UFRO, UFRJ, UP, UNLP y UG
Sobre La Capacidad de Juzgar Jacques Poulain
Colección Teoría Psicopolítica
Vol. II
Sobre La
Capacidad
de Juzgar
Jacques Poulain
“La universidad, depositaria
de la facultad de juzgar en
común, sólo puede validarse
como forma de vida que se
valida, como una sola
institución que no instituye
más que aquello que
constituye esencialmente
al ser humano como ser
de comunicación: su facultad
de juzgar la objetividad de sus
modos de deseo y de acción
segura
Inceptos himenaeos. Vestibulum eu ultricies Vestibulum de
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científicas”.
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Jacques
Poulain
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EVANDRO VIEIRA OURIQUES
LITORA
TORQUENT
PER
CONUBIA
PER
HIMENAEOS.
EU ULTRICIES
aptent
taciti sociosqu
ad litora
torquent
per NOSTRA,
etium tortor
necINCEPTOS
porttitor. Class
aptent tacitiVESTIBULUM
sociosqu inceptos
himenaeo.
conubia nostra, per inceptos himenaeos. ad litora torquent per conubia nostra, per inceptos
vertical
Fotografía de la Portada
Úrsula Mey de Amorim Ouriques
concept
the
1/1
Jacques Poulain
Nació el 22 de mayo de 1942
en Fienvillers (Somme), Agrégé
de Philosophie en 1968, Ph.D.
en Filosofía en 1984. Profesor
de Filosofía en la Universidad
de Montreal (1968-1985), en la
Universidad de Franche-Comté
(1985-1988) y en la
Universidad de París 8
(1988-2010), donde fue
nombrado Profesor Emérito
desde 2010. Vice-presidente
Internacional y Director de
Programas del Colegio
Internacional de Filosofía de
1985 a 1992. Titular de la
Cátedra UNESCO de Filosofía
de la Cultura y de las
Instituciones desde 1996.
Publicaciones: El Hombre,
Paris, Ed du Cerf, 2001; Die
neue Modern, Frankfurt, P.
Lang, 2012; ¿Podemos curar la
globalización?, Paris, Hermann,
2017.
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Sobre
La Capacidad de Juzgar
Jacques Poulain
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Sobre
La Capacidad de Juzgar
Jacques Poulain
Recopilación y Prefacio
Evandro Vieira Ouriques
Comentario
Carlos Del Valle Rojas
Traducción
Jaime Otazo Hermosilla
Juan Del Valle Rojas
Juan Ramón Iraeta
Co-Edición
Universidad de La Frontera
Universidade Federal do Rio de Janeiro
Universidad Nacional de La Plata
Universidade do Porto
Universidad de Groningen
2017
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La Colección Teoría Psicopolítica
Una Co-edición
Universidad de La Frontera, Chile
Centro Internacional de Estudios de Epistemologías de
Frontera y Economía Psicopolítica de la Cultura/Núcleo
Científico Tecnológico en Ciencias Sociales y
Humanidades
Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil
Núcleo de Estudos Transdisciplinares de Psicopolítica e
Consciência/Escola de Comunicação
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Facultad de Periodismo y Comunicación Social
Universidade do Porto, Portugal
Faculdade de Letras
Universidad de Groningen, Holanda
Chair of European Literature and Culture
Comité Editorial
Armando Malheiro da Silva
Universidade do Porto, Portugal
Carlos Del Valle Rojas
Universidad de La Frontera, Chile
Evandro Vieira Ouriques
Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil
Michel Misse
Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil
Pablo Bilyk
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Pablo Valdivia
Universidad de Groningen, Holanda
Comité Científico
Víctor Silva
Universidad de Zaragoza, España
Maira Fróes
Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil
Miguel de Barros
Instituto Nacional de Estudos e Pesquisas, Guiné-Bissau
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La Colección Teoría Psicopolítica
Volumén I
A Teoria Psicopolítica: emancipação
dos Aparelhos Psicopolíticos da Cultura
Evandro Vieira Ouriques
Volumén II
Sobre la Capacidad de Juzgar
Jacques Poulain
Volumén III
Transculturalidad, Estética y Psicopolítica
Ana Christina Iachan, Aureo Mendonça,
Evandro Vieira Ouriques y Mónica Chiffoleau
(Eds.)
Volumén IV
El Crimen como el Ser del Sujeto:
escritos sobre la sujeción criminal
Michel Misse
Volumén IV
Elecciones Espectaculares:
como Hugo Chávez conquistó la Venezuela
Marcelo Serpa
Sobre la Capacidad de Juzgar
Jacques Poulain
ISBN 978-956-236-329-7
!7
!8
Índice
Sobre la contribución
de la obra de Jacques Poulain
para la teoría social
Por Evandro Vieira Ouriques
11
Derecho y Justicia:
de la Regulación a la Emancipación
Por Carlos Del Valle Rojas
25
Capítulo I
Parousia Americana
33
Capítulo II
La filosofía como
praxis transcultural y psicopolítica
67
Capítulo III
La política cultural del capitalismo avanzado
y el diálogo transcultural
93
Capítulo IV
La filosofía como antropología transcultural
131
!9
!10
Sobre la contribución
de la obra de Jacques Poulain
para la Teoría Social
Evandro Vieira Ouriques
!11
Recibir de Jacques Poulain la invitación para escribir
sobre su obra en este libro es un honor muy especial, que lo
recibí como más una generosa invitación suya para
profundizar nuestras conversaciones, siempre decisivas para
mi. Su obra es constituída al mismo tiempo por una
inmensa complejidad y carácter enciclopédico, y por la
articulación entre la discusión filosófica especializada y la
práctica de su uso en la vida humana cotidiana, una vez que
para él, basado en la antropobiología filosófica del lenguaje,
el ser humano es la capacidad de pensar, querer y juzgar. Y,
por eso, toda su obra es una crítica sistemática a las
pragmáticas del lenguaje, con el propósito de restaurar el
uso filosófico del juicio de la verdad en el diálogo, así como
en la lógica; o sea, del argumento, de la capacidad de
argumentar, comprometida por la encapsulación neoliberal.
Jacques Poulain, desde 1996, es el Titular de la Cátedra
UNESCO de Filosofía de la Cultura y de las Instituciones, y
mantiene interlocución directa con muchos de los más
importantes filósofos del mundo desde la década de los 60.
!12
Así es que ha sido Profesor de Filosofía de la
Universidad de Montreal, de 1968 hasta 1985, de la
Université de Franche-Comté, de 1985 hasta 1988, y de la
Université de Paris 8, de 1988 hasta 2010, en la cual ha
dirigido el Departamento de Filosofía, y, en, 2010,
nombrado Profesor Emérito, así como ha sido Vicepresidente y Director de Programas del Collège
International de Philosophie, de 1985 à 1992.
Por lo tanto, hace medio siglo que él estimula el diálogo
internacional, incluso a través de un amplio programa de
colecciones de publicaciones, entre los filósofos de las
principales tradiciones de lengua francesa, inglesa y
alemana, con apertura para otras culturas como las de
África y América Latina, con el objetivo de contestar, desde
un horizonte común, la crisis de incertidumbre producida
por la experimentación total del mundo, que caracteriza la
mentalidad del capitalismo avanzado, en el cual los actos de
habla son pragmaticamente independientes de su verdad.
Jacques Poulain ocupa, de esta manera, una posiciónclave en el diálogo de la filosofía mundial, incluso, claro, con
sus oponentes, a favor de la restauración de la capacidad de
juzgar como terapia filosófica de la barbarie económicopolítico de las democracias neoliberales, basadas en la
neutralización del juicio y, así, en el ataque frontal a la
condición comunicacional del ser humano.
El punto a partir del cual parten nuestras conversaciones
es justo la condición comunicacional del ser humano, que
evidencia la constitución antropológica, por lo tanto nometafísica, del ser humano como filosófica. En la calidad de
feto extra-uterino, el ser humano supera el hiato entre sus
aparatos motores y sus aparatos sensoriales a través de la
!13
escucha de la voz de madre, experiencia en la cual él
aprende a hacer, o sea, a juzgar como hacerlo, el mundo
hablar de manera favorable a él.
Jacques Poulain subraya que esta escucha y este
aprendizaje ocurre en la seguridad y la protección que
caracterizan la disposición amorosa, la apertura frente al
otro. Es en esta condición mental, en el sentido no
platónico, que el juicio filosófico de la verdad es interno a
cada pensamiento y acto de habla, y que cuando se le pasa
por alto esto, como en el caso de la experimentación
neoliberal, se está necesariamente liderando hacia los
disturbios y interferencias psicopolíticas que
experimentamos hoy en día.
En la teoría psicopolítica, como renovación de la teoría
social y de la filosofía, cuidamos justamente de como
superar esta perturbación en el psiquismo y en las
instituciones. Por eso la obra de Poulain nos ayuda de
manera decisiva, cuando demuestra, por exemplo, que no
hay experiencia humana que no sea determinada por una
visión filosófica, por lo tanto, por una manera ontológica,
epistemológica y teórica, y así metodológica y vivencial, de
conocer y compreender la vida y el mundo.
Esta visión filosófica precisa estar claro para el ser
humano pues, en caso contrario, ella lo informa
inconscientemente y compromete su capacidad de juzgar.
Es así que el ser humano, como es tan común en la
síndrome neoliberal, piensa que piensa y piensa que siente,
cuando casi siempre es pensado y sentido, envolviéndolo en
la co-producción de la ola fascista que atraviesa el mundo
en esta segunda década del siglo XXI, cuando regresamos
de cierta manera a las mismas cuestiones que incomodaban
!14
a la humanidad en el final del siglo XIX, y que las teorías
sociales hegemónicas pensaran haber superado.
El poeta Elicura Chihuailaf subraja en su libro La Vida es
una Nube Azul, publicado por las Ediciones Universidad de
La Frontera, que la lucha de siglos del Pueblo Mapuche “es
una lucha por Ternura” (p. 228). Ternura, como sabemos, es
el título del libro de Gabriela Mistral que ella lo consideró
su libro más querido, publicado en Madrid, el año 1924, y
que dedicó a su madre y a su hermana Emelina. La primera
edición de Ternura se subtituló Canciones para niños. En las
palabras de Gabriela, “cuando he escrito una ronda infantil,
mi día ha sido verdaderamente bañado de Gracia, mi
respiración como más rítmica y mi cara ha recuperado la
risa perdida en trabajos desgraciados”.
Después de décadas de trabajo, Poulain logró hacer
reconocida la articulación entre la filosofía, la
transculturalidad y la estética, en un terno ejercicio de
búsqueda de la verdad, verdad que está entre los sujetos,
entre las disciplinas y entre las culturas, y que garantiza que
la experiencia humana sea bañada de la Gracia a la cual
Gabriela se refirió. ¿Y por qué?
Jacques Poulain responde: porqué somos seres de
lenguaje. Esta es, para mi, la Gracia. Esta sociabilidad
instituyente en la solidaridad, en la cual la respiración se
torna más rítmica y la cara recupera la felicidad. La relación
fundacional con el otro es paradigmática, en la cual nos
reconocemos y, a partir de la cual, somos capaces de reexperimentar-la por medio de nuestra capacidad de juzgar
ao largo de nuestras vidas: la relación de mutuo amor,
fuente, paradigma y acción a cumplir que caracteriza a todo
reconocimiento de sí mismo en una deseada y compartida
!15
relación con el prójimo, sea con nuestros pares sociales, con
nuestros pares disciplinarios, con nuestros pares culturales.
Pero en una civilización patriarcal, ontológica e
epistemologicamente dualista, la escucha del otro, por tanto
de la madre, por tanto del feminino, por tanto de la
diferencia (yo soy el otro del mismo), la posibilidad del
encuentro con el otro, del amor de la comunicación, como
habla Poulain, está interditada.
Es así que él hace la defensa fundamental de que el uso
del juicio de la verdad debe ser restablecido, y, repito, no
sólo como una prerrogativa profesional de filósofos, pues
que ya se encuentra animando y regulando cada uso del
lenguaje. Es solamente así que el ser humano puede libertarse del consenso neoliberal, esta forma contemporánea de
los regímenes de servidumbre. Pues, como Jacques Poulain
subraya, la convocación, a través de la comunicación, de la
autoridad transubjetiva del consenso social, por exemplo a
través de los medios, es la misma actitud de los científicos al
convocar el consenso del mundo visible para con sus
hipótesis. Es por eso que todo depende, de manera vital, de
la capacidad de juicio del ser humano, pues siempre estamos
buscando alguna autoridad objetiva la cual pueda contarnos
que hacer y que desear, así como hemos buscado nuestras
madres para poder nos instituirmos.
Así es que el consenso social que legitimamos como
verdad siempre habla a través de nuestras palabras,
pensamientos, afectos e instituciones y regula nuestra vida
mental, y así social, pues nos parece tener, habla Poulain, la
misma autoridad y validez en relación a nuestra naturaleza
“interna” como el mundo visible lo tiene, para los
científicos experimentales, en relación al conocimiento
!16
“externo” del mundo. En este consenso, la violencia ocupa
lugar central, pues ha sido naturalizada por la teoría social a
través de la esencialización del axioma hobbesiano cuyos
despliegues máximos están instaurados en la crueldad
neoliberal.
Para Poulain, la explicación weberiana de las dinámicas
lógicas de la experimentación capitalista se conoce bien,
pero raramente se las entiende correctamente. Tal como los
predestinados calvinistas, los capitalistas pueden asegurar
que fueran elegidos por Dios para la salvación desde que
ellos tengan éxito en sus vidas terrenales.
La búsqueda liberal para la felicidad individual y social se
mide, como se sabe, a través de los éxitos de sus
emprendimientos. Es así que los capitalistas actuales deben
reinvertir sus bienes en sus empresas para poder
incrementar su certeza sobre su propia salvación social, en
una clase de ascetismo. Por eso, recordo yo, Walter
Benjamin percibió bien que el capitalismo es una religión.
Pero el problema, nos muestra Poulain, es que ellos, al
considerar sus éxitos como la única fuente de confirmación
de la verdad de sus empresas liberales, lo hacen según una
conciencia moral necesariamente perversa, porque
subordina la voluntad legítima por felicidad y bienestar
social por parte de las demás personas a una autocertificación egocéntrica, o sea, por sus narcisismos
secundários, y así arbitraria, de sus voluntades personales
por la salvación.
De esta forma, los capitalistas, y los que para ellos
trabajan, disfrutan de manera exclusiva de sus habilidades
de subordinar el bienestar de las demás personas a la
satisfacción de sus conciencias morales, que los mueve en la
!17
maximización de la satisfacción de cualquier deseo, y de la
correspondiente producción de bienes, bajo la certeza de
ser salvado, o sea, justificado, como una vez más nos habla
Jacques Poulain. Una vez que este tipo de conciencia moral
genera, como es sabido, pobreza, desempleo y exclusión de
los que deben pagar por el incremento del capital, resulta
demostrado, a través del argumento, una falsificación radical
en la forma de vida liberal.
En este libro él sigue en esta análisis emancipadora. Pues
aunque la teoría liberal de los derechos los consagró en la
propia Constitución norte-americana, como formas
especiales de libertad y protección mutua asumidas “por
encima” de la política, lo que ocurrió durante el siglo XX es
que las prácticas políticas de los liberales rápidamente
debilitó la concepción liberal de los derechos, que tratan
justamente del estado de seguridad y protección en que el
ser humano se instituye en la escucha de la voz de madre.
Es así que la teoría psicopolítica se benefició y beneficia
de manera decisiva de la defensa que Jacques Poulain hace,
de maneira central, de la condición comunicacional del ser
humano, pues sólo el rescate de la capacidad de juzgar del
ser humano puede articular una nueva fase del proceso
c iv i l i z a t ó r i o, b a s a d a e n t o n c e s e n l a i m a n e n t e
responsabilidad en red de los seres humanos en relación al
juicio que hacen de los estados mentales que se le ofrecen
como fuente de referencia para su decisión.
La protección de los derechos presuponía que el Estado
sería su defensor -el mediador frente a los impulsos
agresivos de los seres humanos que serían incapaces de se
auto-controlaren- interviniendo para impedir la sobredeterminación por los intereses de grupos que violan los
!18
derechos individuales y de otros grupos. Pero lo que se ve
es que el Estado, como la entidad metafísica que es, pues
desencarnado en relación a los seres humanos, resulta
compuesto los seres humanos también convencidos del
consenso hobbesiano, lo que hizo y hace con que no haya
resistencia efectiva a las presiones implacables de los
intereses neoliberales articulados en esta red.
Es así que la sociedad de indivíduos, en el sentido no dualista
de Norbert Elias, se fue acostumbrando lentamente a la
noción catastrófica que derechos políticos serían derechos
económicos, como salud y jubilación, que pasaran a hacer
parte, lo que ocurrió de manera pionera en Chile con la
aplicación de los principios neoliberales de la Escuela de
Economía de Chicago, de un consenso sobre el dar y recibir de
la vida mediado por el capital, y no por el diálogo -por la
comunicación, por la solidaridad constituyentes de la
condición comunicacional del ser humano.
Poulain argumenta que los derechos económicos
concedidos por los liberales, frente a las presiones del
socialismo y bajo el argumento de que los derechos
políticos serían puramente formales si los ciudadanos no
hubieran un estándar de vida decente (empleos, seguro
social, compensación por desempleo, sindicatos, educación
universitaria, etc.), empoderaron a la gente y les dieron una
ganancia en la dignidad, autonomía y buen vivir con el
Estado del Bienestar Social, como en Europa, pero hicieron
a los derechos dependientes de un contingente finito de
recursos.
Este consenso social permitió emerger argumentos hoy
generalizados, desde discursos como “tu derecho a salud
medica necesariamente utilizará recursos que no pueden ser
!19
asignados para satisfacer mi derecho a entrenamiento
laboral”, hasta discursos de los gobiernos y agencias de
finanzas internacionales, que afirman que determinados
países, en general del Sur, “han gastado más que podían”.
Esta transvaluación de los derechos, desde un estatus
cuasi absoluto a un de contingencia, fue el destino que
entonces los neoliberales consolidaran después del fracaso
del socialismo real, que ha sido capturado, desde la
perspectiva de la teoría psicopolítica, por los mismos
valores de los regímenes de servidumbre, o sea, los mismos
valores del axioma hobbesiano.
¿Por qué esta conciencia cognitivamente perversa y moral
es incapaz de reconocerse como tal? Simplemente porque el
mercado social mundial y el consenso social que se supone
que lo controla son convocados psicopoliticamente como
autoridades divinas capaces de controlar su agresividad. Por
eso están meta-organizados en una dinámica doble, que las
conversaciones con Jacques Poulain me han permitido
argumentar: en una mano, la que toma, el terror
generalizado, que amenaza la seguridad y la protección
constituyentes del humano; y en la otra, la que ofrece, la
obediencia y el consumo que promete, a través de la
experimentación total del mundo, el goce de la seguridad y
la protección.
Para la superación de esta situación necesitamos, primero
que todo, deja claro Poulain, reconocer como falsa la
imagen filosófica del ser humano que aún se utiliza al largo
de este empobrecimiento neoliberal. Esta imagen filosófica
depende de la concepción dualista del ser humano en el cual
la razón, la mente y una buena moralidad estarían separadas
del cuerpo, deseos, pasiones e intereses.
!20
Nuestros deseos no son necesariamente irracionales:
ellos están obedeciendo también a una dinámica creativa de
la verdad que nos permite juzgar la racionalidad o
irracionalidad de lo que ellos expresan. Por eso la prioridad
del juicio humano, en el uso de consenso, es autorizar lo
que permite la posibilidad de la vida humana y debe ser
respetado en la formación de nuestras condiciones sociales.
Caso contrario se desencadena una guerra intra-cultural,
como del ódio en relación a los “enemigos internos”, como
muestra Carlos del Valle Rojas, las etnias, imigrantes y
diferencias en general, como una guerra entre culturas,
contra culturas enemigas, “enemigos externos”, aún con
Del Valle, que sufren la “sujeción criminal” identificada por
Michel Misse.
Es a la superación de esta guerra a através de la
comunicación, de la estética y de la universidad transcultural
que se dedica de manera, corajosa, fraterna y generosa,
Jacques Poulain, que ha sistematizado un precioso
conocimiento, tan raro cuanto robusto argumento, que
permite fortalecer muchos campos teóricos, como nosotros
estamos nos beneficiando en la teoría psicopolítica.
