluto a un de contingencia, fue ilustrado vívidamente por el destino de los derechos económicos que los liberales habían promovido vigorosamente como la respuesta al socialismo”. Los liberales argumentaron que “los derechos políticos eran puramente formales e inefectivos si los ciudadanos no tenían empleos, seguro social, compensación por desempleo, el derecho a organizar sindicatos y a negociar colectivamente, acceder a la educación universitaria y, en general, a un estándar de vida decente”. “Aunque los derechos económicos empoderaron a la gente y les dieron una ganancia en la dignidad, autonomía y buen vivir, esto hizo a los derechos dependientes de un contingente finito de recursos. Tu derecho, por ejemplo, a salud medica necesariamente !75 utilizará recursos que no pueden ser asignados para satisfacer mi derecho a entrenamiento laboral”. Esta traducción de los derechos políticos a los derechos económicos probó ser catastrófica a comienzos de los ochenta. Esto produjo realmente una exclusión generalizada del pobre cuando “con el inicio de la recesión económica, la stagflation y el desempleo, los diversos efectos de basar los valores de la ciudadanía sobre los beneficios económicos se volvió evidente. Todas las soluciones para la profundización de la crisis involucraran el recorte de los beneficios sociales y así la creación o exacerbación de clivajes en la ciudadanía: prejuicios raciales, religiosos, de clase, étnicos y regionales emergieron a medida que los grupos competían por sobrevivir a la declive económica”. La misma dinámica se ha propagado hacia el bloque oriental del capitalismo estatal, a Europa y hacia el tercer mundo durante los ochenta y noventa. ¿Por qué esta conciencia cognitivamente perversa y moral es incapaz de reconocerse como tal? Simplemente porque el mercado social mundial y el consenso social que se supone que lo controla son convocados como autoridades divinas que siempre están respondiendo de una manera favorable y que no pueden cometer errores sobre la verdad social. Se supone que ellos encarnen una certificación mutua infalible de intereses mutuos: ellos siempre tienen razón porque son presumidos como mutuos. Estas autoridades son protegidas por una prohibición autista que nos prohíbe cuestionar a sus oráculos, criticarlos, como ha sido prohibido por la religión de los dioses soberanos y por las religiones monoteístas juzgar y criticar la verdad revelada por los dioses. Debido a que la revelación viene solamente de Dios !76 mismo, es verdadero y requiere una fe incondicional de sus creyentes. Esta prohibición constituye un mecanismo seguro de protección mutua. Una vez que ninguno de los creyentes puede utilizar la palabra divina, ellos no tienen la permisión de condenar sus semejantes en nombre de Dios. Pero esta prohibición otorgó una dimensión autista a este juego del lenguaje religioso una vez que no permitía hablar la única autoridad que está trabajando en la comunicación religiosa, así como también en la experimentación contemporánea de los seres humanos: es prohibido expresar el juicio de la verdad que estamos necesariamente construyendo como nuestros propios destinatarios a respeto de nuestras enunciaciones como hablantes y sobre las enunciaciones de nuestros pares sociales. De hecho, nosotros estamos necesariamente construyendo este juicio a respeto de las proposiciones aseveradas por nuestros pares sociales, pues somos sus interlocutores; pero los hemos también calificado como legisladores de nuestra propia vida y de la vida de eses pares sociales cuando aplicamos nuestro consenso social experimental. Previniéndonos de juzgar estos juicios espontáneos y consensuados, la revelación de este mercado mundial social divino se convierte hoy en día en algo tan autista como las revelaciones religiosas del pasado. La respuesta que el mercado global neoliberal está dando a nuestras preguntas y expectativas parece ser para nosotros algo tan natural y necesario como la respuesta del mundo visible para los científicos. El empobrecimiento contemporáneo de todos los países y grupos de trabajadores, la exclusión generalizada del pobre y la privación económica de los derechos civiles !77 llevan a la desaparición de este juicio común compartido de los seres humanos por el cual estamos luchando y que tenemos el derecho y la obligación de construir sobre nuestras condiciones sociales objetivas de vida. Durante el siglo XVIII, el descubrimiento de nuestra condición democrática no fue tan sólo el reconocimiento del derecho para cada uno de contratar relaciones de propiedad y vender su fuerza de trabajo, sino también el reconocimiento de un estatus equitativo para todos los ciudadanos de este mundo. Primeramente, debido a que ellos eran presumidos de tener la misma razón humana teórica y práctica. La privación hoy de las condiciones estándares de vida y de los derechos civiles es escandalosa e inaceptable porque está robando no tan solo los bienes que son necesarios para que pueda sobrevivir la gente excluida, sino también su derecho a votar: esto es, primero que todo, escandaloso porque es a priori la privación de su razón, de sus facultades de juicio las cuales una vez les permitieron creer que hacían parte de un mundo común de cultura. Debido a esta falla radical de la globalización neoliberal ser intolerable para las personas marginalizadas y excluídos, y producir un sentimiento generalizado de profunda injusticia, ella está provocando una reacción radical en ellos: esta reacción es chamanista. El sentimiento profundo de injusticia ya ha producido durante los años treinta las reacciones radicales y violentas del nacional-socialismo alemán y del capitalismo del Estado soviético. La pantomima de la injusticia social autorizaba a estos regímenes políticos a programar un mundo social chamanista de justicia basada en propiedades raciales o en la reciprocidad entre ciudadanos tanto como legitimizar el !78 acceso a este nuevo mundo de justicia a través de la eliminación de los enemigos externos en el caso del nacional-socialismo o de los enemigos internos en el caso del capitalismo soviético y de disfrutar estas formas diferentes de asesinar a sus supuestos enemigos. Esta recaída de regímenes políticos en dinámicas arcaicas fue un renacer de la emergencia del chamanismo conectado a la religión de dioses soberanos. Debido a que el poder de los dioses encarnados en los soberanos humanos no fue capaz de curar a la gente de enfermedades, de desastres naturales y de la pérdida de la vida, el poder de los chamanes se desarrolló imitando la crisis insoportable, por medio de la neutralización de todos los imperativos y todas las prohibiciones que regularon usualmente la vida humana y dando acceso a todas las deseadas acciones consumatorias. Esta experimentación de una felicidad común intensa y generalizada tuvo un gran poder: el poder de olvidar la crisis y sus causas. El regreso yihadista del DAESH sigue hoy en día las mismas dinámicas arcaicas negativas que la Alemania nacional-socialista y que el Estado soviético capitalista: está dando chamanísticamente al sufrimiento de las masacres de enemigos occidentales y de los auto-suicidas la fuerza mágica de restablecer una justicia globalizada así como a la persona disfrutar al asesinar supuestos enemigos matándose ella misma. Estas experiencias terribles “negras” y chamanistas son más anónimas y autistas que el neoliberalismo mismo y no pueden ser erradicadas por otro tipo de masacres: por la movilización militar de la comunidad internacional en contra del Estado yihadista chamanista, pero es necesario que las causas de estos sufrimientos chamanistas sean tratados y resueltos por la !79 inserción de un juicio eficiente respecto a la experimentación total de la humanidad liderada por el neoliberalismo. Debido al este escándalo cultural producido por el neoliberalismo ser más profundo que sólo una privación de bienes materiales, no es más suficiente cuestionar las empresas multinacionales y los Estados-nación para que redistribuyan la riqueza, el trabajo, la salud y el hogar. Sobre todo, es necesario asegurar la redistribución de este uso de la facultad de juzgar permitiendo a la gente juzgar estas injusticias escandalosas como tales y comenzar a negociar con los grupos y personas dominantes. La única respuesta correcta a este escándalo cultural es una respuesta filosófica y cultural: todos deben reconocer e utilizar el derecho de cada persona usar su propia facultad de juzgar en temas sociales como el derecho humano que es fundacional de todos los otros y asegurar este uso en la democracia internacional que se está construyendo a lo largo de esta globalización del mercado social. 2. La cuestión antropológica del uso terapéutico del juicio filosófico para una democracia internacional Para hablar de esto, uno debe, primero que todo, reconocer como falsa la imagen filosófica del ser humano que aún se utiliza al largo de este empobrecimiento neoliberal. Esta imagen filosófica depende de la concepción dualista del ser humano en el cual la razón, la mente y una buena moralidad tiene que ser el señor del cuerpo, deseos, pasiones e intereses, asegurando de este modo una equilibrada harmonía en el alma humana. La conducción !80 hacia la experimentación liberal con la humanidad por medio del consenso y de contratos universales válidos nos fuerza a descubrir que ya no tenemos que creer que el ser humano es -como cuerpo, deseos, pasiones y intereses su propio enemigo como mente, alma o buena voluntad. Esta conducción hacia un consenso ciego experimental nos ha forzado a reconocer que los orígenes y las dinámicas del pensamiento de la razón humana fueron constituidos por el uso del lenguaje como el poder de emitir y recibir sonidos y de conectarlos a nuestras experiencias. Nuestros deseos no son necesariamente irracionales: ellos están obedeciendo también a una dinámica creativa de la verdad que nos permite juzgar la racionalidad o irracionalidad de lo que ellos expresan. La prioridad del juicio humano en el uso de consenso es condicionar la posibilidad de vida humana y debe ser respetada en la formación de nuestras condiciones sociales de la vida. La razón y el pensamiento son generados por nuestro uso del lenguaje: esto significa que nuestro uso del lenguaje nos obliga realmente a vernos como nuestro propio receptor que debe juzgar sobre la objetividad de nuestros deseos, intereses y acciones éticas con el fin de poder disfrutar estas experiencias y reconocerlas como nuestras condiciones objetivas de vida. Debido a que el ser humano no es un ser bien formado biológicamente, pero nace un año más temprano -si uno lo compara con los mamíferos dotados de similares complejidades- él sólo tiene conductores intra-específicos (nutricional, sexual y defensivo). Él necesita por tanto inventar sus percepciones visuales, sus acciones físicas y las acciones consumatorias a través de la proyección de la harmonía entre sus sonidos !81 emitidos y recibidos en sus relaciones con el mundo, con sus pares y con él mismo. Es por esta razón que el hombre primitivo y los niños tienen que: 1. Hablar animisticamente el mundo por medio del uso del lenguaje como una clase de prosopopeia mágica como Vico y W. Humboldt han señalado que se hace, para poder percibirlo con sus ojos y 2. Sentir esta palabra del mundo como la respuesta del mundo mismo, el cual invariablemente se siente como favorable como la voz de sus madres. Esta harmonía, experimentada en el uso de sonidos debido a la inhabilidad del niño y del hombre primitivo de percibir una diferencia entre sus propios sonidos emitidos y sus propios sonidos recibidos, es la fuente de lo sagrado en la sensibilidad humana, es decir, la fuente de la prosopopoeia sagrada que las religiones colocaron en los labios de los Dioses o de sus dioses. Esta harmonía está imponiendo su propia ley a las dinámicas de imaginación, del pensamiento y de los deseos de la siguiente manera: cada hiato y disonancia con el mundo, con los pares sociales y con uno mismo debe ser superado proyectando una nueva for ma de reharmonización de uno mismo con el mundo, con la gente y con uno mismo: esto se lleva a cabo de acuerdo al uso harmonizado de sonidos y siguiendo el modelo dialógico. Así como espontáneamente harmonizamos los sonidos que emitimos con los mismos sonidos que estamos recibiendo, nosotros estamos pre-harmonizando nuestras percepciones, nuestras acciones y nuestros deseos como la mejor forma favorable por la cual el mundo y nuestro interlocutor nos puede responder. !82 La pre-harmonización cognitiva y lógica por las cuales se comportan las proposiciones por medio de las cuales objetivamos estas percepciones, acciones, pensamientos, sentimientos y deseos es siempre la misma: no podemos pensar una proposición, para producirla sin pensar que esta proposición es verdad, o, en términos de C. S. Peirce: “cada proposición afirma su propia verdad”. Necesitamos pensar nuestras proposiciones como verdaderas para poder objetivizar los hechos visuales, nuestra acción física y nuestra acción consumatoria o deseo de manera a producir la única relación con la realidad que podemos obtener, por ejemplo, la percepción visual del hecho visual o la realización y la percepción de nuestra acción física. Por tal razón, nuestras relaciones hacia el mundo, hacia otros seres humanos y hacia nosotros mismos no pueden ser producidas ni completadas sin juzgar si estas relaciones lingüísticas pre-harmonizadas que se muestran en nuestras proposiciones son o no estas condiciones objetivas de la vida que ellas presumen de manera a que estén listas para poder ser pensadas. Nuestra relación con nosotros mismos es de este modo necesariamente indirecta. No podemos juzgar y transformarnos sin juzgar la objetividad de nuestras relaciones con el mundo, ni tampoco sin juzgar la objetividad del habla o la experiencia del pensamiento que asegura estas relaciones y estas experiencias, es decir, sin juzgar la verdad de las proposiciones que expresan nuestro conocimiento, nuestra necesidad de acción o nuestros deseos. Todas estas dinámicas del alma reposan sobre la auto-objetivación de nuestros actos de habla y se hace explícita por esta. Ella es submetida a la ley de la verdad -en !83 su momento creativo así como también su momento reflexivo: el acto de juzgar su verdad real a través del juzgar la objetividad de la experiencia representada. Uno debe tomar seriamente esta dinámica verdadera del alma, de los pensamientos y de los actos de habla. Esto significa entonces que no podemos aceptar la descripción de los actos de habla que los auto-denominados teóricos de los actos de habla como J. L. Austin y J. Searle usualmente dan de sus características mágicas. Ellos simplemente definen estos actos de habla como los únicos actos que basta designar para realizarlos para completar nuestras intenciones. Esto significa, por el contrario, que todos los actos de habla son descriptibles como afirmaciones de la siguiente forma: “yo afirmo que p es verdad” significa que “p es verdad en la medida que yo lo digo y como lo que es descrito en p existe como yo digo que el es”. Y podemos y debemos redescribir nuestras promesas, por ejemplo, de la misma manera que si deseáramos hacer explicito las dinámicas de la verdad y de objetividad que son internas a ellas: “prometo que vendré mañana” realmente significa “es verdad que vendré mañana como yo lo digo y como, por decir, juzgo a alguien que debe venir mañana y yo soy la persona que debe venir mañana y que vendrá mañana”. No contraigo sólo cierta obligación, como lo afirma Searle, sino que mi enunciado registra mi reconocimiento de la necesidad objetiva de hacer tal y tal acción así como también el hecho de que yo reconozco que debo hacer esta acción a través del