Este estado de guerra que no acaba, nos muestra él, es
contra la capacidad de juzgar, pues los diversos monopolios
culturales reactivan los fundamentalismos de todas las
religiones y transforma a las culturas en poderes que
afirman al mismo tiempo el poder y la universalidad de su
espíritu crítico, y la invalidez del espíritu crítico de las otras
culturas -lo que es, justamente, digo yo, el contrário de la
acción desinteresada que necesita la madre en relación con
su hijo, frente al cual se pide que sólo desee que él se
exprese como si mismo.
!21
Cuando las culturas y los sujetos quedan eximidos de
operaren cualquier crítica hacia sí mismos, están
descalificados como psiquismos y como instituciones al
seguir el modelo de la experimentación total y ciega del ser
humano, que contradice la no-violencia que caracteriza,
como en Kant, la razón, claro, la razón pós-platónica, que
constituye la condición comunicacional del ser humano,
esta condición antropobiológica del ser humano, que está
en la base de la teoría psicopolítica.
Lo que Poulain ofrece, desde mi perspetiva, es que la
teoría crítica, que no acepta la realidad como está siendo,
debe hacerse también transcultural, en la medida que
necesita comprometer-se en adoptar el punto de vista de
sus otros culturales: para poder comprenderlos y evaluar la
creatividad cultural de las otras maneras de pensar, de las
otras culturas, así como su operatividad crítica, pues no sólo
debemos pensar que el otro puede tener la razón, sino que
debemos pensar que la tiene por el hecho que él mismo
piensa que es cierto lo que piensa, pues para en un segundo
momento, creado por el amor al otro de si y del otro,
reconocer o no si es verdadero que sea falso.
Cuando el Jacques Poulain inauguró el Año Académico
de la Facultad de Educación, Ciencias Sociales y
Humanidades de la Universidad de La Frontera, el 21 de
abril de 2016, bajo la invitación de Carlos Del Valle Rojas,
Decano de aquella Facultad, con la Conferencia titulada La
Philosophie comme Anthropologie Transculturelle, se iniciaran las
conversaciones para publicar un libro que integrase sus
Conferencias en la Facultad y otros textos suyos. De hecho,
en abril de 2016 Poulain dictó la Conferencia de cierre del
Seminario Internacional Los Desafíos Económico-políticos y Socio-
!22
culturales de la Comunicación en América Latina, del Grupo de
Trabajo Comunicación, Política y Ciudadanía en América
Latina, del Consejo Latinoamericano de Ciencias SocialesCLACSO, con el título La Politique Culturelle du Capitalisme
Avancé et le Dialogue Transculturel. Desde esta misma
fecha comenzó la recopilación y traducción del libro que
usted tiene en sus manos.
Es así que concluyo con palabras de Jacques Poulain,
subrayando que las lecturas de su obra son muy poderosas y
muy emancipadoras para todos que están involucrados con
la renovación de la teoría social y de la filosofía, de lo que
depende la renovación de la cultura: “La universidad,
depositaria de la facultad de juzgar en común, sólo puede
validarse como forma de vida que se valida, como una sola
institución que no instituye más que aquello que constituye
esencialmente al ser humano como ser de comunicación: su
facultad de juzgar la objetividad de sus modos de deseo y de
acción de manera tan segura como el juzga la verdad de sus
verdades científicas”.
Agradezco el financiamiento del MECESUP 2
Educación Superior-Proyecto FRO0901/Programa de
Fortalecimiento de las Ciencias Sociales y Humanidades/
Ministério de la Educación/Chile, que viabilizó la estancia
en la cual he realizado también este trabajo.
Evandro Vieira Ouriques
Director del Núcleo de Estudos Transdisciplinares de Psicopolítica e
Consciência/Escola de Comunicação/
Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil
Profesor Visitante de la Facultad de Educación, Ciencias Sociales y
Humanidades/Universidad de La Frontera, Temuko, Chile
!23
!24
Derecho y Justicia:
de la Regulación a la Emancipación
Carlos Del Valle Rojas
!25
“todos deben reconocer y utilizar el derecho de cada persona a usar su
propia facultad de juzgar en temas sociales como el derecho humano
que es fundacional de todos los otros y asegurar este uso en la
democracia internacional que se está construyendo a lo largo de esta
globalización del mercado social” (Poulain, 2017: 13 y 14).
[Auto 1] Si la justicia es subrogada
Cuando Max Horkheimer y Theodor Adorno, en ese ya
mítico trabajo de mediados de la década de 1940, sostienen
que “La justicia perece en el derecho” (1998:71), no sólo
debemos pensar en esa fatídica capacidad del sistema
jurídico-judicial de hacer menos justicia en medio de una
multitud de derechos; sino también en la necesaria
capacidad individual que tenemos de juzgar sin esperar
solamente que sea el entramado burocrático-político el cual
defina las normas que hemos de seguir. De otra manera,
estaremos condenados al arbitrio consensual de quienes han
sido sociopolíticamente habilitados en un espacio
trascendido que llamamos “Parlamento”, “Tribunal
Constitucional”, etc. Esto, porque muy a menudo se
confunde una capacidad delegada y transitoria para dictar
leyes con la capacidad de juzgar, como también se confunde
!26
una capacidad delegada y transitoria de juzgar (en tanto
condición procesual que deriva en una sentencia o fallo
sobre un delito y su consecuente pena) con la capacidad de
hacer justicia. En este mismo sentido, Jacques Poulain lo
plantea con claridad en este libro: “El intercambio
performativo sólo favorece a aquellos cuya palabra es ya
determinante para los demás, al ser ellos los únicos
apropiados para juzgar, en última instancia, del uso social
del consenso inscrito en las convenciones [lo cual] provoca
la potenciación de una hipertribunalización”. De manera
que los tribunales adquieren una condición trascendente y
casi mágica, transitando desde un lugar de juicios para
constituirse en el lugar de la justicia.
[Auto 2] El derecho es hegemónico
Acertadamente el autor del libro, Jacques Poulain, nos
plantea una evidencia aquí: “La paridad entre los hombres y
las mujeres se basa en este uso del juicio de la verdad. Este
uso es consagrado en su fuente lingüística y ninguna
convención política o consenso cultural y religioso tiene el
derecho a negar a la mujer la misma habilidad que es
reconocida en el hombre: su igual habilidad de juzgar sobre
la objetividad de sus propias condiciones de vida. Robar a la
mujer su facultad de juicio es robar lo que se le permite
vivir. Es robar sus vidas.”
Lo anterior sitúa la discusión en un punto fundamental:
El derecho es el derecho de quien lo produce. Decidir sobre
las condiciones de vida de un grupo (género, etnia,
inmigrante, etc.) es decidir sobre ese grupo, especialmente
cuando sólo son objeto de la decisión y no participan en la
!27
misma. Del mismo modo, las tesis consensualistas del
derecho logran subsumir y coartar, precisamente, las
posibilidades emancipatorias: “La invocación del consenso
como autoridad trascendente a los individuos, preconizada
por las teorías contemporáneas de la justicia de Rawls y de
Habermas, no es una excepción a la regla. En lugar de ver
ahí una solución, se debe aceptar y reconocer que las teorías
contractualistas y consensualistas han producido los
obstáculos ético-políticos a los que pretenden
escapar.” (Camacho y Poulain, 2012: 191). Precisamente, el
consenso no es la única ni la mejor forma de lograr las
garantías en el derecho. Básicamente por dos razones.
Primero, porque el consenso no es una medida de la justicia,
sino que una señal de la contingencia. Segundo, porque el
consenso en estas circunstancias siempre es muy relativo.
Asimismo, como señalan Camacho y Poulain: “De nada
sirve en efecto, que los derechos del hombre estén inscritos
en la constitución de casi todos los países del mundo, de
nada sirve que parezcan situarse por encima de las
relaciones de fuerza política, el ejercicio mismo de estos
derechos se ha manifestado cada vez más tributario de la
capacidad real de los Estados para imponerse como árbitro
entre las fuerzas políticas y las corporaciones
multinacionales” (Camacho y Poulain, 2012: 192).
[Auto 3] Y la regulación sustituye a la emancipación
Precisamente De Sousa plantea que uno de los
principales problemas es el tránsito permanente entre
derecho y ciencia en una misma institución, donde una
sentencia y fallo dependen de veredictos científico-legales
!28
como lo médico-forense o lo jurídico-penitenciario. En este
sentido, el derecho deja de ser emancipación del sujeto para
transformarse en un dispositivo instrumental de la ciencia y
la técnica. En su tesis del “Derecho de la calle” De Sousa
(2003) sostiene que “el derecho perdió poder y autonomía
en el mismo proceso político en que se los concedió al
Estado. A medida que el derecho se fue tornando estatal,
fue convirtiéndose también en científico [contribuyendo así]
a despolitizar el propio Estado: la dominación política pasó
a legitimarse como dominación técnico-jurídica” (De Sousa,
2003:161). En una dirección similar, podemos comprender
la relación entre el Estado, la ley y su aplicación, de tal
modo que la transgresión opera como una normalidad
dentro de la regulación que realiza el Estado: “o própio
Estado tem sido o agente da cisão e mesmo da
incongruência entre a lei do texto e a sua aplicação. Através
das práticas de seus representantes, freqüentemente é o
primeiro a transgredir, oferecendo à sociedade civil um
modelo de autoridade abusiva –ora permissiva, ora
despótica-, que respeita ou não a lei conforme o arbítrio da
conveniência” (Morgado, 2001:163).
[Sentencia] En consecuencia, es necesario recuperar
los espacios de enunciación de los derechos
El derecho, desde una perspectiva crítica, no es un
instrumento de regulación, sino más bien un dispositivo de
emancipación para los diferentes sujetos colectivos; cuyo
propósito es “determinar el espacio político en el que se
desarrollan las prácticas sociales que enuncian derechos,
incluso contra legem” (De Sousa Junior, 2012:17).
!29
En un sentido complementario, Sandel sostiene la
naturaleza de lo que consideramos justicia en su relación
con la libertad: “una sociedad justa respeta la libertad de
cada uno de escoger su propia concepción de la vida
buena” (Sandel, 2013: 18).
Por su parte, Jacques Poulain aborda el lugar de la cultura
en su relación con el derecho y el diálogo intercultural, al
señalar que el respeto “no puede limitarse a una actitud
formal de reconocimiento de la existencia de una cultura
distinta a la manera en que el derecho nos obliga a respetar
la existencia de otra persona”. Se trata más bien –prosigue
Poulain- de reconocer “el deber de integrar aquello que le
falta y que ha servido de base a la cultura con la cual
dialoga”.
Carlos del Valle Rojas
Profesor Titular, Decano de la Facultad de Ciencias Sociales y
Humanidades/Universidad de La Frontera.
Temuko, Chile, invierno de 2017.
Referencias
Camacho, Emma y Poulain, Jacques (2012): “¿Qué es la justicia?”, en
Praxis Filosófica, núm. 34, pp. 189-202.
De Sousa Junior, José (2012): “El derecho desde la calle“, en
Delduque, Maria Célia et al. (org.), El derecho desde la calle:
Introducción crítica al derecho a la salud, Brasilia: FUB-CEAD.
De Sousa Santos, Boaventura (2003): Crítica de la razón indolente. Contra
el desperdicio de la experiencia, Bilbao: Editorial Desclée De Brouwer,
S.A.
!30
Horkheimer, Max y Adorno, Theodor W. (1998): Dialéctica de la
Ilustración. Fragmentos filosóficos, Madrid: Editorial Trotta S.A
Morgado, Maria Aparecida (2001): A lei contra a justiça. Um mal estar na
cultura brasileira, Brasília: Plano Editora.
Sandel, Michel (2013): Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?,
Barcelona. Debolsillo.
!31
!32
Capítulo I
Parousia americana
!33
1. La “parousia” americana de la democracia filosófica
Tras la caída de los totalitarismos del Este, el liberalismo
norteamericano del mercado de libre empresa se contenta
con festejar su triunfo sobre toda la tierra, presentándose
más que nunca legitimado como la única forma
universalizable de vida. Parece que este triunfo se impone
por la sola y única razón de que la democracia americana se
ha construido en base a los logros de la filosofía de la
Ilustración: la libertad y la igualdad de los miembros de la
sociedad. Habría terminado por sacar partido en el siglo
XX de la ventaja que A. de Tocqueville y, más
recientemente, L. Hartz, le habían reconocido.
Como escribía este último, “la gran ventaja de los
americanos está en haber llegado al estado de democracia
sin tener que sufrir una revolución democrática y en haber
nacido iguales en lugar de tener que llegar a serlo”. La
travesía del Atlántico los habría capacitado para realizar aquí
abajo la voluntad cristiana de comunión y de salvación,
ahorrándoles la necesidad de trastrocar las estructuras
sociales heredadas del feudalismo. Y la travesía de las crisis
!34
económicas y culturales del crecimiento con la ayuda del
consenso social, les habría permitido generalizar a todos los
sectores de la vida la manera en que han superado,
limitando al máximo todo recurso a la violencia, los
antagonismos provocados por sus intereses privados.
Haciendo de la sumisión al consenso no sólo la ley del
progreso social y económico, sino igualmente el motor del
progreso científico y técnico, así como la ley de integración
de este progreso en la vida personal de los individuos, el
liberalismo conduciría a su término el proceso de
racionalización del hombre y del universo. Conduciría la
humanidad a su destino filosófico.
Es así como la América de 19921 podría imaginarse
realizar simultáneamente el sueño de una democracia
creativa propia a Dewey, la investigación pragmática de la
verdad que Peirce asignaba a la comunidad de
investigadores y el llamamiento de Emerson a la invención
perpetua de sí mismo (Self-reliance). El descubrimiento en el
siglo XX de la dinámica consensual del pensamiento
vendría también a coronar las realizaciones culturales
americanas, fundando sus prácticas sobre una, finalmente
ineludible, teoría antropológica.
Sin embargo, la validez de esta sobrelegitimación
aportada por la historia más reciente a la democracia
americana sigue estando sujeta a sospecha; incluso si la
amplitud de esa sobrelegitimación tiende a hacer olvidar los
igualmente masivos fracasos que acompañan a esta
universalización de un consenso ciego, y parezca así eximir
a cada uno de la obligación de juzgar de sus resultados
efectivos. Como han revelado los análisis de S. Wolin en
Democracy de 1980 a 1983, la voluntad de expansión
!35
americana ha buscado compensar el fracaso del Estado.
Éste estaba construido para refrenar la dictadura de las
corporaciones y de las multinacionales, así como para
contener los intereses de los individuos y de las minorías. El
reforzamiento de la desigualdad social y su exportación a las
relaciones de los Estados Unidos de América con los países
en vías de desarrollo, las explosiones de odio racial, la
potente elevación de la agresividad y la inseguridad que ello
provoca, sólo son igualadas por la cínica voluntad de los
políticos que, tragada toda la vergüenza, les permite
parasitar esta sobrelegitimación internacional y la
resignación en la que caen los excluidos del paraíso social
ante su destino.
Este destino se expresa desde hace tiempo en términos
neutros, los de los índices “de pobreza, de paro, de
criminalidad y de alienación mental”2. Se presenta tan
objetivo y absoluto como el de las tan vanagloriadas
realizaciones científicas y técnicas; es tan universal como lo
es efectivamente la compartimentación de las formas de
vida secretadas por el neoliberalismo. La filosofía parece
comprometida también de tal manera con las formas de
legitimación y de autocertificacíón engendradas por esta
voluntad de poder que debe confiar a la literatura la tarea de
curar a los interlocutores sociales de las crueldades mentales
con las que gozan cuando, alegremente, se acusan entre sí
de ser los únicos responsables de estos fracasos.
Sin embargo, los éxitos y los fracasos llegan de la manera
misma como la democracia americana ha instalado en el
corazón de la civilización occidental y transformado en
forma de vida el modelo de una experimentación total del
hombre y del universo. El pragmatismo habría descubierto
!36
con Peirce que la investigación científica sólo es un diálogo
experimental con la naturaleza visible, a la que pregunta
“¿es verdadera mi hipótesis?” se le hace responder por sí o
por no, confirmándose o invalidándose así por medio de la
experimentación de lo visible la verdad de esta hipótesis. La
vida social neoliberal no haría más que transferir este
modelo comunicativo a la experimentación de la sapienza
universalis y de la naturaleza interna de los individuos, de sus
deseos, de sus creencias y de sus acciones. No haría más que
intentar transmitirles todas las creencias, todos los deseos y
todas las intenciones de actuar necesarias para que, con el
mínimo esfuerzo, puedan todos gozar del máximo de
conocimiento científico, de técnica y de felicidad accesibles
en esta vida.
La única ley de esta experimentación social y psíquica
seria la de respetar las respuestas del prójimo, que se
presumen independientes del deseo que tiene cada uno de
ver confirmadas sus propias previsiones. Se haría intervenir
así a una instancia tan independiente de los deseos del
experimentador en el que cada uno se ha convertido, como
lo es el mundo visible respecto de los deseos de verdad que
expresan los científicos en sus hipótesis. Haciendo de la
vida social el laboratorio de las experimentaciones que los
interlocutores intentan realizar unos sobre otros, se
produciría una emancipación sin coacciones respecto de los
deseos, que sólo pueden permanecer siendo privados. Pero
se evitaría cometer el pecado mortal europeo, el que todavía
cometen los teóricos de la praxis. Mientras éstos creen
todavía que uno puede transformarse directamente en
consenso ambulante eligiendo respetar los resultados del
mejor argumento en una discusión pública sobre las
!37
necesidades y las normas, aquí uno, de la misma manera en
que se somete a los éxitos científicos, técnicos y
económicos, ya sólo estaría obligado a someterse a lo que
produce unos efectos colectivos de felicidad social o unos
efectos de felicidad personal.
Aun así se sabe que esta experimentación total falsifica
radicalmente la verdad de la democracia política: su
supremo fin incondicional, la realización en los sensibles
fenómenos sociales de la libertad presupuesta en cada uno
gracias a una armonizada distribución de los derechos, de
los deberes y de los bienes. La depauperación y la asimetría
social que refuerza son el único patente efecto visible de
esta experimentación. El capitalismo experimental hereda,
lo sabemos desde Max Weber, modelos de pensamiento
propios a las religiones de salvación, y ello en la misma
medida en que seculariza estas religiones sometiendo la
razón individual al consenso y a los efectos sensibles de
felicidad, de armonización de los deberes con las
gratificaciones que se considera que produce. La explicación
de Weber es bien conocida. Como los predestinados
calvinistas no encontraban confirmación de su elección sin
un éxito de vida, la búsqueda capitalista de la felicidad
experimentada en los éxitos de la empresa ve en este éxito
la única cosa que pueda confirmar la elección de las
acciones que un determinado individuo ha elegido.
Constituye la única realidad que pueda confirmar su rectitud
social.
Pero los éxitos de vida sólo confortaban a los calvinistas
en su certeza de salvarse a condición de abstenerse de ver
en estas riquezas adquiridas un fin en sí mismas y de
abstenerse de disfrutar inmediatamente de los frutos de
!38
estas riquezas. Lo mismo les ocurre a los capitalistas: los
éxitos de las empresas sólo confortan a sus patrones en la
certeza de su salvación moral y social a condición de que
puedan abstener-se de disfrutar inmediatamente de los
beneficios obtenidos y de que, para reforzar su amplitud y
eficacia, los reinviertan de nuevo en el desarrollo de las
mismas relaciones de producción. Este doble movimiento
de búsqueda y de experimentación sobremultiplicada de los
deseos, al igual que de intransigente áscesis, transforma la
acción de producción en fin absoluto e implica una
capitalización económica del poder político en el que se
hace soberana abstracción del fin de esta experimentación:
del bien supremo de todos, de su felicidad social e
individual. Sólo se hace actuar al prójimo con vistas a
asegurarse la propia perfección y la propia salvación moral:
con vistas a asegurarse la armonía que se comprueba entre
el mérito obtenido en la acción y la felicidad de
capitalización que de ello deriva. Se disfruta exclusivamente
de la posibilidad de subordinar el bienestar del prójimo a la
conciencia de la propia perfección moral, en la que uno ha
puesto de antemano toda su felicidad. Uno busca
maximizar su propia certeza de salvarse: se trata de una
perversión inherente a la intención moral que habita en la
experimentación total.