juicio verdadero que estoy enunciando. Este acto de habla está creando y registrando en sí tres operaciones: !84 1. afirma el reconocimiento de la objetividad de una acción como un reconocimiento de la necesidad objetiva de necesitar hacerlo; 2. expresa el juicio verdadero por medio del cual el hablante se identifica como la persona que debe hacerlo, y 3. El hablante está diciendo que es tan verdadero que lo hará, como es verdadero que él debe decirlo para expresar que hará lo que él dice hacer. En este acto de habla -si se cumplen estas condiciones- el hecho que iré mañana es afirmado y reconocido filosóficamente como una acción ética. Las declaraciones, órdenes, expresiones de sentimientos deben ser redescritas de una manera similar. Pero el hecho que yo tenga que expresar este acto de habla significa que no puedo juzgar la verdad de las proposiciones como un sujeto privado y solipsista: yo no puedo alcanzar una posición que me permita juzgar esta verdad de una vez por todas desde el punto de vista de Dios. Necesito la aprobación de lo que estoy diciendo por mis pares sociales y necesito sus juicios positivos y afirmativos como la única autoridad que puede confirmar o no confirmar la verdad de este juicio. Debido al uso común y espontáneo de nuestro juicio de la verdad permanecer intacto a pesar de nuestros errores respecto a nuestra facultad mágica de actos de habla y nuestra competencia moral de dominarnos, este uso está siempre funcionando aunque no estemos necesariamente conscientes de ello. La razón es simple: como nuestro propio receptor, nosotros no podemos hacerlo. Esto ya constituye un uso filosófico del juicio, en el cual todos estamos involucrados. Lo que solemos llamar “filosofía” solo es la disciplina intelectual, la cual debe reconocer que este uso del juicio ya está !85 trabajando en nuestro uso del lenguaje. Esta disciplina nos deja ver que debemos ser lo que ya somos. Debemos darnos cuenta y realizar -por nuestras acciones y por la ejecución de nuestros deberes- los modos objetivos de ser que todos nosotros debemos juzgar mutuamente lo que somos y lo que nos está haciendo feliz. Precisamos rechazar y olvidar todas las otras formas de ser. Esta es una ley constitutiva de la formación del ser humano y del reconocimiento de sí mismos en sus culturas (un Müssen). De esta ley de verdad se desprende que debemos compartir nuestros deberes (nuestro Sollen) reconociendo su objetividad y su poder de aplicación. Esta ley es obedecida y reconocida como tal y como común a todos nosotros, incluso si no estamos conscientes de obedecer a esta ley. La filosofía, entendida como una disciplina, no tiene solamente que describir las condiciones del reconocimiento de nosotros mismos en el uso de este juicio, en tanto que muestra los hechos biológicos, psicológicos, sociológicos y lingüísticos, los cuales están asegurando el uso del juicio como conditio sine qua non de nuestra existencia. La filosofía también tiene que demostrar cómo podemos estar conscientemente obligados a hacer lo que normalmente sólo nos sentimos forzados inconscientemente: esta necesidad de utilizar nuestro juicio filosófico puede y debe ser otorgada a nosotros como el derecho a ser lo que tenemos que ser. La cuestión antropológica que está aquí en juego es aquella de la forma filosófica inconsciente y consciente de utilizar nuestro juicio de la verdad para poder vivir, es la única manera que tenemos a disposición para quedar completamente harmonizados con nosotros mismos, con nuestro mundo y con nuestros interlocutores !86 sociales. La paridad entre los hombres y las mujeres se basa en este uso del juicio de la verdad. Este uso es consagrado en su fuente lingüística y ninguna convención política o consenso cultural y religioso tiene el derecho a negar a la mujer la misma habilidad que es reconocida en el hombre: su igual habilidad de juzgar sobre la objetividad de sus propias condiciones de vida. Robar a la mujer su facultad de juicio es robar lo que se le permite vivir. Es robar sus vidas. ¿Pero cómo este uso filosófico del juicio ya trabaja en nuestra vida diaria y en este contexto de una injusta globalización neoliberal aunque no estemos necesariamente conscientes de esto, y aunque este uso colectivo de juicio todavía no se complete de forma teórica y práctica, como, o sea, en su aplicación social? Este uso de juicio filosófico ya está ocurriendo en cada negociación entre gerentes y trabajadores en donde la redistribución de salarios, bienes y valores sociales toma lugar de forma crítica y objetiva para superar la injusticia y exclusión capitalista avanzada. Pero el también ocurre cuando estamos juzgando la injusticia social que es producida por la privación de los derechos cívicos y el proceso de exclusión, el cual se convierte seriamente en una amenaza en las sociedades industriales. Esto está ocurriendo cuando estamos juzgando la explotación del Tercer Mundo por las sociedades industrialmente avanzadas y cuando consideramos esta explotación como una forma de robar las materias primas y las fuerzas de trabajo de estos países de acuerdo a los principios de rentabilidad. Esto ocurre cuando estamos juzgando los ataques especulativos contra los valores financieros como formas eficientes de robar los Estado-Nación y a todos nosotros. La única cosa que está !87 cambiando cuando vemos este reconocimiento de una forma falsa de vivir como un efecto de nuestro uso individual y colectivo del juicio filosófico, es que nos vemos obligados a ver estas acciones escandalosas como creando alguna situación que tiene que desaparecer, porque están realizando acciones en las que somos incapaces de reconocernos. Estos hechos son como otros hechos: ellos no tienen valores y no existen por ellos mismos, ellos no están hablando de forma animista e imponiendo su propia verdad a nosotros como los pragmáticos podrían creer que ellos hacen. Pero tienen que ser juzgados como nuestras condiciones objetivas de existencia para realmente existir. En esta situación escandalosa donde estos hechos son hechos de un empobrecimiento injusto generalizado y exclusión, ellos que tienen que ser juzgados y reconocidos como condiciones de existencia sociales imposibles para todos nosotros. De esta misma forma, nuestro uso del juicio en la vida económica debe ser filosófico. Las leyes de la economía no son sólo leyes que aseguren coherencia y consistencia entre los acuerdos contractuales económicos y las decisiones que deben ser lideradas de acuerdo al modelo de las leyes formales y sintácticas del lenguaje. El juicio de verdad que construye nuestro uso del lenguaje debe ser reconocido para que podamos tornarnos capaces de ver el juicio de objetividad que está viviendo en cada pensamiento, acto de habla y acción: sin este reconocimiento antropológico de la verdad como la dinámica interna del lenguaje y de la vida humana, el lenguaje aparece como un fenómeno que sólo puede ser reconstruido sintácticamente, semánticamente o pragmáticamente. Pero su dimensión de verdad nunca se ve !88 por medio de estas reconstrucciones como constitutivas de la dinámica del lenguaje, de nuestras comunicaciones y de la vida humana. De la misma manera, la economía no es reducible a una ciencia en donde sólo tenemos que aplicar cálculos formales y de probabilidades para poder reconocer las leyes específicas de lógica fuzzy que están animando la existencia randómica de tendencias fluidas de nuestros intercambios de dinero. Estamos obligados a pensar acerca de ellos como tal sólo si asumimos que las leyes ciegas del mercado social, tal como las leyes de demanda y oferta, son el único principio de los movimientos económicos ya que sólo ellos expresarían de manera infalible nuestros intereses mutuos y el consenso generalizado, el cual está hablando a través de los resultados del mercado mundial. Pero el juicio económico que opera la traducción de bienes y de procesos de trabajo a monedas y salarios es tan objetivo como el juicio que toma lugar en el pensamiento y el lenguaje. Debe ser reconstruido y descrito como tal: como animando la vida humana económica en la medida que es humano, y por sobre todo, debe ser practicado. Por lo tanto, la vida económica tiene que ser reconocida como tal y reconstruida como una manera de reconocer y legitimar formas objetivas y procesos de traducir dinero en condiciones de vida necesarias y objetivas, cuya existencia es condicionada por el compartir de nuestros juicios éticos objetivos sobre la aplicación de derechos humanos. Lo que se suele considerar como una mejor posición de las condiciones económicas del mundo tiene que ser juzgado en contraste con la absurda y ciega obligación de producir un crecimiento constante de beneficios e inversiones. Tiene que ser juzgado como un progreso real en nuestra manera !89 de compartir nuestro juicio social y ético objetivo sobre asuntos económicos, y no al revés. Es desde este punto de vista que los Estados-nación pueden y deben exigir a los bancos mundiales una transparencia plenamente cumplida para poder rastrear los orígenes de los ataques especulativos más peligrosos contra el valor de su dinero. Si quieren ser reconocidos como las instituciones objetivas que son y que necesitamos tener, tienen que programar una necesaria extensión de los derechos civiles y de los derechos humanos para la transparencia a este nivel de nuestra democracia internacional y cosmopolita y tienen que concebir los procedimientos legales que les permitan garantizar el respecto a este derecho a la transparencia. El reconocimiento de la objetividad de estas leyes que deben ser creadas y garantizadas por este uso del juicio es ciertamente necesario para constr uir un mundo internacional y cultural común que otorgue a nuestro deseo de felicidad el cumplimiento que estamos mereciendo cuando estamos sometiéndonos a los resultados de este juicio. Traducción de Juan del Valle Rojas. Revisión Técnica de Evandro Vieira Ouriques. Artículo escrito para el II Seminario Internacional de Psicopolítica y Conciencia, realizado por Universidad de La Frontera/Facultad de Educación, Ciencias Sociales y Humanidades, Universidade Federal do Rio !90 de Janeiro/Núcleo de Estudos Transdisciplinares de Psicopolítica e Consciência y Universidade do Porto/Facultad de Letras y CIC Digital Porto, en el Núcleo de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de La Frontera, en Enero de 2016. !91 !92 Capítulo III La política cultural del capitalismo avanzado y el diálogo transcultural !93 I. La política cultural del espíritu capitalista avanzado Las sociedades industriales llamadas avanzadas se felicitan de abrigar las culturas más diversas de las poblaciones a las cuales garantizan la subsistencia al tiempo que protegen su coexistencia. Estas sociedades enarbolan orgullosas la bandera del liberalismo, la tolerancia y el pluralismo democrático. Este multi-culturalismo no está, sin embargo, ligado a ellas como una característica de su carácter “avanzado” o una manifestación de su “esencia” democrática, puesto que está lejos de ser un rasgo “interno”: está mundializado. Si esto es así, lo es gracias a una paradoja: a saber, que es propagado por un pensamiento que sólo atraviesa las murallas de las culturas en la medida que retira de la cultura lo que hace de ella una !94 cultura, el pensamiento liberal. Este pensamiento sólo es capaz de traspasar los muros culturales en la medida que les impone como ley el modo en que establece la ley de la oferta y la demanda que rige el mercado mundial como ley de experimentación total del hombre y que reduce toda cultura a un “patrimonio”, a un “negocio”, llevándola así inexorablemente a un desierto, el desierto del autismo colectivo. Y el sistema liberal debe su poder de propagación al hecho que él es también, a su manera, “cultural”: antes de ser un sistema económico, él constituye un modelo lógico y dinámico de política cultural. Como cálculo social de la satisfacción mutua de los deseos, el capitalismo neoliberal contemporáneo, privado o estatal, tiende a transformar al hombre de modo que pueda satisfacer el máximo de sus deseos sin dejar de volverlo autónomo respecto de ellos: predica para ello una moral de la autonomía hacia estos últimos. La vida política debe transformar directamente al hombre de manera que haga visible tanto esta satisfacción pleonéxica de los deseos humanos como esta autonomía en sus acción y en sus relaciones con otros, al modo en que la experimentación científica del mundo visible debe transformarlo para hacer visible la verdad de las hipótesis científicas. La política cultural de la justicia en el capitalismo avanzado consiste en efecto en transferir al campo social la lógica de experimentación del consenso científico con el mundo visible, haciendo del consenso con los demás una instancia de confirmación o de rechazo de hipótesis de justicia, una instancia trascendente respecto de los deseos de los individuos: de este modo hace operativa la moral provisional de Descartes en la experimentación pragmática !95 del hombre. La búsqueda de una certeza de justicia análoga a la que persiguen las ciencias transforma esta experimentación liberal en una pesquisa cartesiana de la auto-certificación social. En este contexto de experimentación, los interlocutores se experimentan a sí mismos y unos a otros por medio de sus actos de habla. Como los científicos aspiran al consenso de sus hipótesis con el mundo visible para hacerle responder afirmativa o negativamente a la pregunta: “¿es mi hipótesis verdadera?”, asimismo, los interlocutores interrogan el consenso con sus interlocutores en la comunicación para hacerlo confirmar o rechazar la hipótesis de vida que buscan hacerles compartir por su acto de comunicación. Así estos experimentan la sapientia universalis otorgada por las instituciones jurídicas, morales y políticas de la modernidad, del mismo modo que los científicos experimentan la mathesis universalis. El juego de lenguaje de la ciencia se transforma así en forma de vida universal: en experimentación total de la humanidad del hombre. Esta universalización parece válida en la vida social como en la vida psíquica, puesto que esta experimentación no ha hecho más que descubrir que la misma vida mental no es sólo un proceso de experimentación comunicacional de sí, un diálogo consigo mismo que sólo encuentra su autorregulación por la vía sensible, afectiva, cognitiva, práctica y consumatoria del individuo en la medida que se armoniza con el diálogo que este individuo mantiene con sus pares sociales. La mundialización entonces se produce hoy día como un proceso de desbordamiento cultural de los Estados de !96 derecho por las multinacionales y los mercados financieros. Los efectos positivos de la fusión de las multinacionales se imponen bajo el aspecto de una puesta a punto de la adaptación de la oferta a la demanda, como sumisión de las ofertas, de los productos y de las relaciones de producción a los dictados de las demandas consensuales. Esta adaptación enarbola orgullosa su independencia respecto de los Estados-nación y de los partidos políticos al tiempo que desafía sin escrúpulos sus imperativos y sus prohibiciones rígidas y arbitrarias. Pues ella invoca para legitimarse una objetividad que depende de la satisfacción universal y efectiva de un máximo de deseos y un respeto de la independencia autárquica de los individuos y los pueblo: representando toda regulación social como consecuencia lógica de los progresos en la homogeneización del mercado mundial y haciéndola aparecer como tan objetiva como el progreso científico y técnico mismo. Es en este contexto que se propaga un multi-culturalismo respetuoso de todas las culturas, cualquiera que sean, por el sólo hecho de existir como encarnaciones de consensos nacionales