Sin embargo, la apelación al consenso bastaría para
corregir los efectos de esta salvaje experimentación total y
para hacer olvidar la crisis social que hace estragos, el hiato
que separa cada vez más la ley del llamado mercado social,
de los contratos jurídicos que se presume que reglamentan
su aplicación y de la ética política. Solamente los deseos que
pueden ser satisfechos por todos constituirían la ley, desde
!39
el momento en que de tal manera se validan a sí mismos
por medio de su éxito. De creer a Rorty, se podría incluso
olvidar el uso de este término de “capitalismo” y evitar
diabalizar el neoliberalismo. Por contraste, los europeos
continuarían invocando el consenso como un Tercería
divina hecha carne, como una voluntad de poder encarnada.
Continuarian creyendo que les es suficiente aplicar el
consenso ético-político en el conocimiento, la acción y los
deseos, pero sin plegarse a la experimentación, sin
reconocer dignidad a sus deseos, ya que sólo reconocen
validez a las leyes normativas que, por medio del prójimo,
permiten satisfacerlos. Los deseos experimentados no
serían aceptados por sí mismos, sino únicamente porque a
todos se les puede reconocer el derecho de forzar a todos
los demás a satisfacerlos. Los europeos sólo verían en ellos
un pretexto para reconocer sus metamorfosis en leyes
jurídicas y políticas. Continuarían adorando ciegamente
todo Sollen, ciegos a todo Müssen, a toda ley objetiva. Por
consiguiente, bastaría denunciar el animismo judeo-cristiano
que incuba siempre en los grandes sacerdotes del
pensamiento europeo para declarar nulas y sin valor las
paranoicas acusaciones que lanzan contra el imperialismo
del consenso.
Con todo, esta invocación del consenso viene a bendecir
una práctica tan inicua como desastrosa y deja inalteradas
las fundamentales relaciones de injusticia entre clases, entre
países pobres y países ricos. Basta reconstruir los efectos
reales de este deseo de ciego consenso para darse cuenta de
ello. Se puede reconstruir la necesidad de la producción de
estos efectos con la ayuda de los tres modelos de uso de
lenguaje propuestos por la teoría mágica del lenguaje, por
!40
las teorías de los actos de habla. El modelo austiniano y
juridicista está basado en el juicio de apropiación de las
expresiones performativas de consejo, de orden o de
condenación en los contextos de uso. El modelo griceano
de transmisión de las creencias y de los deseos, invocado en
el contexto de esta moral de experimentación, sólo valida
aquellos que todos pueden adoptar como tales, solamente
los deseos que cada uno se ve impelido a desear. El modelo
searliano del intercambio ilocucionario de las promesas
instituye en regla de uso esencial del lenguaje la necesidad
en que se encuentra cada uno de ser el psicólogo del
prójimo (de identificar sus deseos en su lugar) y su esclavo
(realizándolos para él). Los respectivos efectos ocasionados
por el uso cotidiano del consenso que secretan son ya
patentes.
El intercambio performativo sólo favorece a aquellos
cuya palabra es ya determinante para los demás, al ser ellos
los únicos apropiados para juzgar, en última instancia, del
uso social del consenso inscrito en las convenciones. La
invocación mágica del trascendente juicio social que está
instalado en el consenso engendra la guerra de juicios entre
estas convenciones y los dominados, provoca la
potenciación de una hipertribunalización en la que cada uno
está siempre seguro de que los dominantes están
equivocados. En efecto, ellos no pueden corresponder al
papel de Tercero omnisciente y todopoderoso que, al
institucionalizar sus palabras, se exige que sean. Las
tentativas de transmisión proléptica de las creencias y de los
deseos a las que se entregan los dominados se saldan con el
reconocimiento social de que estas creencias y estos deseos
sólo a ellos y a ellos sólo pertenecen: sólo poseen un efecto
!41
exhibidor y transforman a sus emisores en síntomas. De ser
un instrumento para la felicidad moral del prójimo se
convierten en unos locos a encerrar en los asilos o en los
barrios de chabolas. La imposibilidad de asegurarse de
antemano de la sinceridad de los agentes ilocucionarios de
promesas condena a que reine la incertidumbre social sobre
el valor de las promesas y sobre la autenticidad de quienes
las realizan en los contratos de mutuo reconocimiento que
constituyen los actos de habla. Esta incertidumbre social se
generaliza haciendo dudar del fin capitalista (de la
imposibilidad de acceder a la aspirada igualdad) y acelera la
escalada de los afectos, de las exigencias y de las condenas
referidas al prójimo. Uno sólo puede desviar estas condenas
de nuestros más próximos vecinos asegurándose para
siempre de su control: convenciéndose de antemano de que
son justas desde el momento en que se refieren al
extranjero, a los otros pueblos, a los negros o a los judíos;
restaurando así el espacio de certeza a priori de nuestra
salvación social.
La percepción de estos efectos ha incitado a Apel y a
Habermas a imaginar, como se sabe, una situación utópica
en la que el poder legislativo de promulgar leyes de acuerdo
con las necesidades universalizables estaría confiado a una
discusión argumentativa en el seno de la opinión pública. La
ausencia de instintos extra-específicos caracteriza al hombre
en su calidad de prematuro crónico nacido un año antes de
tiempo; del mismo modo, ese programa de legislación
contractual se condena él mismo a seguir siendo utópico.
Sin embargo, como el recurso a la comunicación que opera
la real legislación política sólo se justifica apelando a este
consenso ideal y a la metafísica armonía que presupone
!42
entre necesidades y leyes, parece que la única retribución
equitativa a la que los interlocutores de la democracia
filosófica descubierta en América puedan aspirar reside en
la, tan generosamente concedida por Rorty a los dioses y
sujetos del consenso, irónica contemplación de sí mismos.
2. La invención filosófica de una metaética
democrática: el paraíso americano de las teorías de
la justicia
Como la obediencia a las reglas de promesas y de
argumentación no puede asegurarse de antemano por
medio de su conocimiento, la participación en la libre
discusión argumentativa sobre las comunes necesidades y
normas no podría justificarse por sí misma. A J. Rawls le ha
parecido que para reconciliar a los ciudadanos americanos
con ellos mismos era necesario añadir a estos usos del
lenguaje la experiencia de una sociedad bien ordenada, una
experiencia que se supone ya realizada e integrada en toda
persona moral, adulta y autónoma. Esta sociedad se basaría
en la intención de un equilibrio entre libertad y equidad,
determinado contractualmente por todos los interlocutores
sociales. Estaría así fundada en promesas convertidas en
contratos, en promesas estabilizadas formalmente por
medio de un sistema jurídico que protege a cada uno
respecto de todos los demás. Al atribuir como objeto
propio a la teoría de la justicia esta armonía jurídica entre
libertad y equidad, Rawls piensa atajar la arbitrariedad
experimental y hacer reinar como principios normativos las
reglas de justicia social que regulan el acceso a los beneficios
de la cooperación social en función de las libremente
!43
asumidas responsabilidades de los agentes. Pues se supone
que los miembros “de una sociedad bien ordenada” se
consideran responsables de sus intereses y de sus objetivos
fundamentales y no se contentan con dejarse arrastrar por
ellos. Esta estructura fundamental de justicia no puede ser
organizada de manera que, una vez en posesión de los
individuos, les impida desarrollar sus aptitudes de
responsabilidad o prohíba a otros su ejercicio. Como se
sabe, esta exigencia determina los dos principios rawlsianos
de la justicia:
1. Cada persona tiene un derecho equivalente al conjunto
más extendido de las libertades fundamentales e iguales
para todos;
2. Las desigualdades sociales y económicas deben
cumplir dos condiciones: deben favorecer tanto como
pueda esperarse a los individuos menos favorecidos. y estar
asociadas a posiciones sociales y a funciones abiertas a
todos en equitativas condiciones de acceso3 .
Rawls mantiene que, incluso “si es muy necesario
comenzar por suponer que todos los otros bienes sociales,
particularmente las rentas y la riqueza, han de ser iguales”,
ya que tienen que ser repartidos entre personas libres e
iguales, “sería poco razonable atenerse a su reparto
igualitarío”. En efecto, la sociedad debe, continúa diciendo,
tener en cuenta las constricciones de organización y de
eficiencia económica. Es por esta razón que el mayor mal
social, la desigualdad producida como efecto de la
depauperación de unos en ventaja de otros, sólo es
justificable si produce el mayor bien democrático posible:
“sólo es justificable si mejora la situación de cada uno,
comprendida la de los menos favorecidos”4. La antropodicea
!44
liberal de Rawls sólo substituye la armonía leibniziana del
mejor mundo posible con un cálculo for mal y
procedimental de justificación, apto para justificar de una
vez por todas, y por igual, la injusticia y la justicia; esto
sucede porque está basado, como ha visto M. Sandel, en un
concepto atomista y monológico del sujeto. Sólo permite
atribuir al concepto la libertad negativa, como ha señalado
Ch. Taylor. En efecto, estos conceptos de derecho
contractual y de justicia sólo instalan un mecanismo de
defensa encargado de proteger los intereses de los
individuos contra las presiones de la comunidad, contra las
de las instituciones y contra las de las facciones. La teoría
liberal de la justicia sólo hace afirmar la validez de este
mecanismo para protegerlo a su vez de las inquietudes de la
conciencia moral y de su deseo de justicia: busca proteger a
ésta contra sí misma y evitarle todo prurito cuando se da
cuenta de que es falsificada, cuando cae en su propia
desgracia.
En este punto, la teoría de la justicia se contenta con
imitar al nivel de los procedimientos de justificación, que
regulan la apropiación por todos de las razonables reglas de
justicia distributiva, aquello que había permitido a la
Constitución americana pretender encarnar los principios
democráticos haciéndolos visibles en las acciones de todos.
Al promover la teoría de la justicia una libertad puramente
negativa, sólo puede ser impotente para impedir que no se
refuerce lo que ya se había producido en el siglo XIX. Tal
como lo ha expresado excelentemente Sheldon Wolin, “la
práctica liberal de la política ha minado rápidamente la
concepción liberal de los derechos”. En efecto, la
concepción liberal de la política reposa en la convicción de
!45
que la política es una actividad que, por principio, constituye
una amenaza para los derechos, ya que los grupos de
intereses, al igual por lo demás que las creencias políticas,
están concebidos de tal modo que necesariamente deben
entrar en conflicto. “También ahí existiría a priori injusticia
y opresión, de limitar sus libertades y sus intereses bajo el
pretexto de fomentar las comunes acciones consagradas a
fines comunes”5; ya que, al no poder apoyarse en una
opinión pública con valor constitutivo y común, no poder
invocar una autoridad pública imparcial, los poderes
públicos han debido, bajo la excusa de arbitraje y de
negociaciones, plegarse en el siglo XIX, y continuar
plegándose en el siglo XX, a los conflictivos intereses de los
grupos de intereses.
El ineludible problema dinámico con el que tropieza esta
defensa comunitarista, tan lúcida respecto a esta opinión
comunitaria y a las libertades positivas que ésta engendra y
alimenta, es que son precisamente estos valores comunes,
supuestamente compartidos por todos, los que, en tanto
libertades positivas, están corroídos por su compromiso
con los valores familiares, con los valores empresariales o
con los valores universalistas de los comunitaristas. Saltan
incluso las barreras de seguridad antirracistas de las
comunidades locales. La razón de ello es simple. El
consenso está hoy despojado de la virtud reguladora, a
priori coactiva, que poseía en las sociedades premodernas
bajo el aspecto de lo sagrado, y que ha continuado
poseyendo en las sociedades modernas como “voz
rousseauniana de la conciencia moral”. Se encuentra
reducido a lo que R. Rorty nos dice que es: unos reflejos
transitorios y contingentes de adherencia colectiva a
!46
creencias, a deseos, que son todos de igual valor -su valor
político real es siempre el mismo, cualquiera que sea su
valor político anunciado.
Este valor ya no consiste en motivar a cada uno a
adherirse al reconocimiento de los valores morales
colectivos, como todavía cree Rorty. En cuanto valor de
incitación a la justicia ya sólo posee un valor igual a cero,
como observó A. Gehlen en los años cincuenta, y como
Habermas repitió, precisamente en América, en los años
setenta. Ese valor, basta sentirlo, justificarlo contándonos
que nos afecta, para justificar que se posee, para justificar
que nos afecta de manera aparentemente autónoma y
responsable.
Pues el fin del objetivo pragmático es que se pueda sentir
que uno lo posee: que uno se ha identificado a ese consenso
de equidad, de una equidad presente ya para todos los que
pueden ver tan bien como nosotros ese consenso; que uno,
en su condición de consenso ambulante de prácticas
justificadas, y como consenso pragmático de justificación,
se ha identificado a sólo poder gozar de ese hecho, de tal
identificación.
La ética de la convicción democrática no es, por lo tanto,
un lugar paradisiaco cualquiera: es el único lugar de
impotente consumo de sí mismo en el que uno es invitado a
medrar como sujeto a priori libre y respetuoso de los
derechos del prójimo preservados por este consenso. Pues
esta ética constituye tanto el destino del liberalismo
pragmático como el fundamento de la justicia que, aunque
sea equivocadamente, presume ser: es el movimiento último
de las compulsiones a la justificación ética de la conciencia,
ese por medio del cual se justifica que se pueda hacer todo,
!47
que se pueda hacer todo lo que tiene éxito, todo lo que es
útil a todos, a condición, por supuesto, de que no se olvide
utilizar un nuevo vocabulario. Así es como esta ética
conduce a cada uno a descubrir que se encuentra ya en una
distancia irónica respecto de sí mismo, así es como
transfigura la conciencia que tiene de haberse convertido en
un héroe fatigado de la moral democrática. Esta ironía, por
supuesto, sólo tiene como efecto anestesiar la conciencia de
los males morales causados por la crueldad de la muy
desordenada sociedad a la que uno descubre pertenecer.
Ella es, desde luego, impotente de frenar la recaída
americana en las violencias racistas y las recaídas europeas
en el totemismo nacionalista.
Por lo tanto, comunitarios y neoliberalismo están
condenados también a reconocer la impotencia de su ética
política basada en una teoría de la justicia. Pues continúan
reproduciendo las creencias comunes y los acríticos juicios
que conciernen la relación de los juicios y de los intereses.
O bien se hace necesaria la injusticia de pensamiento que se
secreta al prestar a las diferencias particularistas o a los
diferendos de opiniones el poder mágico de engendrar
nuevas formas sociales de vida bajo pretexto de
salvaguardar el derecho a la libertad de opinión (versión
liberal); o bien uno debe resignarse a constatar la progresiva
desaparición de las últimas defensas locales de los valores
compartidos en común (versión comunitalista).
Bajo sus dos formas, la defensa de la democracia que se
dice filosófica sigue siendo tributaria de un
insuficientemente cuestionado dualismo platónico entre el
espíritu del consenso, por una parte, y los deseos e intereses
individuales y colectivos, supuestamente espontáneos e
!48
irracionales, por otra. Todo sucede como si, en el campo de
la filosofía, el descubrimiento en el siglo XX de la
naturaleza comunicativa del pensamiento sólo hubiera
substituido el consenso a la reflexión crítica individual, a la
facultad de juzgar corno órgano regulador de la vida social y
mental.
3. Justicia y verdad
No se cura de la crispación política planteando el asunto
en términos de problemas relativos a la equitativa
distribución de los derechos, de los deberes y de los bienes;
sólo se cura de la política advirtiendo que no hay, hablando
con propiedad, de qué curarse, ya que uno sólo desarrolla
una enfermedad, una desgracia o una locura en la vida
política habiendo previamente diagnosticado una
enfermedad o una locura necesaria, a priori incluso, en todo
caso una alienación que sólo podría constituirse
efectivamente denegándose a sí misma. Las relaciones de
antagonismo de los de- seos que reproducen el perpetuo
antagonismo de los dioses han sido, desde Platón,
generosamente distribuidas a los hombres como
“naturaleza” determinante. Se trata de una injusticia
filosófica debida a la ignorancia en la que la Antigüedad y la
Modernidad se encontraban respecto a la manera en que en
el hombre se engendra la relación a los deseos como una
relación a priori racional, y no irracional; una relación
respecto a la cual convendría no intentar protegerse de ella
inventando un sistema de imparable defensa filosófica y
política, sino someterla al juicio de la verdad. Este
reconocimiento obliga a substituir al primado de la razón
!49
práctica, preconizado desde Kant, el primado de la razón
teórica, y ello en el campo mismo de las relaciones éticopolíticas. De hecho, sólo son liberadoras las relaciones
ético-políticas en las que uno se reconoce existir y juzgarse
a sí mismo en la vida y en la experiencia, de la misma
manera que en la comunicación uno sólo se reconoce la
realidad que en ella se afirma uno mismo. En efecto, el
ejercicio político del juicio de la verdad consiste en sólo
realizar y hacer realizar lo que se ha pensado que uno era o
que era el prójimo para haber podido pensarlo. Por
consiguiente, la identidad democrática no puede ser
conseguida y reconocida como tal sin que se haga juzgar
verdadero el hecho de compartir una forma de vida que se
intenta producir en toda comunicación. Esta identidad de la
acción judicativa y de su reconocimiento sólo reposan en sí
mismos: son pues filosóficos y no puede uno apropiárselos
haciendo respetar un sistema de reglas jurídicas, de morales
políticas o lingüísticas, sino que exigen respetar por parte de
cada uno la ley de verdad inscrita en su identificación al
lenguaje, respetando y haciendo respetar la objetividad de
ese juicio. Respetando esta ley realiza cada uno una justa
puesta en común de la verdad y establece las relaciones de
justicia allí donde deben ser establecidas: en las relaciones
de distribución del pensamiento que regulan la retribución
de verdad que se busca.
La posición del acuerdo consigo, con el prójimo y con lo
real que mueve a todo pensamiento, a toda palabra, y
constituye la única identidad democrática posible, no
constituye un principio solamente regulador, válido
solamente en el reino de los fines y accesible bajo la forma
de una justicia distributiva de los beneficios sociales. No
!50
concierne solamente a lo que Kant llamaba las “relaciones
externas” a las cosas, a las personas y a sí mismo, como sí
uno pudiera apropiarse a sí mismo sus deseos y como si
éstos fueran en nosotros cosas externas que uno pudiera
escoger ser o no ser de manera arbitraria. Tampoco puede
uno contentarse con anticipar la posición de acuerdo que
constituye la identidad democrática de una manera utópica,
haciendo de ella la merecida armonía entre nuestras
acciones y la felicidad a la que éstas nos hacen dignos. Pues
antes de poder ser concebida como principio regulador, es
constitutiva de la identificación del ser vivo humano a los
sonidos y, por esta razón, constituye la ley, tanto en lo que
concierne a la armonía del pensamiento con lo real, como
respecto a la armonía con el prójimo. Objetiva al hombre
sus deseos y sus acciones del mismo modo que le objetiva
sus percepciones: proyectando la armonía entre sonidos
emitidos y sonidos escuchados sobre sus percepciones, sus
deseos y sus acciones, para así poder otorgarles existencia,
separarlas entre sí y hacer reconocer a este hombre si estas
percepciones, estas acciones y estos deseos le constituyen
tan realmente como él mismo ha debido de pensar que le
constituían para haber podido pensarlos. Por lo tanto, es
también esta posición de acuerdo la que tiene que juzgarse
tan real como ha tenido que presuponerse que lo era para
considerarla (respecto a esas percepciones, a esas acciones y
a esos deseos) como lo que constituye nuestra realidad, la
realidad que efectivamente es necesario terminar por
reconocer que somos, para considerarla nuestro mundo.
Mientras esta armonía con el mundo visible y con el
mundo social se conciba como una anticipación del acuerdo
consigo mismo y con el prójimo que nos obliga a juzgarnos
!51
desde el punto de vista del prójimo, es decir, desde el punto
de vista de un consenso ciego, desde el punto de vista del
interlocutor ideal que nadie puede ser, mientras así sea, la
armonía se muestra indisponible: al apropiarse de la
creatividad científica, tecnológica o democrática bajo la
forma de una teoría del lenguaje o de la justicia, realiza la
dolorosa experiencia de no poder apropiarse a sí misma de
una vez por todas. Pues en ese momento, ella misma olvida
someterse y someter a sus adherentes a la única ley a la que
pueden y deben someterse: precisamente a la ley de la
verdad. Los intereses no pueden ser prejuzgados por el
neoliberalismo como antagonistas o por el comunitarismo
de ser compartidos como valores comunes, sin que unos y
otros se eximan de juzgarlos invocando una moral que
justifica de antemano que uno se exime de ello. Esta moral
lo consigue otorgando a cada uno la propiedad cuasi-divina
de persona autónoma, distribuyendo tan generosamente a
cada uno lo que luego deberá pagar en toda experiencia al
tener que reconocerse desgraciado: diferente de lo que se
presupone que es, alguien que se apropia a sí mismo como
se apropia de las cosas: apropiándose de lo que le hace
diferente de todos los demás, tal como se presupone que lo
son unas cosas de otras.