o minoritarios, como juicios sociales y comunitarios validados por estos consensos. Estas culturas son, sin embargo, tan impotentes como estos consensos para asegurar el dominio tan deseado del hombre por sí mismo así como el goce de este dominio como felicidad cultural. Esto porque este multiculturalismo se contenta con tomar nota de la pluralidad de las morales, de los sistemas jurídicos y de los sistemas políticos asociados a las diversas culturas e invitarlos a una comprensión de otras culturas !97 como si su pura y simple existencia los justificara por sí misma. En un contexto donde la experimentación mutuamente ciega de las cultural produce las catástrofes mundiales que este siglo ha conocido y no ha hecho más que desencadenar guerras puesto que ha puesto en peligro a estas mismas culturas substituyéndoles las prácticas barbáricas, es de la mayor importancia distinguir el aspecto positivo de las culturas que inscribe en los hábitos de pensamiento y de acción de los grupos humanos un logro irreversiblemente logrado de formas de humanidad, del aspecto negativo, por el cual las culturas mantienen hábitos consensuales, éticos, locales o nacionales de pensamiento y de acción que impiden toda relación humana y neutralizan por adelantado todo diálogo intercultural. El diálogo intercultural se revela como una necesidad de una puesta a prueba de la capacidad de cada cultura de proponerse como una forma de vida que todos sus participantes puedan asumir. Necesita recurrir al diálogo universitario entre culturas como uno de sus componentes esenciales. El discurso universitario no es una ocasión cualquiera para la afirmación de una cultura: es la instancia por la cual esta cultura toma conciencia crítica de sus límites en la comprensión misma que ella tiene de otras culturas. Aparece como una respuesta a la necesidad de sacar el diálogo intercultural de una mera relación de comunicación y de registro de una comprensión recíproca o de una incomprensión recíproca. Por su intermedio emerge la posibilidad de discernir de qué manera las necesarias relaciones de complementariedad cultural develan constantes antropológicas que sólo pueden ser reconocidas !98 como tales en la medida que son adoptadas por los participantes de las diversas culturas implicadas: es este discernimiento crítico el que hace posible un diálogo transcultural. Es en este discurso crítico que las fronteras propias de las diversas culturas pueden ser efectivamente distinguidas y que manera en que los participantes pasan estas fronteras puede ser integrado en la cultura de referencia. Pues el respeto de las culturas en el diálogo cultural no se pude limitar a una actitud formal de reconocimiento de la existencia de otra cultura a la manera en que el derecho nos obliga a respetar el derecho a la existencia de otra persona. No puede permanecer meramente cosmopolítico sin validar más que una igualdad formal entre culturas, de manera análoga a aquella que el derecho quiere promover entre ciudadanos autónomos. Debe ser un respeto ejercido en el acto mismo de la crítica por medio de la cual una cultura reconoce el deber de integrar aquello que le falta y que ha servido de base a la cultura con la cual entabla un diálogo. Este reconocimiento es acto de la especificidad de otras culturas, de su validez antropológica y de su aporte real a la construcción de una humanidad tan coherente con su deber ser que está obligada a serlo efectivamente, condiciona el intercambio de la fuerza crítica del discurso universitario en el diálogo intercultural. Él constituye un desafío, pero también una oportunidad para un ser humano que se dedica a la experimentación de sí mismo por la mundialización económico-política. Este reconocimiento constituye un desafío y ofrece una oportunidad. Por qué? Mientras la coexistencia de las culturas en el multiculturalismo cosmopolítico parece ser !99 suficiente como para asegurar su mutuo respeto y su sumisión a la cultura económica única, esta engendra no obstante la guerra de las culturas y revela así los límites ineluctables del diálogo intercultural que desea superar. Este último es en efecto concebido bajo el modelo de la república de los espíritus soñada por la Aufklärung de las Luces francesas y alemanas, y se encuentra derrotada justamente allí donde se creía invencible: en la propuesta de una igualdad innata entre los seres humanos, reconocidos como “personas” y en la institucionalización de esta igualdad por medio del reconocimiento de su estatuto de “ciudadanos”. Las culturas son respetadas de manera puramente formal como si constituyesen verdaderas personas, personas morales. Habrá que respetarlas en la república cosmopolítica de las culturas como si todas estuvieran en posesión de un patrimonio único de verdades y de valores del que exigen un respeto mutuo, independientemente de su contenido. Pero esta coexistencia no puede permanecer pacífica, pues los individuos y grupos buscan encontrar en su propia cultura la identidad y el reconocimiento que la globalización neoliberal les niega. La mundialización económica parece imponerse de hecho no sólo como “globalización” que impone a todos los países las leyes de mercado así como su desregulación, sino que legisla las diversas mundializaciones culturales que la acompañan o la constituyen: la mundialización del liberalismo político neoliberal, la mundialización de las culturas occidentales y orientales, religiosas o secularizadas, la mundialización de los sistemas !100 de ong’s de solidaridad y de protección, la mundialización de las artes, las ciencias y las técnicas. Además aunque esta mundialización produce el sistema de pauperización y de exclusión más eficaz que uno pueda imaginar, al mismo tiempo por contraste parece hacer surgir un mundo cultural del que también dicta la ley de formación: ella hace brotar una opinión pública internacional inédita que se nutre por un proceso universalizado de intercambios, donde la deslocalización cultural de todos respecto de los Estados provoca procesos asociativos inéditos de creatividad y de emancipación crítica. La independencia conquistada respecto de los Estadosnación por estas mundializaciones culturales que se ofrecen como antídotos a la globalización ofrecería así por primera vez una fuente de emancipación intelectual y crítica inédita. El mayor mal, la mayor injusticia social, aquella que engendra la globalización, pareciera producir el mayor bien, la emancipación intelectual y cultural forzada de los pueblos y los individuos respecto de sus condiciones materiales de existencia y de su alienación en el consumo. Pero esta mutación no se operará mágicamente ni tan fácilmente. Pues ésta desencadena una guerra de culturas. Esta guerra se funda sobre la transferencia de la pretensión hegemónica de los Estados en el dominio cultural: como pretensión de universalizar una cultura particular como una cultura mundial. El sometimiento de todos a los juicios comunitarios supone así una primitivización de las diversas culturas en las que la identificación al consenso cultural reproduce la identificación de las sociedades arcaicas con la palabra de sus dioses e intenta instaurar una desigualdad cosmopolítica entre culturas que depende de su pretensión !101 hegemónica a la verdad. Hay que poder sobrepasar esta pretensión sin reproducirla en la mutación cultural que se pretende producir a través del diálogo transcultural, sin pretender, por ejemplo, imponer a todo el planeta, a través de los derechos humanos, la cultura republicana heredada de la modernidad europea. Esta guerra condena a las comunidades a recaer en una suerte de totemismo consensual donde el otro está equivocado desde el momento mismo que pertenece a otra comunidad y por lo tanto a otra cultura. La guerra por los diversos monopolios culturales reactiva los fundamentalismos de todas las religiones y transforma a las culturas en poderes que afirman al mismo tiempo el poder y la universalidad de su espíritu crítico, y la invalidez del espíritu crítico de las otras culturas. Porque las diversas culturas imitan la persecución global de los monopolios y buscan imponerse ellas mismas como la verdad universal de la vida humana y de las sociedades, haciendo desaparecer las otras culturas del mismo modo como la competencia de las empresas liberales y su crecimiento económico se encuentran sobrepasados por la aparición de monopolios bancarios, industriales y comerciales. De este modo, las culturas quedan eximidas de operar cualquier crítica hacia sí mismas. Actuando así, se descalifican como culturas pues siguen el modelo de una experimentación total y ciega del ser humano, inspiradas en esto por la política cultural liberal. Para maximizar la satisfacción del deseo al tiempo que se respeta la libertad de todos, la experimentación liberal del ser humano erige el consenso entre los actores sociales como la única instancia capaz de juzgar las hipótesis de vida experimentadas en la !102 vida económica y cultural. Este consenso se propone como la única potencia cultural que parece fundar como tales tanto a las comunidades globales como a las comunidades locales. Lo hace del mismo modo en que la experimentación científica establece una correspondencia entre la hipótesis científica y el mundo visible, considerando así este acuerdo como la forma más elevada de confirmación de su verdad. Parece ser el garante de una vida social moral y justa, parece fundado sobre la “naturaleza interna” de los individuos (sobre sus creencias, sus deseos y sus intenciones de actuar) tal como el consenso científico se funda sobre la “naturaleza externa” del mundo visible. En este contexto, un comunitarismo cerrado caracteriza el renacimiento pseudo-político de los sectarismos religiosos y la marginalización del os individuos que lo acompañan, Pues los fundamentalismos contemporáneos identifican a los miembros de la sociedad como si fueran “groupies”, como si fuera esencial para el interés del grupo que todos los miembros de la comunidad tuviesen un interés exclusivo por su comunidad cerrada y como si estuviesen obligados a obedecer ciegamente a sus prescripciones. En las comunidades cerradas de Estados Unidos, se deben proteger a sí mismos con la ayuda de una policía privada como si cada miembro de una comunidad extranjera constituyese un enemigo virtual. En las comunidades islámicas cerradas, pueden obligar a las mujeres a eximirse de toda educación y a obedecer ciegamente a sus maridos. La misma Unión Europea, se creía campeona de la justicia social y la abogada de los !103 países en vías de desarrollo y servir de este modo, de contrapeso a un neoliberalismo ciego. Pero ella se cierra a toda intromisión de los ciudadanos que provienen de países en vías de desarrollo instituyendo una limitación selectiva de la inmigración de extranjeros, la que tiene como objetivo privar a esos países de sus elementos más competentes aceptándolos sólo a ellos. En cada caso, la identidad de estos grupos parece estar asegurada si y sólo si este retorno ciego al totemismo arcaico se ve salvaguardado por las instituciones estatales guardianas del consenso. Esta experimentación cultural es por lo tanto tan ciega como la experimentación del capitalismo mundializado. Los conflictos interculturales que oponen a las comunidades, son ellos también igualmente ciegos en la medida que olvidan juzgar la objetividad de su propio consenso y del consenso que emerge en las otras comunidades. Pero, ¿la cultura liberal no ofrece acaso una oportunidad inédita para aceptar este desafío? Hasta el momento de su aparición, ¿la cultivación de sí mismo y el cuidado de sí mismo no estaban acaso confinadas en el campo de una creación de sí mismo tan libre e irresponsable como se supone es la creación artística? ¿No dejaban el campo libre al libre juego de la inteligencia y de la imaginación cuyas obras sólo podían ser juzgadas mediante un goce sin concepto? ¿Si se identifica a la filosofía con la política cultural del capitalismo avanzado, como parece, proponer Richard Rorty en su obra final, no estaríamos transformando en un destino la neutralización mutua de las culturas? !104 II. La terapia europea del espíritu capitalista y sus limitaciones antropológicas Los efectos negativos de esta “política cultural” parecen por su parte tan inevitables como objetivos nos parecen sus efectos positivos. El refuerzo de la asimetría social, de la desigualdad y de la dependencia entre países ricos y países pobres, el desempleo en las sociedades industriales avanzadas debido a la delegación de la producción a una mano de obra de países convenientes por baratos, la exportación de la impotencia de los Estados de derecho hegemónicos para controlar la especulación financiera, el crecimiento de la exclusión social de los pobres, las recaídas racistas y nacionalistas de la injusticia y de la exclusión, la importante producción de hambrunas en los países en vías de desarrollo que castiga hoy en día a través de una especulación financiera extendida hacia la desregulación de las monedas de los Estados, todas estas calamidades se nos aparecen como catástrofes tan masivas e inevitables como las catástrofes naturales: en ellas desaparece por supuesto la capitalización de las gratificaciones y de la libertad que debía garantizar a cada uno el acceso a la tan deseada armonización, a la administración justa de los derechos, los deberes y los bienes. Esta confirma el diagnóstico realizado por Max Weber sobre el futuro de la humanidad y valida su reducción de la racionalidad ética a una racionalidad funcional, aplicada esta vez a la historia misma. El único cálculo que realiza esta mundialización apunta a una maximización de las gratificaciones al menor precio posible y a la eternalización de la oligarquía adaptada a esta finalidad. Sus resultados son !105 validados en tiempo real por el oráculo del mercado, por un oráculo justificado por el consenso experimental, que regula la adecuación de los lazos sociales al progreso científico y técnico. El detenta su rol de última instancia de juicio colectivo que reconoce su objetividad y valida de esta forma la privatización económica y política del mundo en nombre de la rentabilidad funcional de la unificación universal de las fuerzas de producción. Sin embargo, estos resultados desastrosos obligan a la humanidad actual a admitir que no puede reconocerse en este “último hombre”, ella se ve confrontada a sí misma como a un problema cultural del cual parece no tener respuesta. Ella se ve obligada a admitir la falsedad de la imagen antropológica que la obliga a intentar reconocerse en ella al tiempo que le prohíbe hacerlo: la identificación del ser humano con su ideal moral, perseguida como voluntad de someter al espíritu la irracionalidad de los deseos, de las pasiones y de los intereses, al cual ella reduce al hombre como ser sensible, apuntando con ella a asegurar al ser humano su propio dominio de sí mismo del mismo modo que éste llega dominar científica y técnicamente el mundo. La experimentación cultural y total a la que se entrega el ser humano para acceder a este dominio de sí mismo encierra, sin embargo, la solución de este problema aún si ella parece sometida también a esta búsqueda de control7 . Puesto que esta experimentación intenta instaurar un consenso comunicacional y democrático, y reconoce en él su única fuente de legitimación, ella no le muestra no obstante la falsedad de este ideal moral de dominio de sí mismo y la incapacidad de encontrar en él la fuente de una armonía consigo mismo que, revelándole la dinámica de !106 comunicación a la cual la deficiencia de sus coordinaciones biológicas con el entorno lo ha obligado a entregarse para crear instituciones y psiquismo a la imagen de esta comunicación, volviendo insignificantes