Teoría de los actos de habla y teoría de la justicia
presuponen equivocadamente que se posee ya esta
autonomía identificándola, bien a la autárquica potencia de
producir el acto ilocucionario que uno quiere, bien a la
facultad de juzgar a priori de los derechos que garantizan de
antemano el ejercicio de una justicia distributiva. No menos
se fían ambas en un ejercicio no cuestionado de este juicio,
en un juicio operatoriamente asumido por cada uno,
!52
conscientemente o no, pero para el que no existe ningún
lugar en sus teorías. Se apoyan volens nollens en el juicio que
concierne a la objetividad de las relaciones que se vuelven
libres o que vehiculan valores compartidos, y es este juicio
no juzgado el que permite reconocer la injusticia objetiva,
darle el nombre de racismo, de nacionalismo, de capitalismo
privado o estatal, y de discernir en ello una recaída en las
conductas primitivas dictadas por los intereses de grupos o
las fantasías privadas de los individuos. Pero es porque
continúa sin juzgarse por lo que parece imponerse a todos
como el juicio indisponible que se impone a todos. Sucede
que en los dos casos se intenta encamar la razón
comunicativa o la justicia democrática en un sistema de
conocimiento, de derechos y de leyes que debe funcionar
como el rígido análogo de un instinto que, por medio de
correlaciones biunívocas, vincula estímulos, reflejos y
respuestas; como un sistema que debe por sí mismo
transformar al animal mal formado que es el hombre en un
ser vivo bien formado: en un sistema de coordinación rígida
e infalible, sistema de coordinación de un solo y único
sistema de acciones y de deseos en un solo y único sistema
de percepción cognitiva y estimulativa.
Esta concepción del zoon logicon, heredada de Aristóteles
vía los utilitarismos y los moralismos, es falsa en la medida
en que en el hombre sólo existen de partida los instintos
intraespecíficos de consumo alimenticio, sexual y defensivo,
y de que en tales condiciones es vano tratar de instituir a
partir de esos instintos unas coordinaciones institucionales
tan rígidas e infalibles con el entorno físico y social como
resultan ser los instintos de los animales bien formados. La
baldía búsqueda se lleva a cabo postulando, de manera
!53
inconsistente, que el hombre puede y debe consentir
libremente, y de manera responsable, su adhesión a estos
sistemas de regulación social de la vida. El rígido hombre
democrático, el hombre infaliblemente democrático
buscado a través de la experimentación total a la que se le
somete para poder encontrarlo, se descubre así
necesariamente inencontrable. Y como no se le encuentra,
se piensa haber tropezado ahí con una injusticia histórica,
condenándose de este modo a sólo encontrar ésta última y,
exceptuándonos alegremente del círculo de nuestras
acusaciones, a hacer cargar la responsabilidad histórica de la
misma a nuestros interlocutores sociales.
Sin embargo, uno sólo recibe el salario que se merece, ya
que ha hecho abstracción de la justicia retributiva inherente
al uso del lenguaje y del pensamiento sometido
efectivamente a un juicio de objetividad. El hombre sólo
puede ser todo lo que es pensando verdaderas las
proposiciones gracias a las cuales hace aparecer las
percepciones, los conocimientos, las acciones, los deseos y
las palabras a sus ojos y a los ojos de los demás.
Pero él sólo puede ser lo que objetiva si las juzga y hace
juzgar tan objetivas como ha debido de prejuzgar que estas
percepciones, estos conocimientos, estos pensamientos y
estas acciones lo eran para haber podido pensarlas.
Enfrentándose de este modo a estas realidades y
haciéndolas reconocer corno tales, el hombre comparte con
los demás estas verdades, sean teóricas o prácticas. Esta
relación de compartir se corresponde con la que Kant,
incapaz como era de salir de la anfibología metapsicológica
del vocabulario de la interioridad y de la exterioridad,
denominaba “relación interna”, objeto de la razón práctica,
!54
moral y política. Sólo en ella es donde se encuentra o no
lograda la felicidad correspondiente al ansia de verdad; no
se puede, sin embargo, programarla en un cuerpo de reglas
lógicas, epistemológicas, morales o políticas, ya que en cada
ocasión se debe poner a disposición una estructura sensible
(audiofónica) e intelectual del juicio (como escucha de la
escucha) que es, cualquiera que sea la diversidad de las
lenguas y de las culturas, idéntica en todos los seres vivos
humanos; ya condición también de que esa doble estructura
permita siempre triunfar a los juicios de verdad hechos
posibles por medio de este enraizamiento del pensamiento
en el habla y por la manera en que el mismo engendra toda
experiencia y la relación a toda experiencia.
Ta m p o c o h ay o t r a r e t r i b u c i ó n d e f e l i c i d a d
democráticamente distribuible que la de ser realmente lo
que uno ha reconocido y hecho reconocer que era en tal
conocimiento, tal acción o tal deseo, reconociéndolo como
una real condición de vida. La objetividad de los
conocimientos, de las acciones y de los deseos sólo se
convierte en la ocasión de una felicidad compartida si se
puede hacer compartir el juicio de la verdad que se efectúa
sobre ellos, y si este juicio es tan efectivamente verdadero
como, por el solo hecho de transmitirse por mediación
nuestra, afirma serlo. Antes de poder hacer compartir a los
demás los beneficios de la cooperación y de poder
asegurarse de que, tanto antes como después, sigue siendo
uno tan autónomo respecto a sus beneficios, es preciso
poder hacer compartir la justicia retributiva de este juicio de
la verdad. Así, y no de otra manera, es como el hombre
contemporáneo puede y debe juzgar los juicios teóricos,
prácticos y estéticos transmitidos por las tradiciones
!55
premodemas o modernas, al igual que los juicios que él se
inventa en el seno de esta experimentación total.
En la experimentación total a la que la propagación del
liberalismo en todas las direcciones somete al propio
hombre, así como a la sabiduría inscrita en las instituciones
modernas del derecho, de la moral y de la política, lo que de
hecho está en juego es llevar a cabo en los ámbitos de la
acción y del deseo la misma revolución copernicana que la
provocada, según Kant, por la física moderna en el campo
del conocimiento.
La imposibilidad de eximirse de juzgar la objetividad de
la mutua felicidad compartida en estas experiencias deriva
directamente de la manera en que el hombre proyecta en el
mundo la armonía de los sonidos emitidos con los sonidos
escuchados. Esta armonía se le impone por el solo hecho de
que cuando emite sonidos no puede distinguir los que emite
de los que escucha. Es esta identidad la que se imita en toda
proposición: como un movimiento de proyección
referencial de los sonidos en las cosas y como un
movimiento de recepción predicativa de lo que en ellas hace
conver tír noslas en realidades. Toda emisión y
comprehensión proposicional, sea expresada o simplemente
pensada, imita este movimiento de emisión-recepción fonoauditiva que la sostiene, ya que sólo se puede aislar eso de lo
que se habla o en lo que se piensa, pensándolo idéntico a la
propiedad o a la relación identificada por el predicado.
Tampoco se puede pensar una proposición sin pensarla
verdadera. Tal como ha dicho Peirce, “toda proposición
afirma su propia verdad”6 para poder ser comprendida. Al
igual que no se puede aislar una realidad por medio del uso
de la expresión referencial más que juzgando, por medio del
!56
uso del predicado, de eso en lo que para ella consiste el
hecho de existir -sólo identificando, por ejemplo, la nieve a
su blancura diciendo “la nieve es blanca”-, del mismo
modo, sólo se puede disfrutar de esta verdad en calidad del
interlocutor que uno es para sí mismo juzgando si existir es
para esta realidad ser efectivamente eso a lo que se la
identifica: juzgando la objetividad de la armonía instaurada
entre la nieve y la blancura. No se puede, por lo tanto,
presuponer armonía alguna entre un referente y sus
propiedades esenciales, es decir, una armonía reconocible
como tal fuera del uso del lenguaje o del pensamiento, y
sólo es posible emitir un juicio acerca de la objetividad de la
armonía producida en la cosa entre tal o tal cosa y tal o tal
de sus modos de existencia.
Así pues, sólo juzgando la verdad de los juicios por
medio de los que uno se presenta o presenta a otro las
cosas, se tiene la experiencia de la objetividad de las mismas.
No se realiza de diferente manera la que concierne a la
objetividad del deseo, ni la de la relación a la acción, ya que
no se puede pensar en una acción sin pensar en un agente
identificado con esta acción como a su modo de existencia,
y sin juzgar si es él efectivamente quien tiene que realizar
esta acción para ser lo que tiene que ser. Lo mismo sucede
con los deseos y su satisfacción.
Pero lo mismo sucede incluso en el juicio por medio del
que se juzga llevar a cabo una acción en el acto de habla o
en el acto de pensamiento. En tanto no se haya identificado
cualquier acto de habla con una afirmación o con un juicio
que se afirma tan verdadero como se hace pensar
verdadero, ese acto puede seguir siendo identificado con el
acto de magia performativa o ilocucionaria que basta
!57
designar para realizarlo. Con ello, uno se constriñe también
a otorgar a cada hablante la esencia de autonomía divina
presupuesta por esta performance y a ignorar la falsedad de
esta conciencia metapsicológica de los hechos constituida
por los actos de habla. Del mismo modo que no se puede
identificar los referentes a unas propiedades metafísicas
predadas, tampoco puede uno identificar sus interlocutores
sociales a su libertad, como si se tratara de una propiedad
metafísica inalienable de tales sujetos. Sólo se les puede
reconocer autónomos reconociendo la objetividad de las
condiciones de vida que asumen y que consiguen hacernos
compartir. La justicia distributiva, que resulta del hecho de
compartir el juicio de verdad, condiciona de este modo el
mutuo reconocimiento de la efectiva libertad de los
interlocutores sociales: no puede precederla como un
derecho.
El mutuo reconocimiento de esta autonomía y de la
justicia que tiene lugar en este acto de compartir la verdad
llega como el beneficio secundario de este juicio; no puede,
por lo tanto, ser intencionado como un objetivo a alcanzar,
ni apropiárselo de una vez por todas programando la
democraticidad de la vida en un sistema jurídico y haciendo
posteriormente reconocer, por medio de su descripción
teórica, la validez de tal programación. La justicia retributiva
inherente al hecho de compartir la verdad -en la misma
medida en que lo hace accesible a todos- condiciona al (?),
crítico y distributivo de experiencia, personal acto de
compartir.
Si el neoliberalismo intenta, al nivel de la interacción,
hacer suyas estas relaciones de justicia por medio de la
identificación de los sujetos humanos al mito de la
!58
creatividad perfor mativa y de la posibilidad de
transformarse directamente a sí mismos aceptando elegir
ser una u otra modalidad de este mito mágico de existencia,
el comunitarismo, por su parte, reproduce el cristiano y
judío gesto de identificación a lo que se ha convenido que
somos en toda relación con el otro en la cual nos
reconocemos: la relación de mutuo amor, fuente, paradigma
y acción a cumplir que caracteriza a todo reconocimiento de
sí mismo en una deseada y compartida relación con el
prójimo. Sin embargo, como el cristianismo y el judaísmo
reducen al ser humano que produce esta relación a la
atracción que la misma ejerce sobre él hasta tal punto que
no puede dejar de constituirla, así como a la irresistible
atracción que ejerce el locutor o interlocutor social que nos
identifica con lo que desea que seamos (pura receptividad
de su deseo de ser recibido como puro afecto), ambos,
cristianismo y judaísmo, sólo permiten reconocer como
relación objetiva y como condición de vida propia a todos
los interlocutores implicados, el real afecto en el que pueden
de antemano tener la certeza de constituirse como los
absolutos receptores de este fenómeno de afecto
identificador. Convierten así la esencial realidad de esta
presupuesta común verdad que se llama amor, en tan
inaccesible como el liberalismo y los teóricos de la justicia
hacen inaccesible el disfrute de la justicia, al identificarlo de
una vez por todas con el respeto de la autárquica y
distributiva autonomía de la acción de cada uno. Pues la
verdad de la que esta relación se encargaba (uno no puede
pensar poder ser sin el otro, ni tampoco suponer que lo que
se hace por amor pueda juzgarlo su autor como algo que no
tiene que realizar) estaba simultáneamente indisponible en
!59
su ocurrencia y en lo que la constituía: al no poder ser ni
constituirse uno en lo que siente el otro en el amor que uno
le inspira, no puede tener la certeza de que ese otro lo
siente, ni tampoco de que lo siente como debiera: como lo
que puede hacer posible el único modo de existencia
esencial que debiera ser. Al igual que el mito performativo
es una metáfora de la emisión fónica, la cristiana y judaica
identificación en el amor se muestra como la metáfora de la
audición necesaria a un espíritu que ignora su origen
comunicativo. El comunitarismo remite esta experiencia al
centro de la identificación de cada uno con los valores
compartidos en la comunidad, pero condena a sus
adherentes teóricos y prácticos a reconocer que ninguno de
estos supuestos “valores” ejerce ya una atracción, puesto
que la experiencia de estos llamados valores no puede ser ya
sentida una vez sometidos a juicio, una vez que ya no
ejercen precisamente esta afectiva y animal atracción que les
daba apariencia de realidad. Ya que ningún valor podría
ejercer esa atracción, ni nadie reconocerse en ella, es
evidente que la propia experiencia comunitarista sólo puede
aparecer, a semejanza del amor agapeístico, como una
ilusión. Sin embargo, absolutamente igual a como el amor
cristiano se había mostrado más allá de toda sospecha, era
esta experiencia de mutua felicidad la que, de una vez por
todas, eximía de hacer un juicio relativo a la justicia que
resultaba de la mutua felicidad de reconocimiento en el
amor. La residual experiencia de este amor que evoca el
comunitarismo sigue siendo ella misma una posición
emblemática, que otorga su papel de instancia última al
acontecimiento del consenso en los valores y al hecho de
compartir su atracción, y que exime para siempre de tener
!60
que juzgar la experiencia de felicidad presente en el hecho
de compartir una experiencia mutua. Al igual que la
experiencia de amor exime de tener que juzgar la
objetividad del modo de experiencia que en ella se ha
llevado a cabo, la experiencia de compartir unos valores
exime de tener que juzgar si son o no lo que a uno le
conducen a ser.
Al no ser suficiente con constatar el éxito de la verdad
accesible en el juicio compartido, sino que se debe juzgar la
propia objetividad de este logro, es preciso someter toda
experiencia a este mismo juicio. Como fenómeno
anticipado de una acción a realizar, el éxito de la misma
gobierna su realización, del mismo modo a como gobierna
(en la objetivación de conocimiento, de acción y de deseo)
este modo nuestro de existencia en el que cada uno realiza
la experiencia de sí mismo. Ésta es siempre anticipada en su
calidad de ser tan común, objetiva y gratificante como se ha
tenido que anticipar que lo era para haber podido pensarla.
Este juicio de la verdad es así indisociable del juicio de
objetividad relativo a la gratificación de la verdad que
proporciona.
Es este juicio el que se busca apropiarse de una vez por
todas, eximiéndose totalmente de producirlo en el seno de
una teoría de la justicia neoliberal o comunitaria. En ese
momento, se lleva necesariamente a cabo la experiencia de
la falsedad de los juicios propuestos por estas teorías, al
darse uno cuenta de que en ellas se es incapaz de derivar un
juicio (tanto descriptivo como prescriptivo) particular que
concierna a cualquier experiencia de justicia.
Pero se trata de un error necesario y de un error que no
se puede reconocer como tal mientras se desconozcan las
!61
condiciones de inscripción del pensamiento en el lenguaje y
la necesidad de someter a juicio la objetividad de la,
necesariamente presupuesta en esa inscripción, armonía con
las cosas, con nosotros mismos y con el prójimo. El uso del
lenguaje tiene como efecto real el invertir la dirección de los
circuitos de “estímulos-reflejos-respuestas”, convirtiendo la
recepción de los estímulos en la única respuesta a realizar.
Por lo tanto, al ser incapaz de poder pensar que se deba
juzgar acerca de la verdad y de la objetividad de la
experiencia de mutua felicidad, implícita en el hecho de
compartir que se intenciona bajo el concepto de justicia, no
se puede imaginar mayor bien que el de reconciliar la teoría
con todo lo que sucede. Lo mismo ocurre con la
experiencia de la verdad: parece que basta con presentarla
como lo que corresponde a un hecho para que sea
justificada por medio de la respuesta de confirmación que,
de esta manera, ofrece el mundo visible o el mundo social.
Pero cuando es falsificada a priori, no puede saber que lo es
a priori, ni tampoco que sólo reproduce el moralista
movimiento de intentar apropiarse de sí misma que
necesariamente le conduce a falsificarse.
La estructura especulativa inherente al lenguaje, al
pensamiento, así como a toda experiencia (ya que, visual,
motriz o social, toda experiencia se ha constituido a imagen
de ellos), sólo parece ser el objeto de una apuesta filosófica,
especulativa en el sentido vulgar del término, cuando de
hecho está presente en toda experiencia; pero esto mismo
no puede ser motivo para darse por satisfecho con recibir
tal estructura especulativa como lo predado que parece ser.
Mientras se relacione la justicia democrática con una
justificación de las gratificaciones acordadas a los méritos
!62
que nuestras acciones nos otorgan, se presupone
necesariamente una justicia tan esencial como se supone
que son los objetos, así como sus propiedades y sus
relaciones esenciales, de los pragmáticos de la ciencia. Esta
justicia esencial es tan imposible de encontrar como esos
objetos. Pero poder realizar la experiencia de ser la
experiencia que se describe ser constituye la única
gratificación accesible que se pueda compartir en toda
experiencia de comunicación, así como en toda experiencia
social. Cuando no se respeta la ley de la verdad que regula a
esta justicia retributiva, siempre se la busca fuera de donde
siempre se encuentra.
Si todo esto es así, el descubrimiento que el problema
planteado por el aborto de la parousia americana y de la
democracia filosófica nos permite hacer, consiste en
reconocer el movimiento crítico de juicio filosófico que uno
opera en toda experiencia, tanto para poder realizarla
efectivamente como tal experiencia, como para poder
hacerla compartir en el respeto democrático del
reconocimiento de lo verdadero realizado por el prójimo.
La comunidad de juicio y su resultado de verdad
compartida se muestran así como la condición de
posibilidad que nos permite ser idénticos a lo que, en el
respeto incondicional del interlocutor que uno es para sí
mismo, se reconoce ser en toda experiencia; ya que este
interlocutor que uno constituye en tanto que auditor de sí
mismo, no ha podido ser nunca sino el juez de la verdad
que, de lo que uno es, se reconoce ser; al menos, si tal juez
es tan verdadero como para que uno sea lo que es como
uno se juzga serlo. Por consiguiente, la primera y la última
democracia es siempre tanto aquella que se instaura en uno
!63
mismo, como la que se hace compartir en la experiencia del
acto de compartir la verdad: por esta razón se muestra
filosófica.
Traducción de Juan Ramón Iraeta.
Isegoría/8 (1993) pp.: 85-102.
1 (Nota de los Editores) Fecha de la elección presidencial de Estados
Unidos, en 03 de Noviembre. Resultados: Bill Clinton (Demócrata),
44.909.806 votos; George W. Bush (Republicano), 39.104.500 votos;
Ross Perot (Independiente), 19.743.821. Participación de 55,2%,
104.426.659, de los habilitados inscritos, que fueran 189.044.000. La
población norte-americana era 255.407.000.
2 Cf. S. Wolín (1982). Revolutionary action to-day. in Democracy, 2, 4
(l982). pp. 23-24.
3 Cf. J. Rawls (1971). A theory of justice. § 11, p. 60. 4. Cambridge
University Press: USA. Ib. p. 61.
4 Cf. O. Marquard (1981). L'homme accusé, l'homme disculpé.
Critique: Paris. pp. 1027-1028.
5 Cf. S. Wolin, op. cit. p. 20.
6 Cf. C.S. Peirce (1960). Collected Papers: Vol. 5, § 340. Harvard
University Press: USA.
!64
!65
!66
Capítulo II
La filosofía como praxis
transcultural y psicopolítica
!67
Como sabemos, la filosofía desarrolló la lógica
matemática y, de este modo, hizo posible el desarrollo de la
cibernética y de la psicología cognitiva. Es menos conocido
el hecho que esto transformó completamente las ciencias
humanas durante el siglo pasado. La antropobiología
filosófica de A. Gehlen, F. Kainz y A. Tomatis descubrió
durante los años treinta que el uso de los sonidos y lenguaje
era la fuente de las instituciones y de la psiquis como W.
von Humboldt ya lo había afirmado anteriormente. Esto
confirma el rol original de la prosopopoeia por la cual los
niños hacen hablar el mundo con el propósito de percibirlo
visualmente y esto explica porqué la etapa del animismo
deriva naturalmente de este uso, pero tiene que ser
superado.
Por otro lado, la pragmática del lenguaje de Austin y
Searle afirmó que el uso de los actos de habla performativos
podría asegurar el éxito de la comunicación intersubjetiva y
social invocando los acuerdos entre interlocutores que están
regulando las órdenes e instituciones. El uso de un
enunciado prescriptivo o de una promesa permite producir
mágicamente el acto que es designado en este, sólo porque
!68
es expresado. Para los científicos pragmáticos de Peirce,
Wittgenstein y Kripke, un acuerdo entre las hipótesis
científicas y el mundo visible fue considerado la condición
necesaria y suficiente para confirmar la verdad de estas
hipótesis. De la misma forma, para Austin y Searle, un
acuerdo entre interlocutores es suficiente para confirmar la
adecuación de estos actos de habla para la vida humana
porque ocurren independientemente de la voluntad de los
hablantes para producir-los. Apel y Habermas transfirieron
estos principios pragmáticos a la vida humana ética y
política al mostrar cómo la ética y la política de consenso
pueden asegurar un desarrollo democrático de los
individuos y las sociedades.
Sin embargo, la pragmática no constituye una
transformación auténtica de la filosofía como estos teóricos
creen: la razón es que ella no puede asumir la función crítica
de la filosofía. Debido a que los seres humanos necesitan
del lenguaje para poder ver las cosas, para actuar y para
satisfacer sus deseos, ellos necesitan pensar en la verdad de
sus proposiciones para poder objetivar su conocimiento, sus
acciones y sus deseos y juzgar si estas acciones y estos
deseos son verdaderos; o sea, como necesarios para la vida
de uno, como son verdaderos sus conocimientos. Los actos
de habla no son medios mágicos de producir los actos que
ellos están nominando como Austin y Searle pensaron que
eran, sino que deben ser re-escritos como herramientas nomágicas del lenguaje para poder mostrar sus propias
dinámicas de la verdad.
Debido a que el uso del lenguaje nos involucra como
emisores y receptores de nosotros mismos hacia nuestros
interlocutores sociales, es que hemos aprendido que
!69
nuestros pensamientos y nuestro uso del lenguaje se basan
en una preharmonización verbal y mental con nuestros
semejantes, con el mundo y con nosotros mismos. Esta
preharmonización ocurre en cada proposición y es
totalmente afectiva (orientada por el amor), cognitiva,
práctica y hedonista. Hemos aprendido también que no
somos los enemigos de nuestros semejantes y que no
tenemos que protegernos de ellos por medio de un sistema
de derechos que se basan en una concepción de libertad
netamente negativa.
Esto significa también que el consenso ético así como el
consenso político deben ser ellos mismos juzgados y
reconocidos como verdad en la medida que estos consensos
reivindican que son verdad para seren justificados como
formas colectivas y democráticas de experimentar la vida
humana. Esto significa también que la apropiación y
transformación directas de nosotros por nosotros mismos
que estamos intentando alcanzar a través de la
maximización liberal de nuestros deseos e intereses, y por
medio de una simples negativa jurídica y legal en relación a
los intereses de las otras personas, es prohibido por la
estructura comunicativa de nuestra mente y nuestras
instituciones. La transformación directa que estamos
intentando lograr por medio de esta experimentación total
de nosotros mismos sólo puede ocurrir indirectamente, es
decir, utilizando un juicio objetivo sobre la vida ética y
política que debe ser tan verdadero como puede serlo
nuestro juicio científico.
El juicio filosófico de la verdad es interno a cada
pensamiento y acto de habla: cuando se le pasa por alto
esto, como en el caso de la experimentación neoliberal de la
!70
humanidad, está necesariamente liderando hacia los
disturbios e interferencias psicopolíticas que
experimentamos hoy en día. En estos casos, el uso de este
juicio debe ser restablecido. Este uso filosófico del juicio
no puede ser reducido a ser sólo una prerrogativa
profesional de filósofos, sino que ya se encuentra animando
y regulando cada uso del lenguaje. Esto no es del todo
obvio ya que el contexto psicopolítico de la globalización
que estamos experimentando hoy neutraliza el uso de
nuestra facultad del juicio de tal forma que no somos más
capaces de reconocernos nosotros mismos en este uso. Con
el propósito de reconstruir un uso eficiente del juicio de la
verdad, primero debemos recordarnos de cómo este uso
desapareció en la experimentación total de la humanidad
que está tomando lugar en esta globalización económica y
política.
1. La neutralización de la facultad del juicio en el contexto
de la globalización neoliberal
Esta neutralización está ocurriendo hoy en el ámbito de
la experimentación comunicativa que hacemos de nosotros
mismos y de nuestros receptores en nuestra vida cotidiana,
así como también en nuestra vida política. La ciencia y la
tecnología emergió de una total y irrestricta
experimentación del mundo externo, involucrando nuestra
mathesis universalis. De la misma forma, nuestra vida privada
y pública es el campo de una experimentación irrestricta de
seres humanos, involucrando nuestra sapientia universalis,
heredada de las religiones por nuestros sistemas judiciales,
morales y políticos desde el siglo XVIII. Como C. S. Peirce
!71
nos enseño, es a través del experimento del mundo visible
que los científicos preguntan al mundo visible para
confirmar o no confirmar sus hipótesis respondiendo “sí” o
“no” a la pregunta: “¿son verdaderas nuestras hipótesis?”
De la misma manera, la experimentación cotidiana y
política en el campo de la vida humana involucra la
sumisión de nosotros mismos al consenso que puede
obtenerse de nuestros pares sociales. La comunicación es
usada en este contexto como una prueba de nuestras
hipótesis presentes y mutuas de la vida. Convocando la
autoridad trans-subjetiva del consenso social de la misma
forma que los científicos convocan el consenso del mundo
visible con sus hipótesis estamos buscando alguna autoridad
objetiva la cual pueda contarnos que hacer y desear.
Confiamos en la infalibilidad de esta autoridad consensual
en la medida que entendemos que no ha sido otro que este
consenso social que siempre habla a través de nuestras
palabras, pensamientos e instituciones y el cual así regula
nuestra vida social y mental. Este consenso social, así,
parece tener la misma autoridad y validez en relación a
nuestra naturaleza “interna” como el mundo visible lo tiene
en relación al nuestro conocimiento “externo” del mundo.
Pero este también parece ser la única autoridad, la cual
podría poseer esta validez absoluta. ¿Por qué? Porque
debemos responder a todas las necesidades de nuestros
semejantes mediante el cumplimiento de sus necesidades de
la verdad. Presumimos que cada una de nuestras
enunciaciones exprese cualquiera sea la verdad definitiva
que nuestro receptor desee conocer. Por lo tanto debemos
expresar una especie de omnisciencia divina. Pero al mismo
tiempo debemos experimentar necesariamente culpa
!72
personal en relación a nuestra inhabilidad de expresar
aquella verdad definitiva. La única forma de evitar
experimentar la culpa parece ser el aplicar a nuestro vivir
diario y vida política el consenso social que obtenemos por
los medios de comunicación y encontrar en el éxito
consensual de la experimentación capitalista del mercado
social la experimentación cognitiva de nuestra salvación
secular. La explicación weberiana de las dinámicas lógicas
de esta experimentación capitalista se conoce bien, pero
raramente se las entiende correctamente. Tal como los
predestinados calvinistas pueden asegurar que fueran
elegidos por Dios para la salvación, siempre que ellos
fueron exitosos en sus vidas terrenales, la búsqueda liberal
para la felicidad individual y social se mide a través de los
éxitos de las empresas capitalistas. Pero ellos consideran sus
éxitos como la única fuente de confirmación de la opción
de las acciones que determinan el desarrollo de las empresas
liberales. Los éxitos en la vida les ofreció la certeza a
aquellos calvinistas que podrían ser salvados sí y solamente
sí ellos eran capaces de restringir a ellos mismos y se
prevenían de disfrutar inmediatamente de los frutos de sus
empresas. En el mismo sentido, los capitalistas actuales
deben reinvertir sus bienes en sus empresas para poder
incrementar su certeza sobre su propia salvación social,
porque esta clase de ascetismo parece ser la única forma
que los habilita para sentirse tanto más desinteresados como
ellos quisieran sentirse.
Esta conciencia moral de los liberales, no obstante, es
necesariamente perversa porque está subordinando la
voluntad por felicidad y el bienestar social de las demás
personas a una auto-certificación egocéntrica y arbitraria de
!73
sus voluntades personales por la salvación. En nombre del
consenso social piden a sus interlocutores sociales que
trabajen para asegurarse de que gozan de la felicidad social
que las acciones de estos trabajadores han producido. De
esta forma, ellos disfrutan de manera exclusiva de sus
habilidades de subordinar el bienestar de las demás
personas a la satisfacción de sus conciencias morales. La
maximización de la satisfacción de los deseos más humanos
posibles y la maximización de la producción de bienes
todavía son orientados exclusivamente por esta
maximización de la certeza de ser salvado, o sea, justificado.
Como es sabido, la pobreza, el desempleo y la exclusión
de los pobres son los precios que se deben pagar por el
incremento del capital y, que trae consigo, a largo plazo, una
falsificación radical en la forma de vida liberal. Como lo
escribió Sheldon Wolin en su revista Democracy, la
privación de los derechos cívicos fue consecuencia
necesariamente de este empobrecimiento y de la
desaparición neoliberal del Estado de Bienestar. Aunque la
teoría liberal de los derechos consagró estos derechos en la
propia Constitución americana, concibiéndolos como
formas especiales de libertad y protección mutua que
fueron más allá del alcance simple del poder legislativo y
ejecutivo, y aunque lo asumieron “por encima” de la
política, “lo que sucedió durante el siglo veinte es que las
prácticas políticas de los liberales rápidamente debilitó la
concepción liberal de los derechos”. “La protección de los
derechos presuponía que el gobierno sería su defensor,
interviniendo para impedir intereses de grupos que violan
los derechos individuales y de otros grupos. Para que esta
presuposición fuera operativa, el gobierno debería haber
!74
resistido efectivamente a las presiones generadas por grupos
de interés políticos, por la política de las facciones,
presiones implacables que fueron garantizadas para el
sistema de elecciones, la contribución a campañas y el lobby.
Esta presuposición colapsó debido a que la política
norteamericana fue reducida a los intereses de grupos; no
había un electorado general que apoyara al gobierno en su
rol de defensor imparcial de los derechos. En vez de ejercer
el rol de defensor de los derechos, el gobierno asumió una
función más consistente con la política de grupos de
interés: la de ‘equilibrar’ los derechos contra ciertos temas
predominantes del Estado”. A esto le siguió, escribe S.
Wolin, “que la sociedad americana se fuera acostumbrando
lentamente a la noción peligrosa que derechos, como los
subsidios a los cultivos e impuestos, forman parte de lo
normal dar y recibir de la política”.
“Esta transvaluación de los derechos desde un estatus
cuasi absoluto a un de contingencia, fue ilustrado
vívidamente por el destino de los derechos económicos que
los liberales habían promovido vigorosamente como la
respuesta al socialismo”. Los liberales argumentaron que
“los derechos políticos eran puramente formales e
inefectivos si los ciudadanos no tenían empleos, seguro
social, compensación por desempleo, el derecho a organizar
sindicatos y a negociar colectivamente, acceder a la
educación universitaria y, en general, a un estándar de vida
decente”. “Aunque los derechos económicos empoderaron
a la gente y les dieron una ganancia en la dignidad,
autonomía y buen vivir, esto hizo a los derechos
dependientes de un contingente finito de recursos. Tu
derecho, por ejemplo, a salud medica necesariamente
!75
utilizará recursos que no pueden ser asignados para
satisfacer mi derecho a entrenamiento laboral”. Esta
traducción de los derechos políticos a los derechos
económicos probó ser catastrófica a comienzos de los
ochenta. Esto produjo realmente una exclusión generalizada
del pobre cuando “con el inicio de la recesión económica, la
stagflation y el desempleo, los diversos efectos de basar los
valores de la ciudadanía sobre los beneficios económicos se
volvió evidente. Todas las soluciones para la profundización
de la crisis involucraran el recorte de los beneficios sociales
y así la creación o exacerbación de clivajes en la ciudadanía:
prejuicios raciales, religiosos, de clase, étnicos y regionales
emergieron a medida que los grupos competían por
sobrevivir a la declive económica”. La misma dinámica se
ha propagado hacia el bloque oriental del capitalismo
estatal, a Europa y hacia el tercer mundo durante los
ochenta y noventa.
¿Por qué esta conciencia cognitivamente perversa y moral
es incapaz de reconocerse como tal? Simplemente porque el
mercado social mundial y el consenso social que se supone
que lo controla son convocados como autoridades divinas
que siempre están respondiendo de una manera favorable y
que no pueden cometer errores sobre la verdad social. Se
supone que ellos encarnen una certificación mutua infalible
de intereses mutuos: ellos siempre tienen razón porque son
presumidos como mutuos. Estas autoridades son protegidas
por una prohibición autista que nos prohíbe cuestionar a
sus oráculos, criticarlos, como ha sido prohibido por la
religión de los dioses soberanos y por las religiones
monoteístas juzgar y criticar la verdad revelada por los
dioses. Debido a que la revelación viene solamente de Dios
!76
mismo, es verdadero y requiere una fe incondicional de sus
creyentes. Esta prohibición constituye un mecanismo
seguro de protección mutua. Una vez que ninguno de los
creyentes puede utilizar la palabra divina, ellos no tienen la
permisión de condenar sus semejantes en nombre de Dios.
Pero esta prohibición otorgó una dimensión autista a este
juego del lenguaje religioso una vez que no permitía hablar
la única autoridad que está trabajando en la comunicación
religiosa, así como también en la experimentación
contemporánea de los seres humanos: es prohibido
expresar el juicio de la verdad que estamos necesariamente
construyendo como nuestros propios destinatarios a
respeto de nuestras enunciaciones como hablantes y sobre
las enunciaciones de nuestros pares sociales.
De hecho, nosotros estamos necesariamente
construyendo este juicio a respeto de las proposiciones
aseveradas por nuestros pares sociales, pues somos sus
interlocutores; pero los hemos también calificado como
legisladores de nuestra propia vida y de la vida de eses pares
sociales cuando aplicamos nuestro consenso social
experimental. Previniéndonos de juzgar estos juicios
espontáneos y consensuados, la revelación de este mercado
mundial social divino se convierte hoy en día en algo tan
autista como las revelaciones religiosas del pasado. La
respuesta que el mercado global neoliberal está dando a
nuestras preguntas y expectativas parece ser para nosotros
algo tan natural y necesario como la respuesta del mundo
visible para los científicos.
El empobrecimiento contemporáneo de todos los países
y grupos de trabajadores, la exclusión generalizada del
pobre y la privación económica de los derechos civiles
!77
llevan a la desaparición de este juicio común compartido de
los seres humanos por el cual estamos luchando y que
tenemos el derecho y la obligación de construir sobre
nuestras condiciones sociales objetivas de vida. Durante el
siglo XVIII, el descubrimiento de nuestra condición
democrática no fue tan sólo el reconocimiento del derecho
para cada uno de contratar relaciones de propiedad y vender
su fuerza de trabajo, sino también el reconocimiento de un
estatus equitativo para todos los ciudadanos de este mundo.
Primeramente, debido a que ellos eran presumidos de tener
la misma razón humana teórica y práctica. La privación hoy
de las condiciones estándares de vida y de los derechos
civiles es escandalosa e inaceptable porque está robando no
tan solo los bienes que son necesarios para que pueda
sobrevivir la gente excluida, sino también su derecho a
votar: esto es, primero que todo, escandaloso porque es a
priori la privación de su razón, de sus facultades de juicio
las cuales una vez les permitieron creer que hacían parte de
un mundo común de cultura.
Debido a esta falla radical de la globalización neoliberal
ser intolerable para las personas marginalizadas y excluídos,
y producir un sentimiento generalizado de profunda
injusticia, ella está provocando una reacción radical en ellos:
esta reacción es chamanista. El sentimiento profundo de
injusticia ya ha producido durante los años treinta las
reacciones radicales y violentas del nacional-socialismo
alemán y del capitalismo del Estado soviético. La
pantomima de la injusticia social autorizaba a estos
regímenes políticos a programar un mundo social
chamanista de justicia basada en propiedades raciales o en la
reciprocidad entre ciudadanos tanto como legitimizar el
!78
acceso a este nuevo mundo de justicia a través de la
eliminación de los enemigos externos en el caso del
nacional-socialismo o de los enemigos internos en el caso
del capitalismo soviético y de disfrutar estas formas
diferentes de asesinar a sus supuestos enemigos. Esta
recaída de regímenes políticos en dinámicas arcaicas fue un
renacer de la emergencia del chamanismo conectado a la
religión de dioses soberanos. Debido a que el poder de los
dioses encarnados en los soberanos humanos no fue capaz
de curar a la gente de enfermedades, de desastres naturales
y de la pérdida de la vida, el poder de los chamanes se
desarrolló imitando la crisis insoportable, por medio de la
neutralización de todos los imperativos y todas las
prohibiciones que regularon usualmente la vida humana y
dando acceso a todas las deseadas acciones consumatorias.
Esta experimentación de una felicidad común intensa y
generalizada tuvo un gran poder: el poder de olvidar la
crisis y sus causas. El regreso yihadista del DAESH sigue
hoy en día las mismas dinámicas arcaicas negativas que la
Alemania nacional-socialista y que el Estado soviético
capitalista: está dando chamanísticamente al sufrimiento de
las masacres de enemigos occidentales y de los auto-suicidas
la fuerza mágica de restablecer una justicia globalizada así
como a la persona disfrutar al asesinar supuestos enemigos
matándose ella misma. Estas experiencias terribles “negras”
y chamanistas son más anónimas y autistas que el
neoliberalismo mismo y no pueden ser erradicadas por otro
tipo de masacres: por la movilización militar de la
comunidad internacional en contra del Estado yihadista
chamanista, pero es necesario que las causas de estos
sufrimientos chamanistas sean tratados y resueltos por la
!79
inserción de un juicio eficiente respecto a la
experimentación total de la humanidad liderada por el
neoliberalismo.
Debido al este escándalo cultural producido por el
neoliberalismo ser más profundo que sólo una privación de
bienes materiales, no es más suficiente cuestionar las
empresas multinacionales y los Estados-nación para que
redistribuyan la riqueza, el trabajo, la salud y el hogar. Sobre
todo, es necesario asegurar la redistribución de este uso de
la facultad de juzgar permitiendo a la gente juzgar estas
injusticias escandalosas como tales y comenzar a negociar
con los grupos y personas dominantes. La única respuesta
correcta a este escándalo cultural es una respuesta filosófica
y cultural: todos deben reconocer e utilizar el derecho de
cada persona usar su propia facultad de juzgar en temas
sociales como el derecho humano que es fundacional de
todos los otros y asegurar este uso en la democracia
internacional que se está construyendo a lo largo de esta
globalización del mercado social.