tanto este apetito de control de sí como la frustración infligida hoy día a este apetito por la globalización. Los sociólogos nos han descrito desde hace tiempo estos efectos: la primitivización de las relaciones sociales e intersubjetivas reducidas a las acciones de consumación alimentarias, sexuales y agresivas de las cuales ellas administran el acceso, la pérdida del sentido de la realidad y la sublimación de los fracasos psíquicos, sociales y políticos en un imaginario para el cual todo es posible, la voluntad de controlar mediante la programación lógico-matemática y los éxitos de una tecnología imparable aplicados a las operaciones de la más impresionante envergadura, los procesos de pensamiento que acompañan o guían esta experimentación cotidiana o política del ser humano. Esta primitivización y estas veleidades vacías e impotentes de regulación lógico-matemática del pensamiento constituyen los fenómenos en los cuales se auto-falsifica la imagen antropológica del hombre en la experimentación capitalista de sí mismo. J. Habermas y A. Gehlen han descrito desde hace tiempo este proceso como consecuencia de la pérdida de la identificación respecto de las Terceras personas y como desintegración de toda instancia de autoridad. Ellos han llamado a este proceso “neutralización de las instituciones y del psiquismo”, el primero, y “crisis de racionalidad, de legitimación y de motivación”, el segundo. Identificándose con el científico que conduce experimentos sobre las leyes !107 internas de los mundos de hechos observables, el hombre contemporáneo ya no podría derivar de la percepción y la descripción de estos hechos ninguna prescripción o inhibición conductuales. La neutralización del psiquismo humano y su incapacidad para servir de soporte a lo que entendemos por “persona” provendría del hecho que hacemos desaparecer toda identificación a un tercero, toda identificación a un ideal que a la vez atrae y obliga: se buscaría aplicar al “mundo de hechos internos” que es la vida psíquica de cada uno, el mismo tratamiento científico y técnico que aquel que se instaura con el mundo de hechos externos. Buscando adaptar teórica y prácticamente el mundo de los hechos psíquicos a las figuraciones literarias, sociológicas, psicoanalíticas, históricas o publicitarias el hombre intenta vivir su vida por todos los medios posibles como otro respecto de su identidad previa: él se experimenta. Él se entrega así a una relación inédita con la acción. Él hace variar en todos los sentidos posibles los medios de figuración, los medios de pensamiento y los procedimientos disponibles, él intenta incluir todo lo que puede para ver qué resulta, pues para él se trata de ver que es lo que puede obtener de improviso a partir de una manera de proceder ligada en principio a un objetivo dado. Generalizada a toda acción y a la acción comunicativa, en particular, la relación experimental respecto de la acción hace que ésta deje de ser un medio para un fin concebido de antemano: ella es aquello por lo cual es producida la situación-efecto a describir. Ya no se tiene una meta prevista y determinante que desencadene las reacciones apropiadas a su realización: se vuelve aquí inválido el esquema clásico de !108 las teorías de la conciencia reguladora de la acción que servía de apoyo a la realización de la personalidad y al respeto de su soberanía. Los individuos se identifican mutuamente y a sí mismos mediante acciones de experimentación que desencadenan efectos desconocidos. Asimismo parece ser que sería suficiente reinstitucionalizar en el diálogo intercultural mismo la comunicación como institutio princeps para reactualizar el sueño filosófico de un dominio de sí y de los demás, exhortando a cada uno obedecer al consenso y permitiéndole así sobreponerse a la guerra de las culturas. El sentido de la ética trascendental de K. O. Apel y de la pragmática universal de J. Habermas es de hacer pasar a la práctica sociopolítica efectiva este reconocimiento cultural que el hombre contemporáneo intenta de sí mismo, de su igualdad de participante como ser de lenguaje: parece a la vez necesario y cómodo distribuir en partes iguales este dominio cultural 8en el diálogo intercultural. La solución propuesta es, lo sabemos, institucionalizar la comunicación, dándole a la opinión pública en toda cultura el poder político legislativo en virtud de la facultad de juicio crítico de la que se supone provista. Puesto que todo derecho, toda moral ordinaria o toda moral del lenguaje ven sus condiciones de realización limitadas y dictadas por un juego de fuerzas políticas basado en una dinámica económica, puesto que esta dinámica que aparece como inválida al hombre contemporáneo y produce sus crisis de motivación, se debe tener en cuenta estas crisis para sacar de ellas todo el provecho cultural posible. El desafío es invertir las relaciones de dependencia de la vida social respecto de las relaciones económicas de !109 producción haciendo que la expansión económica y técnica se vuelva dependiente de la dinámica cultural propia de la comunicación, plegándola a la racionalidad crítica de la que ésta se encuentra encargada. Se supone que gracias a la comunicación los interlocutores son capaces de seleccionar sus deseos en función de la capacidad que tengan de convencer a sus interlocutores de la racionalidad de los mismos. Es, en efecto, en el contexto de los fracasos de la interacción social regulada por la comunicación que se pueden seleccionar los buenos fracasos: el rechazo generalizable de leyes caducas, y los malos fracasos: aquellos que manifiestan una falta de racionalidad y expresan una exigencia racional. ¿Qué es lo que presupone toda situación de comunicación para ser legisladora? Los interlocutores no pueden no considerarse desde ya idénticos a aquello en lo que deben convertirse gracias a la comunicación y a lo que sólo pueden producir gracias a ella: hacerse autónomos uno frente al otro en el contexto de una relación efectiva de paridad y simetría. No se pueden permitir no presuponer la realidad de esta autonomía que deben producir respetando las reglas de la simetría que impone la situación y el desarrollo mismo de la comunicación. Ellos deben presuponer como una realidad la situación ideal de autonomía comunicativa social y psíquica que deben producir. Los interlocutores deben reconocerse como efectivamente sustituibles unos a otros en sus prácticas de enunciadores y de agentes: por este medio, hacen que la práctica de la comunicación por la cual producen la situación de comunicación como situación social, se adapte a las condiciones de existencia de todos los interactuantes. !110 La simetría de los agentes, el respeto por el interlocutor a quien se deja hacer y decir lo que quiera, el respeto de la alternancia en la práctica de los roles comunicativos deben impedir privilegiar cualquier relación de heteronomía que pudiese hacer que uno de los interlocutores utilice al otro para alcanzar sus propios fines o lo fuerce a reconocer como verdad algo que está seguro que es falso. Todo interlocutor es reconocido como igual a los demás en la medida que se lo supone sujeto y legislador eventual de la comunicación y sus relaciones sociales. La identificación como alguien capaz de hacer aceptar por medio de un discurso argumentativo teórico-práctico la validez de las normas que predica solicitando que se admita su rectitud, canaliza por sí solo el deber de decir la verdad, de expresar verídicamente sus intenciones y de adherir legítimamente a las convenciones mediante las cuales se reconoce la rectitud de ciertas acciones y de las relaciones sociopolíticas que estas convenciones instauran. Esta teoría tiene el mérito de reconocer la realidad de la imagen social que los individuos tienen de sí mismos y hace valer por sí mismo en el momento de la comunicación. Pero su falla, observable en la invasión de la política cultural capitalista en Europa, consiste en tomar esta imagen como la realidad del enunciador. Consiste en hacer de éste un sujeto social, una persona moral y reforzar por medio de una teoría ideológica del diálogo, el proceso de crisis de racionalidad, de legitimación y de motivación que ella desea permitir sobrepasar: es precisamente porque los individuos se rigen sobre esta imagen de sí mismos para regirse ellos mismos, por la comunicación, lo que las instituciones desfallecientes no alcanzan a regular por adelantado para !111 ellos (haciendo reconocer la validez de las leyes institucionales en vigor), que ellos refuerzan el desfase entre, por una parte, lo que ellos piensan que son: su imagen de sí mismos, y, por otra parte, lo que ellos hacen efectivamente de sí mismos: su propia práctica experimental. La justificación de las normas en función del carácter generalizable de las necesidades no hace en las democracias deliberativas propuestas por J. Habermas más que reforzar los procesos de primitivización: no parecen con certeza universalizables más que las necesidades primitivas y las normas más tradicionales que las rigen. Todas las demás necesidades se convierten en el lugar de? una incertidumbre social exacerbada: desde el momento que un interactuante expresa una necesidad derivada, cultural o culturalmente condicionada, siempre será posible sospechar un deseo de dominación, una relación de fuerzas asimétrica, un deseo inevitablemente privado. Presuponemos así lo contrario de los que se deben presuponer que es el interlocutor, lo contrario de lo que la situación de paridad comunicativa nos obliga a suponer: de juez y sujeto de sus palabras y actos, descienden al rango de tirano poseído por sus afectos y sus instintos. La ritualización republicana de la comunicación normativa no induce otra cosa que una ritualización de las leyes: solo las leyes que regulan los instintos intraespecíficos de nutrición, de sexualidad y de agresividad aparecen como válidos en la medida que toda ley regula una necesidad no fundada sobre un instinto intraespecífico, toda ley “cultural” parece poder ser buscada para realizar los deseos privados de los legisladores-sujeto del consenso. Del mismo !112 modo, la transposición del modelo de Apel y Habermas de regulación en el diálogo intercultural deja intacto el espacio agonístico, en la medida que cada cultura tiene buenas razones para acusar al otro de fundamentalista e integrista, a catalogarla en una actitud de recaída en un consenso arcaico y a excusarse así de escucharla. Esta proposición de pragmática ético política no hace entonces más que devolver al espíritu republicano la identificación respecto del Tercero que anima desde ya el liberalismo pretendiendo instituirla como instancia ética. De este modo refuerza, sin embargo, la enfermedad capitalista mientras supone que mejora. La autocertificación cultural que se busca en el diálogo intercultural así concebido reanima la identificación con el Tercero de consenso, asimismo la voluntad de regular cognitivamente el consenso cultural es indistinguible para uno y otros de la voluntad de poder que busca imponer su propia dinámica de reflexión crítica a las demás culturas. III. La política transcultural de la verdad Esta intensificación mundializada de la ceguera colectiva, de la injusticia social y de la guerra de culturas no es más que el síntoma de una enfermedad de la reflexión y derivan de un error filosófico sobre la “naturaleza” del hombre. Esta enfermedad y este error sólo puede proliferar a favor de estos fenómenos ignorando la dinámica de comunicación y de juicio propia del psiquismo humano, de las democracias y de las culturas. Esta enfermedad está basada en un error filosófico heredado de la institución princeps de la política, la religión !113 de los dioses soberanos: sobre la creencia de que el espíritu y la palabra colectivos, encarnados como dioses soberanos en el espíritu ¿la palabra del soberano del grupo son suficientes, en tanto encarnaciones de la armonía del mundo y del hombre, para permitir al ser humano el dominio de sus deseos y de su cuerpo por el espíritu, un espíritu concebido él mismo como una alma colectiva e individual. A partir de Platón, las relaciones de antagonismo de los deseos, que supuestamente reproducían el antagonismo perpetuo de los dioses, fueron generosamente traspasadas a los hombres como “naturaleza” determinante, derivada de la caída del espíritu en el cuerpo y luego como politeísmo liberal de los valores, tal como lo había descrito Max Weber. Esta naturaleza agonística se vio proyectada por la modernidad en las relaciones intersubjetivas y políticas hasta hacer del hombre, en tanto deseo el enemigo de sí mismo en tanto espíritu, y a transformarlo, según el famoso adagio de Hobbes, en lobo de sus semejantes, antes de hacer de la política en el liberalismo la política de los grupos antagonistas de intereses y de la cultura, el espacio cosmopolítico de la guerra de culturas. Se trata aquí de un error filosófico, debido a la ignorancia en la que se encontraban tanto la antigüedad como la modernidad respecto de la manera en que se engendra en el hombre la relación con el deseo como relación racional a priori y derivados de su identificación al lenguaje. La razón de esto es simple: no podemos pensar estos deseos sin concebirlos a través de proposiciones y no podemos pensar todas estas proposiciones sin pensarlas como verdaderas. Además es simplemente falso buscar protegerse de ellos con la ayuda de un sistema de defensa política infalible, sino !114 que se impone someterlos al juicio de verdad como se somete a él toda proposición cognitiva. Este error estaba acoplado a una creencia que se reveló, también, falsa: la fe histórica, es decir, la creencia moderna de que el hombre puede transformarse directamente a sí mismo, de acuerdo a las exigencias de la conciencia moral. Está acoplado también a la creencia contemporánea de que le es posible transformarse de acuerdo a las exigencias éticas de la experimentación liberal o de la discusión argumentativa. Se trata en todos estos casos de encarnar la justicia de la política cultural liberal o de la razón argumentativa en un sistema comunicacional parlamentario, judicial y administrativo: este sistema debe, en ambos casos, funcionar como el análogo rígido de un instinto que liga a través de correlaciones biunívocas los estímulos, reacciones y acciones consumatorias, como un sistema que debe transformar en sí mismo al “animal mal formado” (L. Bolk) y “todavía no fijado” (F. Nietzsche) que es el hombre en un ser vivo bien formado: en un sistema rígido e infalible de coordinaciones de un solo y único sistema de acciones y deseos, a un solo y único sistema de percepciones cognitivas y estimulantes. Esta concepción del zoon logicon, heredada de Aristóteles y retomada por los utilitarios y los moralistas, sigue presente en la concepción de los intereses propia de la política cultural liberal así como en la democracia deliberativa. Esta concepción antropológica no es por ello menos falsa en la medida que desde el principio en el hombre, este prematuro crónico9 desprovisto de instintos extra-específicos, no existen más que los instintos intra-específicos de consumo alimentario, de sexualidad y de defensa. Se busca en vano, !115 entonces, instituir a partir de ellos, coordinaciones institucionales y culturales al ambiente físico y social que sean tan rígidas e infalibles como los instintos de los animales bien formados. Así, cuando se busca una solución político-cultural al problema planteado por la experimentación total, se recurre al poder de la palabra utilizada para proteger al hombre respecto de la agresividad de los demás, tal como ella se reconocía de esencia pública en las religiones de los dioses soberanos, instituciones princeps de la vida política. Es en este uso político de la palabra que se busca un análogo del instinto de regulación y que se limita arbitrariamente el uso cultural de la palabra a su uso jurídico, moral y político. Todo esto se hace postulando, de manera inconsistente respecto de la proposición de una “naturaleza heterónoma, incluso instintiva” en el hombre, que este puede y debe acordar libremente y de manera responsable su adhesión racional a estos sistemas necesarios de regulación social y cultural de la vida. Ahora bien, la antropología del lenguaje ha descubierto en este siglo que el hombre, como ser de lenguaje, nunca ha podido y aún no puede nunca transformarse más que indirectamente: por intermedio de la identificación arcaica primero respecto de los dioses y luego hoy, tomando el desvío del juicio de verdad que aplica sobre sus propias condiciones de vida. La posición del acuerdo de sí mismo consigo mismo, con el otro y con lo real que funda todo pensamiento y toda palabra no constituye solamente un principio regulador, válido en el reino de los fines, sino que es constitutiva de la identificación del ser vivo humano con los sonido y regula, a este título, tanto la armonía del !116 pensamiento con lo real, como lo hace con la armonía con los demás. Ella hace que el hombre objetive sus deseos y sus acciones del mismo modo que objetiva sus percepciones y sus conocimientos: proyectando la armonía de los sonidos emitidos y los sonidos escuchados en sus percepciones, en sus deseos y en sus acciones para poder darles existencia, separarlos de sí mismo y hacerle reconocer si estas percepciones, estas acciones y estos deseos constituyen también realmente sus condiciones de existencia, que ha debido pensar que era idéntico a ellas por el hecho de haber podido pensarlas. Ella es por lo tanto, aquello que debe juzgarse de manera tan real que ha tenido que presuponer que lo era para poder situar a cada uno frente a estas percepciones, frente a estos conocimientos, frente a estas acciones y frente a estos deseos como condiciones de existencia, como realidad de su mundo. Esta armonía se le impone por el simple hecho que no es capaz de distinguir los sonidos que emite de los sonidos que escucha en el momento mismo en que los emite. Es esta identidad la que es imitada en toda proposición como movimiento de proyección referencial de los sonidos en las cosas y como movimiento de recepción predicativa de lo que, en las cosas, hace de ella realidades para nosotros. Toda emisión y toda comprensión de proposición imita este movimiento de emisión-recepción fono-auditiva que las lleva, sean pronunciadas o simplemente pensadas, pues este movimiento no permite aislar aquello respecto a lo que se habla o se piensa más que concibiéndolo como idéntico a la propiedad o a la relación identificada por el predicado. !117 Si el hombre es un ser lingüístico que necesita ejercer su juicio y producir la aceptación de su verdad por sus pares sociales para hacerse reconocer como ser humano por esos mismos pares, la igualdad con los demás y la libertad de acción no pueden ya ser consideradas pura y simplemente como propiedades innatas poseídas a priori por todos y que habría que defender como uno defiende su derecho a apropiarse de un objeto: estableciendo contratos que registran la tutela de los propietarios sobre sus posesiones y prohibiendo a los demás de hacerse de ellas. Como auditor y alocutario de otro y de sí mismo, cada uno está llamado a juzgar la objetividad de sus condiciones de vida y a actuar en función de la verdad de los juicios que es capaz de compartir. Su juicio de verdad reposa exclusivamente entonces sobre este ejercicio y sobre este acto de compartir, condición ineludible del reconocimiento de su objetividad efectiva. Este juicio se relaciona tanto con sus conocimientos y la rectitud de sus acciones como con la objetividad de los deseos que cada uno debe reconocer como humanos. Así no es suficiente reconocer a cada uno, por contrato, la libertad de actuar según los resultados de estos juicios, sino que hace falta poder crear las condiciones para que cada uno pueda reconocer y hacer reconocer su verdad. El derecho al ejercicio de este juicio de verdad está en la raíz de todo derecho pues este ejercicio de la facultad de juzgar descansa sobre la capacidad de objetivar las condiciones objetivas de vida, sobre las verdades a las cuales él permite acceder, así como a su puesta en común. Este juicio es así esencialmente filosófico y hace de cada uno un filósofo que sólo puede acceder a su humanidad haciendo !118 reconocer su verdad para los demás de la misma manera que él se la reconoce a sí mismo. El reconocimiento público de este derecho al juicio va, de este modo, a la par con el reconocimiento de la democracia como condición objetiva de la vida humana. Pero el juicio de otro es temido como algo proveniente de quien puede aniquilar nuestra existencia social por el simple hecho que puede refutar nuestras propias verdades. El recurso al juicio de dioses o del Dios de palabra debía protegernos de esto para siempre. La delegación del juicio humano en Dios, que apareció en las religiones de los dioses soberanos, era en efecto una consecuencia del deseo de impedir por adelantado todo desacuerdo con el otro, causa inmediata de violencia. El velo del juicio de Dios protegía a cada uno contra todo disenso entre humanos y ofrecía un refugio contra este disenso potencialmente mortal. El refugio contemporáneo en el consenso pragmático obedece a la misma dinámica. Como lo ha establecido O. Marquard, la muerte del dios leibniziano durante el terremoto de Lisboa a obligado a que cada cual juegue su rol: a responder a todas las necesidades de los demás respondiendo a su necesidad de verdad. Su incapacidad para hacerlo lo ha llevado a ser acusado y condenado así como a inventar las ciencias humanas para escapar a la tribunalización de su existencia, de sus palabras y de sus acciones. En este contexto, el refugio pragmático en un evento de consenso al que se llega independientemente de la voluntad de los experimentadores, restaura un espacio de protección análogo a aquel que aseguraba la delegación del juicio humano en un Dios y le permite olvidar la desorientación !119 de la vida social producida por la ceguera de este consenso. El consenso promovido por la política cultural liberal es, en este dominio, autista cuando impide hablar aquello que habla en toda palabra: un juicio de verdad sobre las necesidades y las normas. Este refugio está consolidado por las teorías del lenguaje contemporáneas tales como la hermenéutica y la lógica matemática. Ellas reducen el rol del alocutario que cada uno debe interpretar de su estatuto de enunciador a la mera comprensión sin darse cuenta que la virtualización de la verdad que un enunciador pretende expresar es condición de la determinación del sentido y por ende de la comprensión misma. Esta virtualización de lo verdadero es condición del acceso del lenguaje a la realidad, incluyendo a la realidad que los interlocutores constituyen por sí mismos. Como enunciador y como ser pensante, no podemos pensar nuestra proposición sin concebirla como verdadera, pero como alocutario de sí mismo, no podemos comprenderla sin juzgar si ella es tan verdadera que debimos pensarla verdadera para poder pensarla y comprenderla, o sin juzgar si era tan falsa que la tuvimos por verdadera. Esta facultad de juzgar permite entonces una implicación crítica de cada uno en la transformación de su cultura y de las instituciones que se derivan de ella, así como una intervención de su parte en otras culturas por la vía del reconocimiento que los interlocutores formados en esta cultura pueden conferir a su aporte, una vez que el aporte crítico de la cultura extranjera es reconocido en su verdad antropológica. Si se considera, por ejemplo, la fisura intercultural reciente entre el liberalismo, el republicanismo europeo y la !120 cultura musulmana, es necesario reconocer por una parte la necesidad de extender la cultura contractual del liberalismo norteamericano hacia un reconocimiento de las relaciones de necesidad que ligan el desarrollo de las culturas sociales al mundo y a la realidad de los hombres, hacia un reconocimiento de las relaciones de necesidad que obligan a reconocer la objetividad de las leyes que regulan los intercambio s económicos e imponen una justicia en la retribución de los bienes, los derechos y los deberes. Sólo un reconocimiento de este tipo puede permitir al sueño europeo de una democracia deliberativa mundial escapar a sus límites éticos internos. La cultura musulmana ofrece esta posibilidad de criticar los límites internos del pensamiento contractual y los acuerdos arbitrarios de intercambios que ella promueve. Ella ofrece esta posibilidad bajo la condición de poder ajustarse ella misma a la imagen de hombre presupuesta por la experimentación total de sí mismo a la cual él se entrega, y de abandonar su refugio acrítico en una conciencia del destino que alienta la lucha contra todo lo que parezca oponerse al destino elegido por sus fieles. Pero esta crítica debe hacerse también transcultural, en la medida está comprometida a adoptar el punto de vista de sus otros culturales: para poder comprenderlos y evaluar la creatividad cultural de las otras culturas así como su operatividad crítica, no sólo debemos pensar que el otro puede tener la razón, sino que debemos pensar que la tiene por el hecho que él mismo piensa que es cierto lo que piensa, para en un segundo momento reconocer o no si es verdadero que sea falso. Esta indisponibilidad del único criterio antropológico de diálogo intercultural crítico: la !121 concordancia de verdad de otro era quizá a lo que se apuntaba mediante la prohibición de arrogarse el poder de juzgar en última instancia, poder que era atribuido al Dios judaico. Es ciertamente esto lo que hay que continuar entendiendo de la cultura judaica como el mensaje de verdad que ella transmite: mostrándonos la incapacidad en la que se encuentra el ser humano para reconocer la verdad de lo que él dice y piensa mientras no haya podido hacer compartir su juicio de verdad por otro haciéndolo reconocer la objetividad de la experiencia de sí mismo y del mundo que él lo hace realizar. Tal vez todo esto constituye igualmente el judaísmo y el islamismo escondido del europeo, más allá de él, de todo hombre. Tal vez esto constituye también la limitación interna del uso del juicio filosófico, ya sea cotidiano o profesional, si es cierto que este compartir y el don que se hace a otros como a sí mismo de las condiciones de acceso de este compartir, sean los únicos testimonios de la existencia de esta verdad que para existir debe ser común y reconocida por todos aquellos a quienes el enunciador pueda reconocer como sus pares en la experimentación del diálogo transcultural reconociendo como tal su juicio de verdad, si es efectivamente tan verdadero como afirma que lo sea. Para realizar la opor tunidad abier ta por la experimentación total del ser humano, hay que poder apropiarse este juicio de verdad reconociendo que la delegación del juicio humano a un Dios, reposaba ella misma sobre el reconocimiento humano de la verdad de este juicio y estableciendo, en el corazón mismo de la antropología filosófica, que el acto de impartición del juicio !122 de verdad, lejos de ser el lugar de un peligro mortal absoluto, es la única instancia de regulación de la cultura del ser humano que permite superar todo diferendo, toda ruptura de consenso. Sin embargo, también hay que hacer operativo este juicio en el diálogo intercultural entre los consenso propios de las diferentes culturas. Esto implica tomar nota de una doble mutación: en la realidad que constituye la cultura y en el rol que la universidad deba jugar en esta mutación de la cultura. La cultura no es simplemente el lugar de goce de una creatividad que se ejercería inventando una realidad gratificante distinta de la decepcionante realidad ordinaria en la cual nos cuesta reconocernos: ella no se vuelve formación de sí misma y formación mutua (Bildung) si no se juzga respecto del reconocimiento efectivo de sí en esta realidad gratificante así como evaluando las condiciones de realización en sí mismo y en otros de esta realidad, para luego someterse a estas condiciones de realización. El juicio de verdad que funciona tanto dentro de la creación virtual de la realidad en la que nos reconocemos como en este reconocimiento de las condiciones objetivas necesarias de esta realización. No será operativo si no permite descubrir aquello que hace necesaria su realización tanto como las condiciones necesarias para ello. La delegación a Dios del juicio que debe atribuir a lo que el hombre debe hacer de sí mismo era ya el indicio de una inserción del juicio comunitario en la realidad de las necesidades del mundo, el indicio de un pasaje del Sollen a un Müssen. Tanto el diálogo intracultural como el diálogo intercultural, si se concibe como efectivamente tan transcultural como desea serlo, debe poder identificar la !123 instancia de impartición de verdad como la única instancia que pueda guiar la vida humana y el diálogo que la hace posible. No podrá serlo a menos que se vuelva él mismo un diálogo universitario y crítico. Pero este ejercicio universitario del juicio crítico sólo puede descansar sobre sí mismo y sólo puede contribuir a la formación del juicio de verdad que el debe transformar en instancia cultural en la medida que él mismo se ejerza tanto sobre la validez de las culturas en diálogo como sobre las actividades universitarias se han preocupado de analizar las condiciones de realización de la creatividad de este juicio, a la vez las ciencias llamadas humanas y las humanities. Pero esto no es evidente. En la medida que el Estado se concibe a sí mismo como el único depositario autorizado del juicio comunitario cultural, el delega sus tareas de regulación social confiándolas a la institución encargada de aumentar el conocimiento humano: la universidad que tendrá a su cuidado la invención de los derechos, los deberes, las funciones y los roles que permitirán a las formas de vida que ella reconoce como humanas, que se aplicarán a los comportamientos. La generalización pragmática de la universidad, engendrada en esta experimentación total del hombre llevada a cabo con la ayuda del consenso, se ve así ligada por el Estado a una universalización teórica: ella se encuentra encargada de instrumentalizar un consenso social en torno a la profesionalización del saber universitario, para hacer de él un instrumento eficaz de la inserción de todos a la producción del vínculo social, del dominio de sí y de la evitación de toda violencia. !124 Esta instrumentalización estatal de la universidad tiende a hacer perdurar la manera en que la universidad se ha universalizado en los tiempos modernos y en la experimentación pragmática del hombre. En esta experimentación total, que tiende hacia un dominio del hombre por sí mismo y hacia la instauración de una justicia universal, la universalización de la universidad apareció mediante el registro de los resultados de esta experimentación en las ciencias llamadas del hombre: como localización de los modos de adaptación funcional y moral del ser humano a los conocimientos de sí mismo que ella producía. Esta localización ha tenido lugar en los límites del modelo kantiano y humboldtiano del cosmopolitismo ilustrado. No se puede negar la eficiencia cultural de este modelo: él nos ha hecho, como experimentadores de nosotros mismos que somos, traspasar las fronteras de las naciones de las lenguas y de las culturas. Pero también nos ha hecho desembocar en un funcionalismo vacío que sólo ha respondido a las expectativas de dominio del mundo en la medida que decepcionaba las esperanzas de dominio del