2. La cuestión antropológica del uso terapéutico del juicio
filosófico para una democracia internacional
Para hablar de esto, uno debe, primero que todo,
reconocer como falsa la imagen filosófica del ser humano
que aún se utiliza al largo de este empobrecimiento
neoliberal. Esta imagen filosófica depende de la concepción
dualista del ser humano en el cual la razón, la mente y una
buena moralidad tiene que ser el señor del cuerpo, deseos,
pasiones e intereses, asegurando de este modo una
equilibrada harmonía en el alma humana. La conducción
!80
hacia la experimentación liberal con la humanidad por
medio del consenso y de contratos universales válidos nos
fuerza a descubrir que ya no tenemos que creer que el ser
humano es -como cuerpo, deseos, pasiones y intereses su
propio enemigo como mente, alma o buena voluntad. Esta
conducción hacia un consenso ciego experimental nos ha
forzado a reconocer que los orígenes y las dinámicas del
pensamiento de la razón humana fueron constituidos por el
uso del lenguaje como el poder de emitir y recibir sonidos y
de conectarlos a nuestras experiencias. Nuestros deseos no
son necesariamente irracionales: ellos están obedeciendo
también a una dinámica creativa de la verdad que nos
permite juzgar la racionalidad o irracionalidad de lo que
ellos expresan. La prioridad del juicio humano en el uso de
consenso es condicionar la posibilidad de vida humana y
debe ser respetada en la formación de nuestras condiciones
sociales de la vida.
La razón y el pensamiento son generados por nuestro
uso del lenguaje: esto significa que nuestro uso del lenguaje
nos obliga realmente a vernos como nuestro propio
receptor que debe juzgar sobre la objetividad de nuestros
deseos, intereses y acciones éticas con el fin de poder
disfrutar estas experiencias y reconocerlas como nuestras
condiciones objetivas de vida. Debido a que el ser humano
no es un ser bien formado biológicamente, pero nace un
año más temprano -si uno lo compara con los mamíferos
dotados de similares complejidades- él sólo tiene
conductores intra-específicos (nutricional, sexual y
defensivo). Él necesita por tanto inventar sus percepciones
visuales, sus acciones físicas y las acciones consumatorias a
través de la proyección de la harmonía entre sus sonidos
!81
emitidos y recibidos en sus relaciones con el mundo, con
sus pares y con él mismo. Es por esta razón que el hombre
primitivo y los niños tienen que:
1. Hablar animisticamente el mundo por medio del uso
del lenguaje como una clase de prosopopeia mágica como
Vico y W. Humboldt han señalado que se hace, para poder
percibirlo con sus ojos y
2. Sentir esta palabra del mundo como la respuesta del
mundo mismo, el cual invariablemente se siente como
favorable como la voz de sus madres. Esta harmonía,
experimentada en el uso de sonidos debido a la inhabilidad
del niño y del hombre primitivo de percibir una diferencia
entre sus propios sonidos emitidos y sus propios sonidos
recibidos, es la fuente de lo sagrado en la sensibilidad
humana, es decir, la fuente de la prosopopoeia sagrada que las
religiones colocaron en los labios de los Dioses o de sus
dioses. Esta harmonía está imponiendo su propia ley a las
dinámicas de imaginación, del pensamiento y de los deseos
de la siguiente manera: cada hiato y disonancia con el
mundo, con los pares sociales y con uno mismo debe ser
superado proyectando una nueva for ma de reharmonización de uno mismo con el mundo, con la gente y
con uno mismo: esto se lleva a cabo de acuerdo al uso
harmonizado de sonidos y siguiendo el modelo dialógico.
Así como espontáneamente harmonizamos los sonidos que
emitimos con los mismos sonidos que estamos recibiendo,
nosotros estamos pre-harmonizando nuestras percepciones,
nuestras acciones y nuestros deseos como la mejor forma
favorable por la cual el mundo y nuestro interlocutor nos
puede responder.
!82
La pre-harmonización cognitiva y lógica por las cuales se
comportan las proposiciones por medio de las cuales
objetivamos estas percepciones, acciones, pensamientos,
sentimientos y deseos es siempre la misma: no podemos
pensar una proposición, para producirla sin pensar que esta
proposición es verdad, o, en términos de C. S. Peirce: “cada
proposición afirma su propia verdad”. Necesitamos pensar
nuestras proposiciones como verdaderas para poder
objetivizar los hechos visuales, nuestra acción física y
nuestra acción consumatoria o deseo de manera a producir
la única relación con la realidad que podemos obtener, por
ejemplo, la percepción visual del hecho visual o la
realización y la percepción de nuestra acción física. Por tal
razón, nuestras relaciones hacia el mundo, hacia otros seres
humanos y hacia nosotros mismos no pueden ser
producidas ni completadas sin juzgar si estas relaciones
lingüísticas pre-harmonizadas que se muestran en nuestras
proposiciones son o no estas condiciones objetivas de la
vida que ellas presumen de manera a que estén listas para
poder ser pensadas.
Nuestra relación con nosotros mismos es de este modo
necesariamente indirecta. No podemos juzgar y
transformarnos sin juzgar la objetividad de nuestras
relaciones con el mundo, ni tampoco sin juzgar la
objetividad del habla o la experiencia del pensamiento que
asegura estas relaciones y estas experiencias, es decir, sin
juzgar la verdad de las proposiciones que expresan nuestro
conocimiento, nuestra necesidad de acción o nuestros
deseos. Todas estas dinámicas del alma reposan sobre la
auto-objetivación de nuestros actos de habla y se hace
explícita por esta. Ella es submetida a la ley de la verdad -en
!83
su momento creativo así como también su momento
reflexivo: el acto de juzgar su verdad real a través del juzgar
la objetividad de la experiencia representada.
Uno debe tomar seriamente esta dinámica verdadera del
alma, de los pensamientos y de los actos de habla. Esto
significa entonces que no podemos aceptar la descripción
de los actos de habla que los auto-denominados teóricos de
los actos de habla como J. L. Austin y J. Searle usualmente
dan de sus características mágicas. Ellos simplemente
definen estos actos de habla como los únicos actos que
basta designar para realizarlos para completar nuestras
intenciones. Esto significa, por el contrario, que todos los
actos de habla son descriptibles como afirmaciones de la
siguiente forma: “yo afirmo que p es verdad” significa que
“p es verdad en la medida que yo lo digo y como lo que es
descrito en p existe como yo digo que el es”. Y podemos y
debemos redescribir nuestras promesas, por ejemplo, de la
misma manera que si deseáramos hacer explicito las
dinámicas de la verdad y de objetividad que son internas a
ellas: “prometo que vendré mañana” realmente significa “es
verdad que vendré mañana como yo lo digo y como, por
decir, juzgo a alguien que debe venir mañana y yo soy la
persona que debe venir mañana y que vendrá mañana”. No
contraigo sólo cierta obligación, como lo afirma Searle, sino
que mi enunciado registra mi reconocimiento de la
necesidad objetiva de hacer tal y tal acción así como
también el hecho de que yo reconozco que debo hacer esta
acción a través del juicio verdadero que estoy enunciando.
Este acto de habla está creando y registrando en sí tres
operaciones:
!84
1. afirma el reconocimiento de la objetividad de una
acción como un reconocimiento de la necesidad objetiva de
necesitar hacerlo;
2. expresa el juicio verdadero por medio del cual el
hablante se identifica como la persona que debe hacerlo, y
3. El hablante está diciendo que es tan verdadero que lo
hará, como es verdadero que él debe decirlo para expresar
que hará lo que él dice hacer. En este acto de habla -si se
cumplen estas condiciones- el hecho que iré mañana es
afirmado y reconocido filosóficamente como una acción
ética. Las declaraciones, órdenes, expresiones de
sentimientos deben ser redescritas de una manera similar.
Pero el hecho que yo tenga que expresar este acto de
habla significa que no puedo juzgar la verdad de las
proposiciones como un sujeto privado y solipsista: yo no
puedo alcanzar una posición que me permita juzgar esta
verdad de una vez por todas desde el punto de vista de
Dios. Necesito la aprobación de lo que estoy diciendo por
mis pares sociales y necesito sus juicios positivos y
afirmativos como la única autoridad que puede confirmar o
no confirmar la verdad de este juicio. Debido al uso común
y espontáneo de nuestro juicio de la verdad permanecer
intacto a pesar de nuestros errores respecto a nuestra
facultad mágica de actos de habla y nuestra competencia
moral de dominarnos, este uso está siempre funcionando
aunque no estemos necesariamente conscientes de ello. La
razón es simple: como nuestro propio receptor, nosotros no
podemos hacerlo. Esto ya constituye un uso filosófico del
juicio, en el cual todos estamos involucrados. Lo que
solemos llamar “filosofía” solo es la disciplina intelectual, la
cual debe reconocer que este uso del juicio ya está
!85
trabajando en nuestro uso del lenguaje. Esta disciplina nos
deja ver que debemos ser lo que ya somos. Debemos
darnos cuenta y realizar -por nuestras acciones y por la
ejecución de nuestros deberes- los modos objetivos de ser
que todos nosotros debemos juzgar mutuamente lo que
somos y lo que nos está haciendo feliz. Precisamos rechazar
y olvidar todas las otras formas de ser. Esta es una ley
constitutiva de la formación del ser humano y del
reconocimiento de sí mismos en sus culturas (un Müssen).
De esta ley de verdad se desprende que debemos compartir
nuestros deberes (nuestro Sollen) reconociendo su
objetividad y su poder de aplicación. Esta ley es obedecida y
reconocida como tal y como común a todos nosotros,
incluso si no estamos conscientes de obedecer a esta ley.
La filosofía, entendida como una disciplina, no tiene
solamente que describir las condiciones del reconocimiento
de nosotros mismos en el uso de este juicio, en tanto que
muestra los hechos biológicos, psicológicos, sociológicos y
lingüísticos, los cuales están asegurando el uso del juicio
como conditio sine qua non de nuestra existencia. La filosofía
también tiene que demostrar cómo podemos estar
conscientemente obligados a hacer lo que normalmente
sólo nos sentimos forzados inconscientemente: esta
necesidad de utilizar nuestro juicio filosófico puede y debe
ser otorgada a nosotros como el derecho a ser lo que
tenemos que ser. La cuestión antropológica que está aquí en
juego es aquella de la forma filosófica inconsciente y
consciente de utilizar nuestro juicio de la verdad para poder
vivir, es la única manera que tenemos a disposición para
quedar completamente harmonizados con nosotros
mismos, con nuestro mundo y con nuestros interlocutores
!86
sociales. La paridad entre los hombres y las mujeres se basa
en este uso del juicio de la verdad. Este uso es consagrado
en su fuente lingüística y ninguna convención política o
consenso cultural y religioso tiene el derecho a negar a la
mujer la misma habilidad que es reconocida en el hombre:
su igual habilidad de juzgar sobre la objetividad de sus
propias condiciones de vida. Robar a la mujer su facultad de
juicio es robar lo que se le permite vivir. Es robar sus vidas.
¿Pero cómo este uso filosófico del juicio ya trabaja en
nuestra vida diaria y en este contexto de una injusta
globalización neoliberal aunque no estemos necesariamente
conscientes de esto, y aunque este uso colectivo de juicio
todavía no se complete de forma teórica y práctica, como, o
sea, en su aplicación social?
Este uso de juicio filosófico ya está ocurriendo en cada
negociación entre gerentes y trabajadores en donde la
redistribución de salarios, bienes y valores sociales toma
lugar de forma crítica y objetiva para superar la injusticia y
exclusión capitalista avanzada. Pero el también ocurre
cuando estamos juzgando la injusticia social que es
producida por la privación de los derechos cívicos y el
proceso de exclusión, el cual se convierte seriamente en una
amenaza en las sociedades industriales. Esto está ocurriendo
cuando estamos juzgando la explotación del Tercer Mundo
por las sociedades industrialmente avanzadas y cuando
consideramos esta explotación como una forma de robar
las materias primas y las fuerzas de trabajo de estos países
de acuerdo a los principios de rentabilidad. Esto ocurre
cuando estamos juzgando los ataques especulativos contra
los valores financieros como formas eficientes de robar los
Estado-Nación y a todos nosotros. La única cosa que está
!87
cambiando cuando vemos este reconocimiento de una
forma falsa de vivir como un efecto de nuestro uso
individual y colectivo del juicio filosófico, es que nos vemos
obligados a ver estas acciones escandalosas como creando
alguna situación que tiene que desaparecer, porque están
realizando acciones en las que somos incapaces de
reconocernos. Estos hechos son como otros hechos: ellos
no tienen valores y no existen por ellos mismos, ellos no
están hablando de forma animista e imponiendo su propia
verdad a nosotros como los pragmáticos podrían creer que
ellos hacen. Pero tienen que ser juzgados como nuestras
condiciones objetivas de existencia para realmente existir.
En esta situación escandalosa donde estos hechos son
hechos de un empobrecimiento injusto generalizado y
exclusión, ellos que tienen que ser juzgados y reconocidos
como condiciones de existencia sociales imposibles para
todos nosotros.
De esta misma forma, nuestro uso del juicio en la vida
económica debe ser filosófico. Las leyes de la economía no
son sólo leyes que aseguren coherencia y consistencia entre
los acuerdos contractuales económicos y las decisiones que
deben ser lideradas de acuerdo al modelo de las leyes
formales y sintácticas del lenguaje. El juicio de verdad que
construye nuestro uso del lenguaje debe ser reconocido
para que podamos tornarnos capaces de ver el juicio de
objetividad que está viviendo en cada pensamiento, acto de
habla y acción: sin este reconocimiento antropológico de la
verdad como la dinámica interna del lenguaje y de la vida
humana, el lenguaje aparece como un fenómeno que sólo
puede ser reconstruido sintácticamente, semánticamente o
pragmáticamente. Pero su dimensión de verdad nunca se ve
!88
por medio de estas reconstrucciones como constitutivas de
la dinámica del lenguaje, de nuestras comunicaciones y de la
vida humana. De la misma manera, la economía no es
reducible a una ciencia en donde sólo tenemos que aplicar
cálculos formales y de probabilidades para poder reconocer
las leyes específicas de lógica fuzzy que están animando la
existencia randómica de tendencias fluidas de nuestros
intercambios de dinero. Estamos obligados a pensar acerca
de ellos como tal sólo si asumimos que las leyes ciegas del
mercado social, tal como las leyes de demanda y oferta, son
el único principio de los movimientos económicos ya que
sólo ellos expresarían de manera infalible nuestros intereses
mutuos y el consenso generalizado, el cual está hablando a
través de los resultados del mercado mundial. Pero el juicio
económico que opera la traducción de bienes y de procesos
de trabajo a monedas y salarios es tan objetivo como el
juicio que toma lugar en el pensamiento y el lenguaje. Debe
ser reconstruido y descrito como tal: como animando la
vida humana económica en la medida que es humano, y por
sobre todo, debe ser practicado.
Por lo tanto, la vida económica tiene que ser reconocida
como tal y reconstruida como una manera de reconocer y
legitimar formas objetivas y procesos de traducir dinero en
condiciones de vida necesarias y objetivas, cuya existencia es
condicionada por el compartir de nuestros juicios éticos
objetivos sobre la aplicación de derechos humanos. Lo que
se suele considerar como una mejor posición de las
condiciones económicas del mundo tiene que ser juzgado
en contraste con la absurda y ciega obligación de producir
un crecimiento constante de beneficios e inversiones. Tiene
que ser juzgado como un progreso real en nuestra manera
!89
de compartir nuestro juicio social y ético objetivo sobre
asuntos económicos, y no al revés. Es desde este punto de
vista que los Estados-nación pueden y deben exigir a los
bancos mundiales una transparencia plenamente cumplida
para poder rastrear los orígenes de los ataques especulativos
más peligrosos contra el valor de su dinero. Si quieren ser
reconocidos como las instituciones objetivas que son y que
necesitamos tener, tienen que programar una necesaria
extensión de los derechos civiles y de los derechos humanos
para la transparencia a este nivel de nuestra democracia
internacional y cosmopolita y tienen que concebir los
procedimientos legales que les permitan garantizar el
respecto a este derecho a la transparencia. El
reconocimiento de la objetividad de estas leyes que deben
ser creadas y garantizadas por este uso del juicio es
ciertamente necesario para constr uir un mundo
internacional y cultural común que otorgue a nuestro deseo
de felicidad el cumplimiento que estamos mereciendo
cuando estamos sometiéndonos a los resultados de este
juicio.
Traducción de Juan del Valle Rojas.
Revisión Técnica de Evandro Vieira Ouriques.
Artículo escrito para el II Seminario Internacional de Psicopolítica y
Conciencia, realizado por Universidad de La Frontera/Facultad de
Educación, Ciencias Sociales y Humanidades, Universidade Federal do Rio
!90
de Janeiro/Núcleo de Estudos Transdisciplinares de Psicopolítica e
Consciência y Universidade do Porto/Facultad de Letras y CIC Digital
Porto, en el Núcleo de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad
de La Frontera, en Enero de 2016.
!91
!92
Capítulo III
La política cultural del capitalismo
avanzado y el diálogo transcultural
!93
I.
La política cultural del espíritu capitalista avanzado
Las sociedades industriales llamadas avanzadas se
felicitan de abrigar las culturas más diversas de las
poblaciones a las cuales garantizan la subsistencia al tiempo
que protegen su coexistencia. Estas sociedades enarbolan
orgullosas la bandera del liberalismo, la tolerancia y el
pluralismo democrático. Este multi-culturalismo no está, sin
embargo, ligado a ellas como una característica de su
carácter “avanzado” o una manifestación de su “esencia”
democrática, puesto que está lejos de ser un rasgo
“interno”: está mundializado. Si esto es así, lo es gracias a
una paradoja: a saber, que es propagado por un
pensamiento que sólo atraviesa las murallas de las culturas
en la medida que retira de la cultura lo que hace de ella una
!94
cultura, el pensamiento liberal. Este pensamiento sólo es
capaz de traspasar los muros culturales en la medida que les
impone como ley el modo en que establece la ley de la
oferta y la demanda que rige el mercado mundial como ley
de experimentación total del hombre y que reduce toda
cultura a un “patrimonio”, a un “negocio”, llevándola así
inexorablemente a un desierto, el desierto del autismo
colectivo. Y el sistema liberal debe su poder de propagación
al hecho que él es también, a su manera, “cultural”: antes de
ser un sistema económico, él constituye un modelo lógico y
dinámico de política cultural.
Como cálculo social de la satisfacción mutua de los
deseos, el capitalismo neoliberal contemporáneo, privado o
estatal, tiende a transformar al hombre de modo que pueda
satisfacer el máximo de sus deseos sin dejar de volverlo
autónomo respecto de ellos: predica para ello una moral de
la autonomía hacia estos últimos. La vida política debe
transformar directamente al hombre de manera que haga
visible tanto esta satisfacción pleonéxica de los deseos
humanos como esta autonomía en sus acción y en sus
relaciones con otros, al modo en que la experimentación
científica del mundo visible debe transformarlo para hacer
visible la verdad de las hipótesis científicas.
La política cultural de la justicia en el capitalismo
avanzado consiste en efecto en transferir al campo social la
lógica de experimentación del consenso científico con el
mundo visible, haciendo del consenso con los demás una
instancia de confirmación o de rechazo de hipótesis de
justicia, una instancia trascendente respecto de los deseos
de los individuos: de este modo hace operativa la moral
provisional de Descartes en la experimentación pragmática
!95
del hombre. La búsqueda de una certeza de justicia análoga
a la que persiguen las ciencias transforma esta
experimentación liberal en una pesquisa cartesiana de la
auto-certificación social.
En este contexto de experimentación, los interlocutores
se experimentan a sí mismos y unos a otros por medio de
sus actos de habla. Como los científicos aspiran al consenso
de sus
hipótesis con el mundo visible para hacerle
responder afirmativa o negativamente a la pregunta: “¿es mi
hipótesis verdadera?”, asimismo, los interlocutores
interrogan el consenso con sus interlocutores en la
comunicación para hacerlo confirmar o rechazar la
hipótesis de vida que buscan hacerles compartir por su acto
de comunicación.
Así estos experimentan la sapientia universalis otorgada por
las instituciones jurídicas, morales y políticas de la
modernidad, del mismo modo que los científicos
experimentan la mathesis universalis. El juego de lenguaje de la
ciencia se transforma así en forma de vida universal: en
experimentación total de la humanidad del hombre.
Esta universalización parece válida en la vida social como
en la vida psíquica, puesto que esta experimentación no ha
hecho más que descubrir que la misma vida mental no es
sólo un proceso de experimentación comunicacional de sí,
un diálogo consigo mismo que sólo encuentra su
autorregulación por la vía sensible, afectiva, cognitiva,
práctica y consumatoria del individuo en la medida que se
armoniza con el diálogo que este individuo mantiene con
sus pares sociales.