hombre que se esperaba de ella. La neutralidad de las descripciones exigidas a las ciencias del hombre le prohiben legitimar ciertos comportamientos por sobre otros, por ende, el ser humano se le presenta de una forma tan inestable respecto de una forma de vida u otra, que se han multiplicado al infinito las descripciones de todas las formas de vida posibles, validando su objetividad por el sólo hecho de existir. Pero la posición específica que ocupa la universidad en el espacio público consiste en utilizar esta facultad colectiva e !125 individual de juzgar -no emprendida en cuanto a su uso en la comunicación corriente y la vida mental-, en el espacio mismo de la enfermedad pragmática de la reflexión, engendrada como experimentación de un imposible dominio de sí y como búsqueda infinita de un encadenamiento de todas a la acción. Ella ya no es capaz de imponer el uso del juicio en el seno de una experimentación que niega su uso y lo reemplaza por un consenso ciego, que en la medida que restaura un espacio de confirmación mutua fundada sobre el reconocimiento de aquello que los mundos públicos producidos, ya sean industriales, económicos, jurídicos, morales o políticos, son efectivamente las condiciones objetivas de vida que se supone que son para existir como existen, o que por el contrario no lo son y por qué razón. Es así que ella toma en cuenta, a su manera, de que el hombre no puede transformarse directamente a sí mismo, ni obtener un dominio consensuado de sí mismo y de los demás, si no se está seguro de la objetividad de este mundo y de las formas de vida que él desarrolla, es decir, sin distraerse por puesta en común de este juicio de verdad, de un juicio de verdad crítica, de un juicio que puede hacer reconocer que es efectivamente tan cierto como afirma que lo es. Este ejercicio universitario de reconocimiento del hombre en su concepto: del reconocimiento práctico y teórico de cada uno respecto de los es como ser de juicio, se substituye ya en la existencia de este juicio como movimiento log rado, al movimiento fallido de transformación directa de cada uno en consenso ciego. El libera de sus cadenas a la acción y de su proyección en un procesos infinito de crecimiento indeterminado pues el no !126 puede hacer reconocer como hombre y como ciudadano del mundo que lo juzga de verdad por su propio conocimiento, por sus propias acciones y por sus propios deseos que sabe hacerse reconocer como tal por todos y que sabe encontrar así en la confianza mutua que él instaura en esta distribución del juicio, la seguridad cognitiva y social que él busca. Porque el modo por el cual emerge, por ejemplo, un consenso de acción quita a este consenso las limitaciones patológicas del encadenamiento de todos a una acción sobrevalorada que se concebiría a si misma como “destino de trabajo y de esclavitud” o como “deber hipostasiado por la eternidad en esencia del hombre”, puesto que en tanto consenso de acción objetivo, no es más que encadenamiento al reconocimiento de la necesidad de que ocurra esta acción, que encadenamiento a un juicio que puede fijar al ser humano a formas de vida haciéndole reconocer su objetividad, es decir, su necesidad, sin poder hacer de este reconocimiento el lugar de imposición de una limitación externa (de una “obligación”) o de una limitación interna (de un “deber”), ni tampoco sin condenar por adelantado experimentarlo al infinito. Es así también que ella hace posible a los agentes sociales disculparse a sí mismo y entre ellos arrancándolos al extrañamiento a la acción que emana de la secularización de la historia de la salvación como experimentación indefinida de un dominio de los hombres por sí mismos. Identificados con el Tercero ciego del consenso como los fieles de las religiones arcaicas o judeocristiana lo estaban con sus D(d)ios(es), la impotencia en la que se encuentran para estabilizar este consenso puesto que ellos viven !127 necesariamente la experiencia, en el curso de esta experimentación total del hombre, del hecho que nadie puede saber aquello sobre lo que todos debiesen estar de acuerdo, sólo puede permanecer como pura impotencia. Ella se interpreta necesariamente a sí misma como una falta: como una falta al deber, al deber de juzgar respecto de lo que se puede conocer, hacer y desear en nombre de todos e interpreta el fracaso del dominio del hombre por sí mismo como una falta moral y política, debida a la debilidad de la voluntad. En este juicio ciego que se realiza en común se juzga también como objetivamente necesario que sea tal actor quien realice, en nombre de todos, tal o cual acción, que es juzgada como necesaria. Es esta integración de cada uno a una esclavitud comunitaria la que se quiebra cuando la puesta en común de un juicio de objetividad logra reinsertar la acción y el deseo en el orden de las necesidad del mundo mientras deja a cada cual libre de asumir o no la realización de esta acción o la satisfacción de este deseo juzgado como objetivamente necesario. El juicio puesto así en común y la elección se asocia a él ya no pueden, en caso de ser deficientes, ser considerados como faltas cometidas hacia la tercera persona del consenso que cada uno se supone que es. Ya no pueden ser considerados como errores de juicio de los cual fuese posible curarse: haciendo que sean reconocidos como tales, en lugar de hacer de ellos faltas que justifique una escalada de acusaciones mutuas y la intensificación de una sobrejudicialización mortal de la vida social. Es este reconocimiento del ser humano como juez de la verdad de sus condiciones de existencia que ya se efectuó en las descripciones universitarias una vez que son liberadas !128 de la obligación de neutralidad respecto de los valores que les había atribuido M. Weber. Pues las descripciones de seres de deseo, de seres de acción o de seres de percepción que ellas hacen del hombre se realizarán en tanto que sea cierto que el ser humano vaya a ser estas acciones, estos deseos, estas percepciones, estos sentimientos y estos conocimientos, una vez que haya podido hacerlas reconocer por otro como tan objetivas que él ha debido pensarlas como verdaderas para pensarlas y reconocerse en ellas. La universidad, depositaria de la facultad de juzgar en común solo puede validarse como forma de vida que se valida como una sola institución que no instituye más que aquello que constituye esencialmente al ser humano como ser de comunicación: su facultad de juzgar la objetividad de sus modos de deseo y de acción de manera tan segura como el juzga la verdad de sus verdades científicas. Traducción de Jaime Otazo Hermosilla En el original, maîtrise. En el original maîtrise. 9 En el original, avorton chronique 7 8 !129 !130 CAPÍTULO IV La filosofía como antropología transcultural !131 1. Globalización económica, mundializaciones culturales y experimentación filosófica La mundialización económica no sólo se nos aparece bajo la forma de una “globalización” que impone la ley del mercado así como su desrregulación a la vida social de todos los países, sino que parece también imperar sobre las diversas mundializaciones que la acompañan o la constituyen: la mundialización del liberalismo político, la mundialización de las culturas occidentales, orientales, religiosas o secularizadas, la mundialización de los sistemas de ong's de solidaridad o de protección, la mundialización de las artes, de las ciencias y de las técnicas. Además, si bien !132 ella produce el sistema de pauperización y de exclusión más eficaz que se pueda imaginar, en contraste también parece hacer surgir un mundo cultural del cual también dicta la ley de formación: ella hace surgir una opinión pública internacional, alimentada por un proceso universalizado de intercambios, en los que la deslocalización cultural de todos respecto de los Estados provoca procesos asociativos de creatividad y de emancipación crítica. La independencia conquistada respecto de los Estados-nación por estas mundializaciones culturales, que se proponen como antídotos a la globalización, ofrecería así, por primera vez una fuente de emancipación intelectual y crítica inédita. “Allí donde crece el peligro, crece también la salvación”: nunca la fórmula de Hölderlin habría tenido una validez tan universal. El mayor mal, la mayor injusticia social, aquella engendrada por la globalización, parece producir el mayor bien, la emancipación intelectual y cultural forzada de los pueblos e individuos respecto de sus condiciones materiales de existencia y de su alienación en el consumo. De este modo, la diversidad cultural parece instaurarse como un espacio específico sobre la base de un “no” crítico emitido hacia los efectos de injusticia social de la globalización. La universalidad de este rechazo crítico no debe, sin embargo, ilusionarnos. Si bien ésta obliga a los promotores de la globalización económica a hacer como si ellos mismos adhirieran a ella y a multiplicar las fórmulas de desarrollo sustentable, por otra parte, ella engendra un conflicto inédito entre las culturas: por afirmarse como cultura religiosa, por ejemplo, cristiana, musulmana o judía, o como cultura política republicana o liberal, o como cultura científica y tecnológica, ellas deben reafirmar la !133 unidad de su pretensión de validez universal. Deben retomar por sí mismas, en su propio régimen cultural, la voluntad de imponer su monopolio del mismo modo que la globalización económica sacraliza la competencia liberal mediante una monopolización y una privatización del mercado mundial bajo tal o cual aspecto. La lucha por los diversos monopolios culturales revive los fundamentalismos de todo orden y neutraliza así esta emancipación abierta por el debilitamiento de los Estados-nación y por el rebajamiento de su poder por la especulación bancaria. La desaparición obligada de los últimos residuos de los Estados-sociales y la apertura al mundo de la caja de Pandora de las sociedades neoliberales no sólo devuelve a la vida política a los neo-conservadores, sino que transforma las culturas en potencias dispuestas a afirmar el poder y la universalidad de su espíritu crítico y la invalidez de las otras, todas ellas se imaginan nuevamente como portadoras de una salvación espiritual y temporal universales. El tiempo de la coexistencia y de la cohabitación cultural al seno de un multiculturalismo tolerante y bienintencionado ha desaparecido. Así, ellas se eximen olímpicamente de la autocrítica, seguras para siempre de su sello crítico al tiempo que rechazan la mundialización económica como suprema falta de cultura. Lo que permite reconocer que ellas se descalifican a sí mismas por adelantado, es que las mundializaciones culturales y la globalización económica son ambas impulsadas por un proceso de experimentación total del hombre lo que impide el examen del modelo de pensamiento liberal en el que se funda. Orientada hacia una maximización de la satisfacción de los deseos en el contexto !134 del respeto de la libertad de cada cual, la experimentación liberal del hombre erige, en última instancia, el consenso de los agentes sociales como forma de juzgar las hipótesis de vida, económicas o culturales, que son objeto de esta experimentación. Lo hace de la misma manera que la experimentación científica eleva a instancia de confirmación la correspondencia entre la hipótesis con el mundo visible. La justificación de esto es simple : la respuesta del consenso social parece tan independiente del deseo de los participantes sociales por validar su experimentación económica o cultural como lo es la respuesta del mundo visible respecto del deseo de los científicos por verificar la verdad de sus hipótesis. La no disponibilidad del evento de confirmación o de validación parece garantizar, en ambos casos, la objetividad deseada validándola. Como ninguna otra instancia de este consenso democrático parece imaginable ni mundializable y que ella parece constituir la mejor instancia posible, este se encuentra necesariamente investido de un poder crítico universalmente válido, de un poder que sólo la filosofía había osado reivindicar hasta ahora. Las diversas mundializaciones culturales, apelando a la misma instancia que la globalización económica, parecen así tan impotentes para imponer el veredicto que ellas proponen sobre los resultados de la globalización económica como lo son también para desmarcarse unas a otras en su pretensión de una verdad y una validez universales. Puesto que ellas invocan un consenso de valor cognitivo capaz de regir en las sociedades de conocimiento, hacen sin embargo obligatoria la apertura de la globalización y de las mundializaciones a la necesidad de juzgarlas al tiempo que !135 ellas quedan obligadas a juzgarse unas a otras. ¿Su inserción en esta experimentación permite medir el impacto de las mundializaciones culturales sobre el consenso social mundial? Puede ésta registrar otra cosa que no sea el hecho consumado de la globalización neoliberal? ¿La sumisión de las políticas nacionales e internacionales a los movimientos de póker del mercado o de la especulación financiera? ¿es capaz de movilizar a las sociedades comprometidas con la cultura del Estado social para identificar la injusticia neoliberal como problema político y oponerle una cultura de la vida social que constituya una alternativa real? O esta dinámica de experimentación conlleva una idea del ser humano que pueda hacernos considerar como obsoleta la manera en que la cultura política corona toda otra cultura desde los tiempos modernos? ¿El destinatario y juez de sí mismo que esta experimentación fuerza a existir, puede y debe integrar las imágenes de sí mismo que le reenvían las culturas pre-modernas que le sirven de refugio último? ¿Es de esta forma que él podrá poner fin a la guerra de las culturas? Este modelo experimental le permite hacer de la universalización del espíritu crítico la forma mundial de vida que él invita a propagar? ¿O no representa más que la quintaesencia del sueño occidental? Antes de mostrar que la antropología transcultural es la única forma que puede tomar hoy día la filosofía para enfrentar esta guerra de culturas, es necesario recordar brevemente como los avatares del neoliberalismo trajeron a la existencia este mundo intercultural que nos sirve actualmente como horizonte al mismo tiempo que procedían a la deconstrucción del mundo político moderno. !136 2. La génesis neoliberal del mundo intercultural y la deconstrucción contemporánea del mundo político moderno El refugio de los pueblos y los individuos en las comunidades culturales y en su re-sacralización es la culminación simultánea del fracaso del Estado liberal y de la pérdida progresiva de los derechos cívicos atribuidos a los agentes sociales, ambos aparecidos con la instauración del Estado neoliberal y la proliferación del fenómeno de la exclusión. Tal como los análisis de Sheldon Wolin lo han seguido en su revista Democracy de 1980 a 1983, esta evolución ejemplar se produjo en los Estados Unidos antes de ser exportada en el contexto de sus relaciones con otras sociedades industriales avanzadas y con otros países en vías de desarrollo. La Constitución de los Estados Unidos había puesto los derechos del hombre por sobre la maraña de las relaciones de fuerza económicas y políticas y había confiado al Estado una sola tarea: proteger a las minorías y a los individuos frente a las facciones y mayorías elegidas, cuyos intereses constituían una amenaza para la libertad. Llamado a garantizar la libertad de todos respecto de todos y, por ese medio, la posibilidad para cada individuo de ejercer sus derechos cívicos, el Estado debió servir de árbitro entre las distintas facciones capitalistas, pero sólo pudo de cumplir este rol en el siglo XIX y luego en el XX al dar un contenido económico y político a sus derechos, debió hacer de ellos un objeto de negociación respecto del cual las relaciones de fuerza presentes terminaron por dictarle sus propias opciones. Re-legitimado y rehabilitado después de la Segunda guerra mundial como único representante de una !137 potencia mundial capaz de compensar los fenómenos de pauperización redistribuyendo hacia todos los “derechos económicos”, la formación, la seguridad social de salud, hacia la jubilación y la habitación, el Estado debió abandonar sus funciones de Estado de bienestar durante la stagflation de los años setentas. Dejando así, el campo libre a la proliferación de excluidos. La pérdida de todo estatuto económico condenaba a estos últimos a ver desaparecer su capacidad de ejercer sus derechos cívicos, es decir, la protección de sus derechos humanos. Pero el abandono de sus responsabilidades políticas por parte del Estado neoliberal culminó igualmente en la obligación para una porción cada vez más grande de la población de buscar refugio en un ersatz del Estado, en las comunidades culturales. El estatuto de estas últimas, por ende, cambió. La coexistencia de culturas había estado protegida por el Estado bajo la for ma de un multiculturalismo vacío, donde las relaciones de competencia ideológica eran contenidas por las relaciones de dependencia económica que les permitía sobrevivir. Esta coexistencia multiculturalista se transformó en un espacio intercultural donde la identidad cultural de las comunidades volvió a ser la fuente de orientación de los grupos y de los individuos en el mundo, por ejemplo sociedades de intercambio local, de trueque, al mismo tiempo que el consenso intercultural se instituía en ersatz político del Estado disfrazado de opinión pública internacional. La transferencia de este fracaso del Estado, y de sus continuaciones interculturales en el resto del mundo fue a la par con la expansión de un espacio intercultural mundial, investido de las expectativas secularizadas de salvación, pero !138 no cumplidas por los Estados-nación, por las sociedades capitalistas avanzadas. Este fenómeno caracteriza la mundialización intercultural engendrada por la globalización neoliberal. Esta mundialización intercultural, unida en su rechazo a la injusticia neoliberal, ha suscitado la construcción de una alternativa europea, a la vez política e intelectual, basada en un retorno al Estado social y promovida por J. Delors, D. Strauss-Kahn, M. Rocard y J. Habermas. El consenso experimental neoliberal les ha parecido idéntico de facto a los dictados del mercado mundial y tributario de las desrregulaciones que le imponen los especuladores, no era posible otra solución que intentar imponer sus propias desrregulaciones financieras, o eludir el espacio intercultural e internacional por medio del golpe de estado o las operaciones militares de envergadura. Bastaba, desde su punto de vista, con resucitar un concepto crítico de la sociedad, con reinstituir un Estado social, un Estado lo suficientemente fuerte para regular, como instancia crítica de su propia dinámica, la experimentación liberal total en la cual se encuentra comprometido, apoyándose sobre un diálogo con sus opiniones públicas a través de sus órganos deliberativos, ejecutivos y judiciales. Bajo la denominación que le dió J. Habermas, de “democracia deliberativa”, esta alternativa rescata la idea republicana de la democracia, basada no en la libertad negativa de todos respecto de todos, sino sobre una libertad positiva reconocida a todos de asumir por consenso legislativo las leyes que garantizan una redistribución justa de los derechos, de los deberes y de los bienes y de juzgar los resultados de la justicia social obtenidos. Esta se vio extendida a la Unión Europea como !139 Unión de Estados-miembros, capaz de imponer la fuerza de una moneda común y de sus relaciones de producción e intercambio económicos en el juego de fuerzas económicas y políticas internacionales para restaurar no sólo una justicia social interna, sino también para operar un reequilibrio de sus relaciones con los Países del Sur y un juicio justo y eficaz sobre las condiciones de un desarrollo durable. Es conocida la fragilidad interna que hipoteca la realización de este ideal heredado de Rousseau y de Kant. Fundada sobre una dinámica de comunicación descubierta durante el siglo XX en el corazón de la dinámica tanto de las instituciones como del psiquismo humano, la democracia deliberativa presta al Estado federal o nacional la competencia política de representar en acto esta comunidad de destinatarios virtualmente ilimitada con la cual cada uno se identifica como sujeto ético y político que debe juzgar respecto de lo que debe decir, conocer y hacer en nombre de todos. De este modo, se encuentra reinstituído, en las instituciones como en las mentalidades una relación hacia una Tercera persona estatal, nacional o federal, análoga a la que ligaba a los fieles de las religiones de los dioses soberanos a sus terceras personas divinas, en este caso, a la tercera persona divina de la comunidad virtualmente ilimitada de los interlocutores. Dado que se les supone el poder de responder de manera necesariamente favorable a las expectativas que los sujetos tienen derecho de formular en función de relaciones de transformación científicas y técnicas del mundo, su infalibilidad los obliga a responder incondicionalmente a estas expectativas pero también a ver sus fracasos sancionados de manera despiadada por sus comunidades de votantes. Siendo una !140 forma de mundialización cultural política entre otras, ella habría querido constituirse como soporte de una unión monetaria, pero el consenso democrático que invoca en cada uno de los Estados-miembros que ella federa no fue suficiente para preservar mágicamente a estos Estados de los ataques de la especulación, de la herencia de desequilibrios financieros engendrados al Este por el capitalismo de Estado del antiguo imperio soviético, del mismo modo que enfrenta, como un fracaso innegable, la transformación de sus democracias deliberativas y de sus Estados-sociales en democracias neoliberales, obligadas y presionada a abandonar la pretensión de jugar a los Estados-providencia para asegurar la supervivencia económica de sus comunidades. La tercera vía propuesta por T. Blair en 2000 y retomada por G. Schroder en 2005 y aplicada finalmente en Francia por F. Hollande en 2014 no ha hecho más que someter la realización de este sueño republicano a los mandatos de de la economía neoliberal. Lo que J. Stiglitz llamaba “el consenso de Washington”, terminó por volverse ley e imponer su método: en primer lugar, generalización de la liberalización del mercado, luego privatización de los sectores públicos y, por último, austeridad radical. Como consenso político, europeo o nacional, el consenso deliberativo a sido desbordado por el consenso neoliberal que le impone la globalización económica. Pero como consenso cultural, es capaz no obstante, de instaurar el reconocimiento de una instancia cultural mundial a través del respeto a priori que impone de la diversidad cultural, de una instancia apta a estigmatizar las violaciones cometidas hacia los derechos humanos, de los Estados-nación respecto del espacio internacional y a !141 movilizar la opinión pública internacional en la intersección de las mundializaciones culturales. ¿Está obligado este consenso a reconocer su impotencia política? ¿Está obligado a dejar existir la guerra de las culturas en el horizonte de una globalización neodarwiniana? Esa es la cuestión histórica que nos plantea la existencia de un espacio intercultural designado habitualmente como “diversidad cultural”. En mi opinión, no podemos responderla a menos que le demos todas sus oportunidades a la nueva imagen del hombre que la antropología transcultural ha develado en el curso de la evolución de esta experimentación total del hombre y que falsifica la imagen tradicional que la filosofía ha legado a las sociedades modernas para orientar su desarrollo. Puesto que ella libera al reconocimiento de una filosofía transcultural que ya funciona en el diálogo intercultural haciendo intervenir esta imagen del hombre en las creaciones culturales como en las intervenciones políticas no gubernamentales, es necesario poder situar esta imagen en los procesos de universalización del pensamiento crítico ligados a la mundialización de la crítica universitaria o en lo que llamamos habitualmente la democratización de la enseñanza y la investigación. Porque ella devela además el espacio de reflexión que permite juzgar la objetividad de los a priori que fundan las diversas opciones de mundializaciones culturales, ella abre la vía para una integración mutua de las diversas mundializaciones culturales pre-modernas y permite liberarlas del conflicto estéril en el que la globalización neoliberal las ha trabado, llamándolas nuevamente a la existencia. !142 3. La filosofía como antropología transcultural Para defender esta mundialización de la desaparición neoliberal de los “derechos económicos”, así como del dogmatismo de las mundializaciones culturales, es necesario llevar a cabo una suerte de revolución copernicana a nivel de la acción y del deseo, una revolución teórica análoga a la que Kant proclamó en el dominio del conocimiento. Cada uno y cada pueblo debe poder reconocer que cualquiera, por el solo hecho de hablar, se instituye a sí mismo e instituye a su interlocutor, privado o colectivo, en juez del juicio que expresa sobre aquello que conoce, sobre aquello que juzga necesario hacer o hacer hacer10, sobre aquello que juzga que él debe desear. Es a condición que cada individuo, o que cada pueblo, pueda reclamar este derecho y establecer que satisface efectivamente el deber de objetividad que le atañe en materia ético-política, que efectivamente se concede el derecho a disponer de sí mismo y de los demás haciéndose un juicio de sus condiciones comunes y efectivas de existencia y que él puede reconocer a los sujetos de otras culturas su derecho a juzgar sobre lo que son, su “naturaleza” humana y juzgando si es el caso o no que el ejercicio del juicio que le ha sido otorgado, satisface o no sus propias exigencias teóricas, independientemente del hecho que sea positivo o negativo, o que se aplique sobre otro o sobre sí mismo. Sólo este segundo momento y el acceso efectivo de los individuos y los pueblos al derecho y al deber de determinarse en función de esta objetividad les permiten sanarse de la locura política, de esta usurpación del poder del juicio que uno se arroga atribuyéndose en nombre de otro como monopolio !143 cuando uno goza ciegamente de este poder gozando de la pura y simple ocurrencia de sus pensamientos como si se trataran de un saber divino sobre lo que otro debe ser o hacer. La antropología del lenguaje nos ha enseñado, por una parte, que este uso del juicio de verdad regulaba toda comunicación y, por otra parte, que la imagen del hombre que subyace a la sociedad neoliberal y a la democracia deliberativa era falsa. El error antropológico que sirve de base tanto al Estado soberano, al Estado de derecho y a las justificaciones morales de la justicia liberal, dependen del antagonismo supuestamente presente en el hombre entre su espíritu y sus deseos, así como a la necesidad de interpretar la vida social y la vida mental como un proceso de dominio11 de los deseos y los intereses por parte del espíritu. A partir de Platón, las relaciones de antagonismo de los deseos, que supuestamente reproducían el antagonismo perpetuo de los dioses, fueron generosamente distribuidas a los hombre como “naturaleza” determinante, derivada de la caída del espíritu en el cuerpo. Esta naturaleza agonística se vio proyectada por la modernidad en las relaciones intersubjetivas y políticas hasta hacer del hombre, en tanto deseo el enemigo de sí mismo en tanto espíritu, y a transformarlo, según el famoso adagio de Hobbes, en lobo de sus semejantes. La guerra actual de las mundializaciones culturales no es más que su reciente avatar. Se trata de un error filosófico, debido a la ignorancia en la que se encontraban tanto la antigüedad como la modernidad y en la que permanecen muchos de nuestros contemporáneos, respecto de la manera en que se engendra !144 en el hombre la relación con el deseo como relación racional a priori: no podemos pensar estos deseos sin concebirlos a través de proposiciones verdaderas, es decir, sin pensar que somos tan objetivamente estos deseos que es cierto que fueron pensados. Pues no podemos presentarnos una percepción, una acción o un deseo sin objetivarlos a través de esta anticipación de la verdad de la proposición por medio de la cual la aprehendemos ya sea por el pensamiento o la palabra. Asimismo, conviene someter al juicio de validez este prejuicio inherente a toda representación del desear y del juzgar si somos tan objetivamente estos deseos que debimos representarlos y desearlos. Es por esta razón que el ejercicio político del juicio de verdad consiste en no realizar y no hacer realizar más que aquello que se pensó que uno era o que otro era por haber podido pensarlo. Y no podríamos hacerlo real más que haciendo que se comparta el juicio de verdad que uno enuncia al respecto. La identidad democrática de los agentes sociales no puede entonces ser adquirida y reconocida como tal sin que uno logre hacer juzgar como verdadero el compartir una forma de vida, que es lo que se intenta hacer en toda comunicación. Esta identidad del juicio y su reconocimiento sólo descansan sobre sí mismos: por ende, son hechos filosóficos y no es posible apropiárselos a menos que se respete de una vez y para siempre un sistema de reglas jurídicas, morales, políticas o lingüísticas. Ellas exigen, en cambio, de parte de cada cual el respeto de la ley de verdad inscrita en su identificación con el lenguaje respetando la objetividad de este juicio y haciéndola respetar. Es respetando esta ley que está en condiciones de !145 hacer una repartición justa de la verdad y establecer las relaciones de justicia allí donde corresponde: en las relaciones de distribución del pensamiento que regulan la retribución de verdad que se busca en ella. Mientras esta armonía con el mundo visible y con el mundo social se conciba como anticipación de la concordancia consigo mismo y con otro que nos obliga a juzgarnos por anticipado, de una vez para siempre, desde el punto de vista de otro, es decir desde el punto de vista de un consenso ciego, del punto de vista del interlocutor ideal que se identifica con todos los otros, que nadie puede reconocerlo, ella permanecerá indisponible. Se intenta allí hacer del hombre, un ser vivo bien formado: un sistema rígido e infalible de un único sistema de acciones y deseos, con un sistema único de percepciones cognitivas y estimulantes. Pese a que esta concepción del zoon logicon fue heredada de Aristóteles y luego sirvió a Hobbles para legitimar el Estado como poder que impone la paz entre quienes compiten en la lucha por la vida, ella es falsa en la medida que en el hombre no existen, al principio, más que los instintos intra-específicos de alimentación, sexualidad y defensa. Es porque el hombre nace un año antes como un feto a medio terminar, es por ello, que él necesita del lenguaje. Se busca en vano entonces instituir, a partir de estos instintos intra-específicos, en este caso, a partir del instinto de ag resividad, las rígidas e infalibles coordinaciones institucionales al entorno físico y social de las que son capaces los animales bien formados. Si se busca una solución política al problema planteado por la experimentación total, se recurre a la fuerza de la palabra utilizada para proteger al hombre de la agresividad !146 de los demás, tal como ella fue reconocida de esencia pública en