La mundialización entonces se produce hoy día como un
proceso de desbordamiento cultural de los Estados de
!96
derecho por las multinacionales y los mercados financieros.
Los efectos positivos de la fusión de las multinacionales se
imponen bajo el aspecto de una puesta a punto de la
adaptación de la oferta a la demanda, como sumisión de las
ofertas, de los productos y de las relaciones de producción a
los dictados de las demandas consensuales. Esta adaptación
enarbola orgullosa su independencia respecto de los
Estados-nación y de los partidos políticos al tiempo que
desafía sin escrúpulos sus imperativos y sus prohibiciones
rígidas y arbitrarias.
Pues ella invoca para legitimarse una objetividad que
depende de la satisfacción universal y efectiva de un
máximo de deseos y un respeto de la independencia
autárquica de los individuos y los pueblo: representando
toda regulación social como consecuencia lógica de los
progresos en la homogeneización del mercado mundial y
haciéndola aparecer como tan objetiva como el progreso
científico y técnico mismo.
Es en este contexto que se propaga un multi-culturalismo
respetuoso de todas las culturas, cualquiera que sean, por el
sólo hecho de existir como encarnaciones de consensos
nacionales o minoritarios, como juicios sociales y
comunitarios validados por estos consensos. Estas culturas
son, sin embargo, tan impotentes como estos consensos
para asegurar el dominio tan deseado del hombre por sí
mismo así como el goce de este dominio como felicidad
cultural. Esto porque este multiculturalismo se contenta con
tomar nota de la pluralidad de las morales, de los sistemas
jurídicos y de los sistemas políticos asociados a las diversas
culturas e invitarlos a una comprensión de otras culturas
!97
como si su pura y simple existencia los justificara por sí
misma.
En un contexto donde la experimentación mutuamente
ciega de las cultural produce las catástrofes mundiales que
este siglo ha conocido y no ha hecho más que desencadenar
guerras puesto que ha puesto en peligro a estas mismas
culturas substituyéndoles las prácticas barbáricas, es de la
mayor importancia distinguir el aspecto positivo de las
culturas que inscribe en los hábitos de pensamiento y de
acción de los grupos humanos un logro irreversiblemente
logrado de formas de humanidad, del aspecto negativo, por
el cual las culturas mantienen hábitos consensuales, éticos,
locales o nacionales de pensamiento y de acción que
impiden toda relación humana y neutralizan por adelantado
todo diálogo intercultural.
El diálogo intercultural se revela como una necesidad de
una puesta a prueba de la capacidad de cada cultura de
proponerse como una forma de vida que todos sus
participantes puedan asumir. Necesita recurrir al diálogo
universitario entre culturas como uno de sus componentes
esenciales. El discurso universitario no es una ocasión
cualquiera para la afirmación de una cultura: es la instancia
por la cual esta cultura toma conciencia crítica de sus límites
en la comprensión misma que ella tiene de otras culturas.
Aparece como una respuesta a la necesidad de sacar el
diálogo intercultural de una mera relación de comunicación
y de registro de una comprensión recíproca o de una
incomprensión recíproca. Por su intermedio emerge la
posibilidad de discernir de qué manera las necesarias
relaciones de complementariedad cultural develan
constantes antropológicas que sólo pueden ser reconocidas
!98
como tales en la medida que son adoptadas por los
participantes de las diversas culturas implicadas: es este
discernimiento crítico el que hace posible un diálogo
transcultural.
Es en este discurso crítico que las fronteras propias de las
diversas culturas pueden ser efectivamente distinguidas y
que manera en que los participantes pasan estas fronteras
puede ser integrado en la cultura de referencia.
Pues el respeto de las culturas en el diálogo cultural no se
pude limitar a una actitud formal de reconocimiento de la
existencia de otra cultura a la manera en que el derecho nos
obliga a respetar el derecho a la existencia de otra persona.
No puede permanecer meramente cosmopolítico sin validar
más que una igualdad formal entre culturas, de manera
análoga a aquella que el derecho quiere promover entre
ciudadanos autónomos. Debe ser un respeto ejercido en el
acto mismo de la crítica por medio de la cual una cultura
reconoce el deber de integrar aquello que le falta y que ha
servido de base a la cultura con la cual entabla un diálogo.
Este reconocimiento es acto de la especificidad de otras
culturas, de su validez antropológica y de su aporte real a la
construcción de una humanidad tan coherente con su deber
ser que está obligada a serlo efectivamente, condiciona el
intercambio de la fuerza crítica del discurso universitario en
el diálogo intercultural. Él constituye un desafío, pero
también una oportunidad para un ser humano que se dedica
a la experimentación de sí mismo por la mundialización
económico-política.
Este reconocimiento constituye un desafío y ofrece una
oportunidad. Por qué? Mientras la coexistencia de las
culturas en el multiculturalismo cosmopolítico parece ser
!99
suficiente como para asegurar su mutuo respeto y su
sumisión a la cultura económica única, esta engendra no
obstante la guerra de las culturas y revela así los límites
ineluctables del diálogo intercultural que desea superar. Este
último es en efecto concebido bajo el modelo de la
república de los espíritus soñada por la Aufklärung de las
Luces francesas y alemanas, y se encuentra derrotada
justamente allí donde se creía invencible: en la propuesta de
una igualdad innata entre los seres humanos, reconocidos
como “personas” y en la institucionalización de esta
igualdad por medio del reconocimiento de su estatuto de
“ciudadanos”.
Las culturas son respetadas de manera puramente formal
como si constituyesen verdaderas personas, personas
morales. Habrá que respetarlas en la república
cosmopolítica de las culturas como si todas estuvieran en
posesión de un patrimonio único de verdades y de valores
del que exigen un respeto mutuo, independientemente de su
contenido.
Pero esta coexistencia no puede permanecer pacífica,
pues los individuos y grupos buscan encontrar en su propia
cultura la identidad y el reconocimiento que la globalización
neoliberal les niega. La mundialización económica parece
imponerse de hecho no sólo como “globalización” que
impone a todos los países las leyes de mercado así como su
desregulación, sino que legisla las diversas mundializaciones
culturales que la acompañan o la constituyen: la
mundialización del liberalismo político neoliberal, la
mundialización de las culturas occidentales y orientales,
religiosas o secularizadas, la mundialización de los sistemas
!100
de ong’s de solidaridad y de protección, la mundialización
de las artes, las ciencias y las técnicas.
Además aunque esta mundialización produce el sistema
de pauperización y de exclusión más eficaz que uno pueda
imaginar, al mismo tiempo por contraste parece hacer surgir
un mundo cultural del que también dicta la ley de
formación: ella hace brotar una opinión pública
internacional inédita que se nutre por un proceso
universalizado de intercambios, donde la deslocalización
cultural de todos respecto de los Estados provoca procesos
asociativos inéditos de creatividad y de emancipación crítica.
La independencia conquistada respecto de los Estadosnación por estas mundializaciones culturales que se ofrecen
como antídotos a la globalización ofrecería así por primera
vez una fuente de emancipación intelectual y crítica inédita.
El mayor mal, la mayor injusticia social, aquella que
engendra la globalización, pareciera producir el mayor bien,
la emancipación intelectual y cultural forzada de los pueblos
y los individuos respecto de sus condiciones materiales de
existencia y de su alienación en el consumo. Pero esta
mutación no se operará mágicamente ni tan fácilmente.
Pues ésta desencadena una guerra de culturas. Esta
guerra se funda sobre la transferencia de la pretensión
hegemónica de los Estados en el dominio cultural: como
pretensión de universalizar una cultura particular como una
cultura mundial. El sometimiento de todos a los juicios
comunitarios supone así una primitivización de las diversas
culturas en las que la identificación al consenso cultural
reproduce la identificación de las sociedades arcaicas con la
palabra de sus dioses e intenta instaurar una desigualdad
cosmopolítica entre culturas que depende de su pretensión
!101
hegemónica a la verdad. Hay que poder sobrepasar esta
pretensión sin reproducirla en la mutación cultural que se
pretende producir a través del diálogo transcultural, sin
pretender, por ejemplo, imponer a todo el planeta, a través
de los derechos humanos, la cultura republicana heredada
de la modernidad europea.
Esta guerra condena a las comunidades a recaer en una
suerte de totemismo consensual donde el otro está
equivocado desde el momento mismo que pertenece a otra
comunidad y por lo tanto a otra cultura. La guerra por los
diversos monopolios culturales reactiva los
fundamentalismos de todas las religiones y transforma a las
culturas en poderes que afirman al mismo tiempo el poder y
la universalidad de su espíritu crítico, y la invalidez del
espíritu crítico de las otras culturas. Porque las diversas
culturas imitan la persecución global de los monopolios y
buscan imponerse ellas mismas como la verdad universal de
la vida humana y de las sociedades, haciendo desaparecer las
otras culturas del mismo modo como la competencia de las
empresas liberales y su crecimiento económico se
encuentran sobrepasados por la aparición de monopolios
bancarios, industriales y comerciales.
De este modo, las culturas quedan eximidas de operar
cualquier crítica hacia sí mismas. Actuando así, se
descalifican como culturas pues siguen el modelo de una
experimentación total y ciega del ser humano, inspiradas en
esto por la política cultural liberal. Para maximizar la
satisfacción del deseo al tiempo que se respeta la libertad de
todos, la experimentación liberal del ser humano erige el
consenso entre los actores sociales como la única instancia
capaz de juzgar las hipótesis de vida experimentadas en la
!102
vida económica y cultural. Este consenso se propone como
la única potencia cultural que parece fundar como tales
tanto a las comunidades globales como a las comunidades
locales. Lo hace del mismo modo en que
la
experimentación científica establece una correspondencia
entre la hipótesis científica y el mundo visible, considerando
así este acuerdo como la forma más elevada de
confirmación de su verdad. Parece ser el garante de una
vida social moral y justa, parece fundado sobre la
“naturaleza interna” de los individuos (sobre sus creencias,
sus deseos y sus intenciones de actuar) tal como el consenso
científico se funda sobre la “naturaleza externa” del mundo
visible.
En este contexto, un comunitarismo cerrado caracteriza
el renacimiento pseudo-político de los sectarismos
religiosos y la marginalización del os individuos que lo
acompañan, Pues los fundamentalismos contemporáneos
identifican a los miembros de la sociedad como si fueran
“groupies”, como si fuera esencial para el interés del grupo
que todos los miembros de la comunidad tuviesen un
interés exclusivo por su comunidad cerrada y como si
estuviesen obligados a obedecer ciegamente a sus
prescripciones.
En las comunidades cerradas de Estados Unidos, se
deben proteger a sí mismos con la ayuda de una policía
privada como si cada miembro de una comunidad
extranjera constituyese un enemigo virtual. En las
comunidades islámicas cerradas, pueden obligar a las
mujeres a eximirse de toda educación y a obedecer
ciegamente a sus maridos. La misma Unión Europea, se
creía campeona de la justicia social y la abogada de los
!103
países en vías de desarrollo y servir de este modo, de
contrapeso a un neoliberalismo ciego. Pero ella se cierra a
toda intromisión de los ciudadanos que provienen de países
en vías de desarrollo instituyendo una limitación selectiva de
la inmigración de extranjeros, la que tiene como objetivo
privar a esos países de sus elementos más competentes
aceptándolos sólo a ellos. En cada caso, la identidad de
estos grupos parece estar asegurada si y sólo si este retorno
ciego al totemismo arcaico se ve salvaguardado por las
instituciones estatales guardianas del consenso.
Esta experimentación cultural es por lo tanto tan ciega
como la experimentación del capitalismo mundializado. Los
conflictos interculturales que oponen a las comunidades,
son ellos también igualmente ciegos en la medida que
olvidan juzgar la objetividad de su propio consenso y del
consenso que emerge en las otras comunidades. Pero, ¿la
cultura liberal no ofrece acaso una oportunidad inédita para
aceptar este desafío? Hasta el momento de su aparición, ¿la
cultivación de sí mismo y el cuidado de sí mismo no estaban
acaso confinadas en el campo de una creación de sí mismo
tan libre e irresponsable como se supone es la creación
artística? ¿No dejaban el campo libre al libre juego de la
inteligencia y de la imaginación cuyas obras sólo podían ser
juzgadas mediante un goce sin concepto? ¿Si se identifica a
la filosofía con la política cultural del capitalismo avanzado,
como parece, proponer Richard Rorty en su obra final, no
estaríamos transformando en un destino la neutralización
mutua de las culturas?
!104
II. La terapia europea del espíritu capitalista y sus
limitaciones antropológicas
Los efectos negativos de esta “política cultural” parecen
por su parte tan inevitables como objetivos nos parecen sus
efectos positivos. El refuerzo de la asimetría social, de la
desigualdad y de la dependencia entre países ricos y países
pobres, el desempleo en las sociedades industriales
avanzadas debido a la delegación de la producción a una
mano de obra de países convenientes por baratos, la
exportación de la impotencia de los Estados de derecho
hegemónicos para controlar la especulación financiera, el
crecimiento de la exclusión social de los pobres, las recaídas
racistas y nacionalistas de la injusticia y de la exclusión, la
importante producción de hambrunas en los países en vías
de desarrollo que castiga hoy en día a través de una
especulación financiera extendida hacia la desregulación de
las monedas de los Estados, todas estas calamidades se nos
aparecen como catástrofes tan masivas e inevitables como
las catástrofes naturales: en ellas desaparece por supuesto la
capitalización de las gratificaciones y de la libertad que
debía garantizar a cada uno el acceso a la tan deseada
armonización, a la administración justa de los derechos, los
deberes y los bienes.
Esta confirma el diagnóstico realizado por Max Weber
sobre el futuro de la humanidad y valida su reducción de la
racionalidad ética a una racionalidad funcional, aplicada esta
vez a la historia misma. El único cálculo que realiza esta
mundialización apunta a una maximización de las
gratificaciones al menor precio posible y a la eternalización
de la oligarquía adaptada a esta finalidad. Sus resultados son
!105
validados en tiempo real por el oráculo del mercado, por un
oráculo justificado por el consenso experimental, que regula
la adecuación de los lazos sociales al progreso científico y
técnico. El detenta su rol de última instancia de juicio
colectivo que reconoce su objetividad y valida de esta forma
la privatización económica y política del mundo en nombre
de la rentabilidad funcional de la unificación universal de las
fuerzas de producción.
Sin embargo, estos resultados desastrosos obligan a la
humanidad actual a admitir que no puede reconocerse en
este “último hombre”, ella se ve confrontada a sí misma
como a un problema cultural del cual parece no tener
respuesta. Ella se ve obligada a admitir la falsedad de la
imagen antropológica que la obliga a intentar reconocerse
en ella al tiempo que le prohíbe hacerlo: la identificación del
ser humano con su ideal moral, perseguida como voluntad
de someter al espíritu la irracionalidad de los deseos, de las
pasiones y de los intereses, al cual ella reduce al hombre
como ser sensible, apuntando con ella a asegurar al ser
humano su propio dominio de sí mismo del mismo modo
que éste llega dominar científica y técnicamente el mundo.
La experimentación cultural y total a la que se entrega el
ser humano para acceder a este dominio de sí mismo
encierra, sin embargo, la solución de este problema aún si
ella parece sometida también a esta búsqueda de control7 .
Puesto que esta experimentación intenta instaurar un
consenso comunicacional y democrático, y reconoce en él
su única fuente de legitimación, ella no le muestra no
obstante la falsedad de este ideal moral de dominio de sí
mismo y la incapacidad de encontrar en él la fuente de una
armonía consigo mismo que, revelándole la dinámica de
!106
comunicación a la cual la deficiencia de sus coordinaciones
biológicas con el entorno lo ha obligado a entregarse para
crear instituciones y psiquismo a la imagen de esta
comunicación, volviendo insignificantes tanto este apetito
de control de sí como la frustración infligida hoy día a este
apetito por la globalización.
Los sociólogos nos han descrito desde hace tiempo estos
efectos: la primitivización de las relaciones sociales e
intersubjetivas reducidas a las acciones de consumación
alimentarias, sexuales y agresivas de las cuales ellas
administran el acceso, la pérdida del sentido de la realidad y
la sublimación de los fracasos psíquicos, sociales y políticos
en un imaginario para el cual todo es posible, la voluntad de
controlar mediante la programación lógico-matemática y los
éxitos de una tecnología imparable aplicados a las
operaciones de la más impresionante envergadura, los
procesos de pensamiento que acompañan o guían esta
experimentación cotidiana o política del ser humano. Esta
primitivización y estas veleidades vacías e impotentes de
regulación lógico-matemática del pensamiento constituyen
los fenómenos en los cuales se auto-falsifica la imagen
antropológica del hombre en la experimentación capitalista
de sí mismo.
J. Habermas y A. Gehlen han descrito desde hace tiempo
este proceso como consecuencia de la pérdida de la
identificación respecto de las Terceras personas y como
desintegración de toda instancia de autoridad. Ellos han
llamado a este proceso “neutralización de las instituciones y
del psiquismo”, el primero, y “crisis de racionalidad, de
legitimación y de motivación”, el segundo. Identificándose
con el científico que conduce experimentos sobre las leyes
!107
internas de los mundos de hechos observables, el hombre
contemporáneo ya no podría derivar de la percepción y la
descripción de estos hechos ninguna prescripción o
inhibición conductuales. La neutralización del psiquismo
humano y su incapacidad para servir de soporte a lo que
entendemos por “persona” provendría del hecho que
hacemos desaparecer toda identificación a un tercero, toda
identificación a un ideal que a la vez atrae y obliga: se
buscaría aplicar al “mundo de hechos internos” que es la
vida psíquica de cada uno, el mismo tratamiento científico y
técnico que aquel que se instaura con el mundo de hechos
externos.
Buscando adaptar teórica y prácticamente el mundo de
los hechos psíquicos a las figuraciones literarias,
sociológicas, psicoanalíticas, históricas o publicitarias el
hombre intenta vivir su vida por todos los medios posibles
como otro respecto de su identidad previa: él se
experimenta. Él se entrega así a una relación inédita con la
acción. Él hace variar en todos los sentidos posibles los
medios de figuración, los medios de pensamiento y los
procedimientos disponibles, él intenta incluir todo lo que
puede para ver qué resulta, pues para él se trata de ver que
es lo que puede obtener de improviso a partir de una
manera de proceder ligada en principio a un objetivo dado.
Generalizada a toda acción y a la acción comunicativa, en
particular, la relación experimental respecto de la acción
hace que ésta deje de ser un medio para un fin concebido
de antemano: ella es aquello por lo cual es producida la
situación-efecto a describir. Ya no se tiene una meta prevista
y determinante que desencadene las reacciones apropiadas a
su realización: se vuelve aquí inválido el esquema clásico de
!108
las teorías de la conciencia reguladora de la acción que
servía de apoyo a la realización de la personalidad y al
respeto de su soberanía. Los individuos se identifican
mutuamente y a sí mismos mediante acciones de
experimentación que desencadenan efectos desconocidos.
Asimismo parece ser que sería suficiente
reinstitucionalizar en el diálogo intercultural mismo la
comunicación como institutio princeps para reactualizar el
sueño filosófico de un dominio de sí y de los demás,
exhortando a cada uno obedecer al consenso y
permitiéndole así sobreponerse a la guerra de las culturas.
El sentido de la ética trascendental de K. O. Apel y de la
pragmática universal de J. Habermas es de hacer pasar a la
práctica sociopolítica efectiva este reconocimiento cultural
que el hombre contemporáneo intenta de sí mismo, de su
igualdad de participante como ser de lenguaje: parece a la
vez necesario y cómodo distribuir en partes iguales este
dominio cultural 8en el diálogo intercultural.
La solución propuesta es, lo sabemos, institucionalizar la
comunicación, dándole a la opinión pública en toda cultura
el poder político legislativo en virtud de la facultad de juicio
crítico de la que se supone provista. Puesto que todo
derecho, toda moral ordinaria o toda moral del lenguaje ven
sus condiciones de realización limitadas y dictadas por un
juego de fuerzas políticas basado en una dinámica
económica, puesto que esta dinámica que aparece como
inválida al hombre contemporáneo y produce sus crisis de
motivación, se debe tener en cuenta estas crisis para sacar
de ellas todo el provecho cultural posible.