las religiones de los dioses soberanos, institución primaria de la vida política. Es en este uso político de la palabra que buscamos un análogo al instinto de regulación y que limitamos arbitrariamente el uso de la palabra a su uso político. La impotencia actual del Estado-nación tanto para resguardar el respeto real de los derechos del hombre como para contener los excesos de las multinacionales y las turbulencias de la especulación, ha mostrado la vanidad de la secularización de los dioses soberanos en las naciones y sus Estados con el fin de garantizar la paz. Los fenómenos de exclusión, la programación de la cesantía bajo la forma de una reducción mundial de la mano de obra que se estima necesaria para la explotación tecnológicamente más rentable del mundo, así como la explotación de desarrollo sustentable para acentuar la pauperización de los países en vías de desarrollo, han puesto fin a la confianza en el Estado y en la mundialización cultural de la política produciendo una experiencia de falsificación de sus pretensiones en un régimen mundializado y ordenado según las leyes de la hegemonía del mercado mundial. La cimentación de los derechos al juicio crítico de los ciudadanos en el juicio de verdad inherente al uso del lenguaje supone una mutación cultural en la concepción de los derechos y los deberes del ser humano así como de la dimensión política: esta mutación supone reconocer tras la exacerbación del capitalismo y de su condena moral colectiva en las mundializaciones culturales, el proceso positivo de la cual ésta parasita, aquel que obliga a producir un mundo público siguiendo la ley de la creatividad propia del lenguaje y del psiquismo: proyectando por medio del !147 pensamiento y de la palabra una prearmonización afectiva, cognitiva, práctica y consumatoria con el mundo, consigo mismo y con los demás en toda situación problemática y juzgando si el mundo así anticipado se presenta como el mundo que se necesita y que constituye la única realidad en la que nos podemos reconocer. Es bien sabido que no es posible obtener una concepción positiva de la sociedad civil y del sistema jurídico más que relacionando la dinámica de oferta y demanda que la mueve con la aplicación de la dinámica comunicacional de llamados y respuestas en el dominio de las necesidades, porque el imaginario comercial y el imaginario de empresa sólo se despliegan cuando adoptan el rol de lo que G. Mead llamaba “el otro generalizado” y de los que las éticas pragmáticas de la crítica social de Apel y de Habermas llaman “anticipación contra-factual de un consenso con la totalidad de los interlocutores de una comunidad de comunicación virtualmente ilimitada”. Es menos sabido que esta anticipación de los deseos del otro y de los medios necesarios a su satisfacción es tan dependiente del juicio de verdad como de la producción de una percepción y del saber científico que se deriva de ella. Pues, antes de poder concebirse como principio moral, social y regulador, ella es constitutiva de la identificación del ser vivo humano por el sonido y dicta la ley, a este título, tanto a la armonía del pensamiento con lo real como de ella misma con el prójimo. De hecho, ella hace objetivar al hombre sus deseos y sus acciones así como sus percepciones: proyectando la armonía entre sonidos emitidos y sonidos escuchados en sus percepciones, en sus deseos y en sus acciones para !148 poder darles existencia, arrancarlas de ellas mismas y hacer reconocer a este hombre si estas percepciones, estas acciones y estos deseos son también él mismo quien debió pensar que lo eran para haber podido pensarlos. Para pensar los deseos, las acciones, los medios y las máquinas necesarias a sus satisfacciones, hay que poder pensarlos a través de proposiciones que deben ser pensadas como verdaderas para poder sencillamente pensarlas, y hay que poder reconocer si el mundo que uno crea de este modo corresponde asimismo a lo que debe ser para responder a estos deseos que es verdad que uno suponga que lo sea. El reconocimiento práctico de esta ley caracteriza lo que hemos llamado la experimentación total del hombre aún cuando el abuso liberal del consenso a truncado esta experimentación suspendiendo el momento del juicio que le es esencial y ha provocado de este modo la formación de un sustituto ético, la corrección europea y republicana de esta experimentación total por un consenso ético. La construcción del mundo económico y del mundo político no escapa a esta ley y corrige a la bestia no domada que es el ídolo liberal del crecimiento incondicional del producto nacional bruto. No sólo ella no escapa a esta ley, sino que llama, por el contrario, a respetarla en el espacio público del juicio crítico y de la palabra gracias al cual el espacio económico y político se vuelve un mundo político tan objetivo e integral como debe serlo, y esto por la sencilla razón de que no podríamos vivir de otro modo. Esta universalización del juicio de verdad inherente al uso de la comunicación y al uso del juicio público conlleva una mutación de la concepción de los derechos del hombre. Mientras la teoría moderna de los derechos heredada de los !149 tiempos modernos deriva los derechos del hombre de su igualdad y de la libertad para actuar que estos poseen en tanto seres racionales, la filosofía contemporánea ha establecido que el hombre es un ser de lenguaje que necesita ejercer su juicio y hacer aceptar su verdad por sus interactuantes sociales con el objeto de hacerse reconocer como ser humano por sus pares. La igualdad con los otros y la libertad de actuar ya no pueden ser consideradas pura y simplemente como propiedades innatas, al alcance a priori de todos y que habría que defender como uno defiende su derecho a apropiarse de los objetos: estableciendo contratos que sellan el dominio de los propietarios sobre sus propiedades y prohiben a los demás hacerse de ellas. Como auditor y alocutario de otros y de sí mismo, cada cual está llamado a juzgar la objetividad de sus condiciones de vida y a actuar en función de la verdad de los juicios que llega a compartir. Su juicio de verdad sólo reposa sobre este ejercicio y sobre este acto compartido, condición ineludible del reconocimiento de su objetividad efectiva. Este juicio se relaciona tanto con sus conocimientos y la rectitud de sus acciones que con la objetividad de los deseos que cada uno debe reconocer como humanos. Así no es suficiente reconocer a cada uno, por contrato, la libertad de actuar según los resultados de estos juicios, sino que hace falta poder crear las condiciones para cada uno de reconocer y hacer reconocer su verdad. El derecho al ejercicio de este juicio de verdad está en la raíz de todo derecho pues este ejercicio de la facultad de juzgar descansa sobre la capacidad de objetivar las condiciones objetivas de vida, sobre las verdades a las cuales él permite acceder, así como a su puesta en común. Este !150 juicio es así esencialmente filosófico y hace de cada uno un filósofo que sólo puede acceder a su humanidad haciendo reconocer su verdad para los demás de la misma manera que él se la reconoce a sí mismo. El reconocimiento público de este derecho al juicio va, de este modo, a la par con el reconocimiento de la democracia como condición objetiva de la vida humana. Si no queremos que este derecho sea sólo una palabra vacía, no podemos contentarnos con defenderla del mismo modo que defendemos una propiedad, reconociendo a alguien el derecho a acceder a esta propiedad, apoyados en una concepción puramente defensiva, contractual y negativa de los derechos. Frente a la globalización económica neoliberal, el ejercicio de este derecho no sólo obliga a cada uno a reconocer la locura especulativa que anima la maximización capitalista de los deseos y la perversidad de la conciencia capitalista, que justifica la pauperización y la exclusión de los ciudadanos y de los demás pueblos haciendo abstracción de sus derechos más elementales a la vida, él obliga también a reconocer los errores antropológicos propios del concepto político de Estado, e invita a ver cómo los Estados y los individuos no pueden y nunca han podido orientarse más que dejándose guiar por el ejercicio de este juicio. La mutación cultural exigida es una mutación y una mutación cultural porque ella es una mutación a la cual los individuos y los Estados están obligados a someterse en la práctica y en el funcionamiento de las instituciones incluso antes de poder reconocer que lo son. El error antropológico que sirve de base tanto al Estado soberano, al Estado de derecho y a las justificaciones morales de la justicia liberal se debe, como hemos visto, al antagonismo supuestamente !151 presente en el hombre entre su espíritu y sus deseos así como a la necesidad de interpretar la vida social y la vida mental como un proceso de control de los deseos y de los intereses por el espíritu. La desestabilización de las relaciones de fuerza política clasicas inducidas por las crisis de cambio programadas por los especuladores no ha permitido a los Estados utilizar el poco poder que les quedaba más que haciendo valer su capacidad para reconocer, de tras de las relaciones de fuerzas políticas y económicas internacionales, las únicas condiciones de vida objetivas que ellos podían hacer valer frente a la opinión pública internacional, mostrando que estas debían acomodarse a sus países independientemente de las relaciones de dominación y de hegemonía de ciertos países respecto a otros. Ellos no han podido hacer respetar sus decisiones más que haciéndose reconocer como ciudadanos plenos en la democracia internacional, como portadores de un juicio justificable frente a la opinión pública, por la única razón que ellos podía hacerla reconocer como una necesidad que debía ser respetada por sus socios internacionales. Por lo demás, non pueden continuar haciéndolo más que actuando como metaempresarios de la empresa de Estado para participar del neodarwinismo cosmopolítico en el que se ha convertido la política internacional, es decir, recayendo continuamente en lo que Hobbes llamaba el “Estado de naturaleza” y corriendo así el riesgo de conflicto de intereses y de acusación de corrupción. En el contexto de las mundializaciones culturales, el diálogo intercultural se revela como una necesidad, como puesta a prueba de la capacidad de cada cultura a !152 proponerse como una forma de vida asumible por todos aquellos que participan de ella así como por los demás. Requiere recurrir al diálogo universitario entre culturas como uno de sus componentes esenciales. El discurso universitario no es una ocasión entre otras para la autoafirmación de una cultura: es la instancia por la cual esta cultura toma conciencia crítica de sus límites en la comprensión misma que tiene de otras culturas así como de la necesidad de sacar el diálogo intercultural del espacio de un puro contacto de comunicación o de registro de una comprensión recíproca o de una incomprensión recíproca. Por su intermedio, adviene la posibilidad de discernir en qué medida las relaciones necesarias de complementariedad cultural descubren constantes antropológicas que sólo pueden ser reconocidas como tales cuando son adoptadas por los agentes de las diversas culturas implicadas. Es en este discurso crítico que las fronteras propias de las diversas culturas pueden descubrirse y que el modo en que las culturas interactuantes traspasan estas fronteras puede ser integrado en la cultura de referencia. El respeto de las culturas en el diálogo cultural no puede limitarse a una actitud formal de reconocimiento de la existencia de una cultura distinta a la manera en que el derecho nos obliga a respetar la existencia de otra persona. Este debe ser un respeto ejercido en el acto mismo de la crítica por el cual una cultura reconoce el deber de integrar aquello que le falta y que ha servido de base a la cultura con la cual dialoga. Este reconocimiento en acto de la especificidad de otras culturas, de su validez antropológica y de su aporte real a la construcción de una humanidad tan respetuosa de lo que ella debe ser que lo es efectivamente, condiciona el !153 intercambio de la fuerza crítica del discurso universitario en el diálogo intercultural. Este diálogo intercultural permite entonces una implicación transcultural de los universitarios en la transformación de su cultura y de las instituciones que derivan de ella, así como una intervención de su parte en otras culturas por medio del reconocimiento que los universitarios formados en esta cultura pueden hacer de su contribución una vez que el aporte crítico de la cultura extranjera es reconocido en su validez antropológica. Si se considera, por ejemplo, la fractura intercultural reciente entre el liberalismo y la cultura musulmana, es necesario reconocer, por una parte, la necesidad de ampliar la cultura contractual del liberalismo americano por un reconocimiento de las relaciones de necesidad que ligan el desarrollo de las culturas sociales al mundo y a la realidad de los hombres, por un reconocimiento de las relaciones que obligan a recononcer la objetividad de las leyes que regulan los intercambios económicos e imponiendo una justicia en la retribución de bienes, derechos y deberes. Sólo un reconocimiento de este tipo puede liberar de sus límites éticos internos al sueño europeo de una democracia deliberativa mundial. La cultura musulmana nos ofrece esta posibilidad de criticar los límites internos del pensamiento contractual y de los acuerdos arbitrarios de intercambio que ella promueve. Ella ofrece esta posibilidad a condición de poder ajustarse ella misma a la imagen del hombre propuesta por la experimentación total de sí mismo a la cual el se entrega y de abandonar su refugio acrítico en una conciencia del destino que anima la lucha contra todo lo !154 que supuestamente se opone al destino de elección de sus fieles. Sin embargo, esta crítica universitaria debe hacerse entonces transcultural en la medida que ella se obliga a adoptar el punto de vista de sus otros culturales: para poder comprenderlos y evaluar la creatividad cultural de las otras culturas así como su operatividad crítica, no sólo debemos pensar que el otro puede tener razón, sino que debemos pensar que él efectivamente la tiene por el hecho de pensar él mismo que es verdad lo que piensa, algo que luego debemos reconocer o no que es verdadero o falso. Esta indisponibilidad del único criterio antropológico de diálogo intercultural crítico: la concordancia de verdad de otro era quizá a lo que se apuntaba mediante la prohibición de arrogarse el poder de juzgar en última instancia, poder que era atribuido al Dios judaico. Incluso si está fuera de discusión prohibir al hombre de las mundializaciones culturales identificarse con el ser de juicio y de verdad que él es, es también cierto que no es capaz de entender de la cultura judaica la incapacidad que tiene el ser humano de reconocer la verdad de lo que él dice y piensa mientras no haya podido compartir su juicio de verdad con otro, haciéndolo reconocer la objetividad de la experiencia de sí mismo y del mundo que él le permite. Tal vez esto constituye el judaísmo y la islamidad secreta del europeo, quizá esto constituye la limitación interna del uso del juicio filosófico, ya sea cotidiano o profesional, si es cierto que este compartir y este dar a otro como a sí mismo de las condiciones de acceso de este compartir constituyen los únicos testimonios de la existencia de esta verdad que para ser requiere ser común y ser reconocida en común. !155 Traducción de Jaime Otazo Hermosilla. 10 11 En el original, faire faire. En el original, maîtrise. !156 !157 Este libro fue impreso en la Imprenta de la Universidad de La Frontera, en Agosto de 2017, en Avenir Next y Garamond, con !158