El desafío es invertir las relaciones de dependencia de la
vida social respecto de las relaciones económicas de
!109
producción haciendo que la expansión económica y técnica
se vuelva dependiente de la dinámica cultural propia de la
comunicación, plegándola a la racionalidad crítica de la que
ésta se encuentra encargada. Se supone que gracias a la
comunicación los interlocutores son capaces de seleccionar
sus deseos en función de la capacidad que tengan de
convencer a sus interlocutores de la racionalidad de los
mismos. Es, en efecto, en el contexto de los fracasos de la
interacción social regulada por la comunicación que se
pueden seleccionar los buenos fracasos: el rechazo
generalizable de leyes caducas, y los malos fracasos: aquellos
que manifiestan una falta de racionalidad y expresan una
exigencia racional.
¿Qué es lo que presupone toda situación de
comunicación para ser legisladora? Los interlocutores no
pueden no considerarse desde ya idénticos a aquello en lo
que deben convertirse gracias a la comunicación y a lo que
sólo pueden producir gracias a ella: hacerse autónomos uno
frente al otro en el contexto de una relación efectiva de
paridad y simetría. No se pueden permitir no presuponer la
realidad de esta autonomía que deben producir respetando
las reglas de la simetría que impone la situación y el
desarrollo mismo de la comunicación. Ellos deben
presuponer como una realidad la situación ideal de
autonomía comunicativa social y psíquica que deben
producir. Los interlocutores deben reconocerse como
efectivamente sustituibles unos a otros en sus prácticas de
enunciadores y de agentes: por este medio, hacen que la
práctica de la comunicación por la cual producen la
situación de comunicación como situación social, se adapte
a las condiciones de existencia de todos los interactuantes.
!110
La simetría de los agentes, el respeto por el interlocutor a
quien se deja hacer y decir lo que quiera, el respeto de la
alternancia en la práctica de los roles comunicativos deben
impedir privilegiar cualquier relación de heteronomía que
pudiese hacer que uno de los interlocutores utilice al otro
para alcanzar sus propios fines o lo fuerce a reconocer
como verdad algo que está seguro que es falso. Todo
interlocutor es reconocido como igual a los demás en la
medida que se lo supone sujeto y legislador eventual de la
comunicación y sus relaciones sociales. La identificación
como alguien capaz de hacer aceptar por medio de un
discurso argumentativo teórico-práctico la validez de las
normas que predica solicitando que se admita su rectitud,
canaliza por sí solo el deber de decir la verdad, de expresar
verídicamente sus intenciones y de adherir legítimamente a
las convenciones mediante las cuales se reconoce la rectitud
de ciertas acciones y de las relaciones sociopolíticas que
estas convenciones instauran.
Esta teoría tiene el mérito de reconocer la realidad de la
imagen social que los individuos tienen de sí mismos y hace
valer por sí mismo en el momento de la comunicación. Pero
su falla, observable en la invasión de la política cultural
capitalista en Europa, consiste en tomar esta imagen como
la realidad del enunciador. Consiste en hacer de éste un
sujeto social, una persona moral y reforzar por medio de
una teoría ideológica del diálogo, el proceso de crisis de
racionalidad, de legitimación y de motivación que ella desea
permitir sobrepasar: es precisamente porque los individuos
se rigen sobre esta imagen de sí mismos para regirse ellos
mismos, por la comunicación, lo que las instituciones
desfallecientes no alcanzan a regular por adelantado para
!111
ellos (haciendo reconocer la validez de las leyes
institucionales en vigor), que ellos refuerzan el desfase
entre, por una parte, lo que ellos piensan que son: su
imagen de sí mismos, y, por otra parte, lo que ellos hacen
efectivamente de sí mismos: su propia práctica
experimental.
La justificación de las normas en función del carácter
generalizable de las necesidades no hace en las democracias
deliberativas propuestas por J. Habermas más que reforzar
los procesos de primitivización: no parecen con certeza
universalizables más que las necesidades primitivas y las
normas más tradicionales que las rigen. Todas las demás
necesidades se convierten en el lugar de? una incertidumbre
social exacerbada: desde el momento que un interactuante
expresa una necesidad derivada, cultural o culturalmente
condicionada, siempre será posible sospechar un deseo de
dominación, una relación de fuerzas asimétrica, un deseo
inevitablemente privado. Presuponemos así lo contrario de
los que se deben presuponer que es el interlocutor, lo
contrario de lo que la situación de paridad comunicativa nos
obliga a suponer: de juez y sujeto de sus palabras y actos,
descienden al rango de tirano poseído por sus afectos y sus
instintos.
La ritualización republicana de la comunicación
normativa no induce otra cosa que una ritualización de las
leyes: solo las leyes que regulan los instintos intraespecíficos
de nutrición, de sexualidad y de agresividad aparecen como
válidos en la medida que toda ley regula una necesidad no
fundada sobre un instinto intraespecífico, toda ley
“cultural” parece poder ser buscada para realizar los deseos
privados de los legisladores-sujeto del consenso. Del mismo
!112
modo, la transposición del modelo de Apel y Habermas de
regulación en el diálogo intercultural deja intacto el espacio
agonístico, en la medida que cada cultura tiene buenas
razones para acusar al otro de fundamentalista e integrista, a
catalogarla en una actitud de recaída en un consenso arcaico
y a excusarse así de escucharla.
Esta proposición de pragmática ético política no hace
entonces más que devolver al espíritu republicano la
identificación respecto del Tercero que anima desde ya el
liberalismo pretendiendo instituirla como instancia ética. De
este modo refuerza, sin embargo, la enfermedad capitalista
mientras supone que mejora. La autocertificación cultural
que se busca en el diálogo intercultural así concebido
reanima la identificación con el Tercero de consenso,
asimismo la voluntad de regular cognitivamente el consenso
cultural es indistinguible para uno y otros de la voluntad de
poder que busca imponer su propia dinámica de reflexión
crítica a las demás culturas.
III. La política transcultural de la verdad
Esta intensificación mundializada de la ceguera colectiva,
de la injusticia social y de la guerra de culturas no es más
que el síntoma de una enfermedad de la reflexión y derivan
de un error filosófico sobre la “naturaleza” del hombre.
Esta enfermedad y este error sólo puede proliferar a favor
de estos fenómenos ignorando la dinámica de
comunicación y de juicio propia del psiquismo humano, de
las democracias y de las culturas.
Esta enfermedad está basada en un error filosófico
heredado de la institución princeps de la política, la religión
!113
de los dioses soberanos: sobre la creencia de que el espíritu
y la palabra colectivos, encarnados como dioses soberanos
en el espíritu ¿la palabra del soberano del grupo son
suficientes, en tanto encarnaciones de la armonía del
mundo y del hombre, para permitir al ser humano el
dominio de sus deseos y de su cuerpo por el espíritu, un
espíritu concebido él mismo como una alma colectiva e
individual. A partir de Platón, las relaciones de antagonismo
de los deseos, que supuestamente reproducían el
antagonismo perpetuo de los dioses, fueron generosamente
traspasadas a los hombres como “naturaleza” determinante,
derivada de la caída del espíritu en el cuerpo y luego como
politeísmo liberal de los valores, tal como lo había descrito
Max Weber. Esta naturaleza agonística se vio proyectada
por la modernidad en las relaciones intersubjetivas y
políticas hasta hacer del hombre, en tanto deseo el enemigo
de sí mismo en tanto espíritu, y a transformarlo, según el
famoso adagio de Hobbes, en lobo de sus semejantes, antes
de hacer de la política en el liberalismo la política de los
grupos antagonistas de intereses y de la cultura, el espacio
cosmopolítico de la guerra de culturas.
Se trata aquí de un error filosófico, debido a la ignorancia
en la que se encontraban tanto la antigüedad como la
modernidad respecto de la manera en que se engendra en el
hombre la relación con el deseo como relación racional a
priori y derivados de su identificación al lenguaje. La razón
de esto es simple: no podemos pensar estos deseos sin
concebirlos a través de proposiciones y no podemos pensar
todas estas proposiciones sin pensarlas como verdaderas.
Además es simplemente falso buscar protegerse de ellos
con la ayuda de un sistema de defensa política infalible, sino
!114
que se impone someterlos al juicio de verdad como se
somete a él toda proposición cognitiva.
Este error estaba acoplado a una creencia que se reveló,
también, falsa: la fe histórica, es decir, la creencia moderna
de que el hombre puede transformarse directamente a sí
mismo, de acuerdo a las exigencias de la conciencia moral.
Está acoplado también a la creencia contemporánea de que
le es posible transformarse de acuerdo a las exigencias éticas
de la experimentación liberal o de la discusión
argumentativa. Se trata en todos estos casos de encarnar la
justicia de la política cultural liberal o de la razón
argumentativa en un sistema comunicacional parlamentario,
judicial y administrativo: este sistema debe, en ambos casos,
funcionar como el análogo rígido de un instinto que liga a
través de correlaciones biunívocas los estímulos, reacciones
y acciones consumatorias, como un sistema que debe
transformar en sí mismo al “animal mal formado” (L. Bolk)
y “todavía no fijado” (F. Nietzsche) que es el hombre en un
ser vivo bien formado: en un sistema rígido e infalible de
coordinaciones de un solo y único sistema de acciones y
deseos, a un solo y único sistema de percepciones cognitivas
y estimulantes.
Esta concepción del zoon logicon, heredada de Aristóteles y
retomada por los utilitarios y los moralistas, sigue presente
en la concepción de los intereses propia de la política
cultural liberal así como en la democracia deliberativa. Esta
concepción antropológica no es por ello menos falsa en la
medida que desde el principio en el hombre, este prematuro
crónico9 desprovisto de instintos extra-específicos, no
existen más que los instintos intra-específicos de consumo
alimentario, de sexualidad y de defensa. Se busca en vano,
!115
entonces, instituir a partir de ellos, coordinaciones
institucionales y culturales al ambiente físico y social que
sean tan rígidas e infalibles como los instintos de los
animales bien formados.
Así, cuando se busca una solución político-cultural al
problema planteado por la experimentación total, se recurre
al poder de la palabra utilizada para proteger al hombre
respecto de la agresividad de los demás, tal como ella se
reconocía de esencia pública en las religiones de los dioses
soberanos, instituciones princeps de la vida política. Es en
este uso político de la palabra que se busca un análogo del
instinto de regulación y que se limita arbitrariamente el uso
cultural de la palabra a su uso jurídico, moral y político.
Todo esto se hace postulando, de manera inconsistente
respecto de la proposición de una “naturaleza heterónoma,
incluso instintiva” en el hombre, que este puede y debe
acordar libremente y de manera responsable su adhesión
racional a estos sistemas necesarios de regulación social y
cultural de la vida.
Ahora bien, la antropología del lenguaje ha descubierto
en este siglo que el hombre, como ser de lenguaje, nunca ha
podido y aún no puede nunca transformarse más que
indirectamente: por intermedio de la identificación arcaica
primero respecto de los dioses y luego hoy, tomando el
desvío del juicio de verdad que aplica sobre sus propias
condiciones de vida. La posición del acuerdo de sí mismo
consigo mismo, con el otro y con lo real que funda todo
pensamiento y toda palabra no constituye solamente un
principio regulador, válido en el reino de los fines, sino que
es constitutiva de la identificación del ser vivo humano con
los sonido y regula, a este título, tanto la armonía del
!116
pensamiento con lo real, como lo hace con la armonía con
los demás.
Ella hace que el hombre objetive sus deseos y sus
acciones del mismo modo que objetiva sus percepciones y
sus conocimientos: proyectando la armonía de los sonidos
emitidos y los sonidos escuchados en sus percepciones, en
sus deseos y en sus acciones para poder darles existencia,
separarlos de sí mismo y hacerle reconocer si estas
percepciones, estas acciones y estos deseos constituyen
también realmente sus condiciones de existencia, que ha
debido pensar que era idéntico a ellas por el hecho de haber
podido pensarlas. Ella es por lo tanto, aquello que debe
juzgarse de manera tan real que ha tenido que presuponer
que lo era para poder situar a cada uno frente a estas
percepciones, frente a estos conocimientos, frente a estas
acciones y frente a estos deseos como condiciones de
existencia, como realidad de su mundo.
Esta armonía se le impone por el simple hecho que no es
capaz de distinguir los sonidos que emite de los sonidos que
escucha en el momento mismo en que los emite. Es esta
identidad la que es imitada en toda proposición como
movimiento de proyección referencial de los sonidos en las
cosas y como movimiento de recepción predicativa de lo
que, en las cosas, hace de ella realidades para nosotros. Toda
emisión y toda comprensión de proposición imita este
movimiento de emisión-recepción fono-auditiva que las
lleva, sean pronunciadas o simplemente pensadas, pues este
movimiento no permite aislar aquello respecto a lo que se
habla o se piensa más que concibiéndolo como idéntico a la
propiedad o a la relación identificada por el predicado.
!117
Si el hombre es un ser lingüístico que necesita ejercer su
juicio y producir la aceptación de su verdad por sus pares
sociales para hacerse reconocer como ser humano por esos
mismos pares, la igualdad con los demás y la libertad de
acción no pueden ya ser consideradas pura y simplemente
como propiedades innatas poseídas a priori por todos y que
habría que defender como uno defiende su derecho a
apropiarse de un objeto: estableciendo contratos que
registran la tutela de los propietarios sobre sus posesiones y
prohibiendo a los demás de hacerse de ellas. Como auditor
y alocutario de otro y de sí mismo, cada uno está llamado a
juzgar la objetividad de sus condiciones de vida y a actuar
en función de la verdad de los juicios que es capaz de
compartir. Su juicio de verdad reposa exclusivamente
entonces sobre este ejercicio y sobre este acto de compartir,
condición ineludible del reconocimiento de su objetividad
efectiva.
Este juicio se relaciona tanto con sus conocimientos y la
rectitud de sus acciones como con la objetividad de los
deseos que cada uno debe reconocer como humanos. Así
no es suficiente reconocer a cada uno, por contrato, la
libertad de actuar según los resultados de estos juicios, sino
que hace falta poder crear las condiciones para que cada
uno pueda reconocer y hacer reconocer su verdad.
El derecho al ejercicio de este juicio de verdad está en la
raíz de todo derecho pues este ejercicio de la facultad de
juzgar descansa sobre la capacidad de objetivar las
condiciones objetivas de vida, sobre las verdades a las cuales
él permite acceder, así como a su puesta en común. Este
juicio es así esencialmente filosófico y hace de cada uno un
filósofo que sólo puede acceder a su humanidad haciendo
!118
reconocer su verdad para los demás de la misma manera
que él se la reconoce a sí mismo. El reconocimiento público
de este derecho al juicio va, de este modo, a la par con el
reconocimiento de la democracia como condición objetiva
de la vida humana.
Pero el juicio de otro es temido como algo proveniente
de quien puede aniquilar nuestra existencia social por el
simple hecho que puede refutar nuestras propias verdades.
El recurso al juicio de dioses o del Dios de palabra debía
protegernos de esto para siempre. La delegación del juicio
humano en Dios, que apareció en las religiones de los
dioses soberanos, era en efecto una consecuencia del deseo
de impedir por adelantado todo desacuerdo con el otro,
causa inmediata de violencia. El velo del juicio de Dios
protegía a cada uno contra todo disenso entre humanos y
ofrecía un refugio contra este disenso potencialmente
mortal. El refugio contemporáneo en el consenso
pragmático obedece a la misma dinámica. Como lo ha
establecido O. Marquard, la muerte del dios leibniziano
durante el terremoto de Lisboa a obligado a que cada cual
juegue su rol: a responder a todas las necesidades de los
demás respondiendo a su necesidad de verdad. Su
incapacidad para hacerlo lo ha llevado a ser acusado y
condenado así como a inventar las ciencias humanas para
escapar a la tribunalización de su existencia, de sus palabras
y de sus acciones.
En este contexto, el refugio pragmático en un evento de
consenso al que se llega independientemente de la voluntad
de los experimentadores, restaura un espacio de protección
análogo a aquel que aseguraba la delegación del juicio
humano en un Dios y le permite olvidar la desorientación
!119
de la vida social producida por la ceguera de este consenso.
El consenso promovido por la política cultural liberal es, en
este dominio, autista cuando impide hablar aquello que
habla en toda palabra: un juicio de verdad sobre las
necesidades y las normas.
Este refugio está consolidado por las teorías del lenguaje
contemporáneas tales como la hermenéutica y la lógica
matemática. Ellas reducen el rol del alocutario que cada uno
debe interpretar de su estatuto de enunciador a la mera
comprensión sin darse cuenta que la virtualización de la
verdad que un enunciador pretende expresar es condición
de la determinación del sentido y por ende de la
comprensión misma. Esta virtualización de lo verdadero es
condición del acceso del lenguaje a la realidad, incluyendo a
la realidad que los interlocutores constituyen por sí mismos.
Como enunciador y como ser pensante, no podemos pensar
nuestra proposición sin concebirla como verdadera, pero
como alocutario de sí mismo, no podemos comprenderla
sin juzgar si ella es tan verdadera que debimos pensarla
verdadera para poder pensarla y comprenderla, o sin juzgar
si era tan falsa que la tuvimos por verdadera.
Esta facultad de juzgar permite entonces una implicación
crítica de cada uno en la transformación de su cultura y de
las instituciones que se derivan de ella, así como una
intervención de su parte en otras culturas por la vía del
reconocimiento que los interlocutores formados en esta
cultura pueden conferir a su aporte, una vez que el aporte
crítico de la cultura extranjera es reconocido en su verdad
antropológica.
Si se considera, por ejemplo, la fisura intercultural
reciente entre el liberalismo, el republicanismo europeo y la
!120
cultura musulmana, es necesario reconocer por una parte la
necesidad de extender la cultura contractual del liberalismo
norteamericano hacia un reconocimiento de las relaciones
de necesidad que ligan el desarrollo de las culturas sociales
al mundo y a la realidad de los hombres, hacia un
reconocimiento de las relaciones de necesidad que obligan a
reconocer la objetividad de las leyes que regulan los
intercambio s económicos e imponen una justicia en la
retribución de los bienes, los derechos y los deberes. Sólo
un reconocimiento de este tipo puede permitir al sueño
europeo de una democracia deliberativa mundial escapar a
sus límites éticos internos. La cultura musulmana ofrece
esta posibilidad de criticar los límites internos del
pensamiento contractual y los acuerdos arbitrarios de
intercambios que ella promueve. Ella ofrece esta posibilidad
bajo la condición de poder ajustarse ella misma a la imagen
de hombre presupuesta por la experimentación total de sí
mismo a la cual él se entrega, y de abandonar su refugio
acrítico en una conciencia del destino que alienta la lucha
contra todo lo que parezca oponerse al destino elegido por
sus fieles.
Pero esta crítica debe hacerse también transcultural, en la
medida está comprometida a adoptar el punto de vista de
sus otros culturales: para poder comprenderlos y evaluar la
creatividad cultural de las otras culturas así como su
operatividad crítica, no sólo debemos pensar que el otro
puede tener la razón, sino que debemos pensar que la tiene
por el hecho que él mismo piensa que es cierto lo que
piensa, para en un segundo momento reconocer o no si es
verdadero que sea falso. Esta indisponibilidad del único
criterio antropológico de diálogo intercultural crítico: la
!121
concordancia de verdad de otro era quizá a lo que se
apuntaba mediante la prohibición de arrogarse el poder de
juzgar en última instancia, poder que era atribuido al Dios
judaico. Es ciertamente esto lo que hay que continuar
entendiendo de la cultura judaica como el mensaje de
verdad que ella transmite: mostrándonos la incapacidad en
la que se encuentra el ser humano para reconocer la verdad
de lo que él dice y piensa mientras no haya podido hacer
compartir su juicio de verdad por otro haciéndolo
reconocer la objetividad de la experiencia de sí mismo y del
mundo que él lo hace realizar.
Tal vez todo esto constituye igualmente el judaísmo y el
islamismo escondido del europeo, más allá de él, de todo
hombre. Tal vez esto constituye también la limitación
interna del uso del juicio filosófico, ya sea cotidiano o
profesional, si es cierto que este compartir y el don que se
hace a otros como a sí mismo de las condiciones de acceso
de este compartir, sean los únicos testimonios de la
existencia de esta verdad que para existir debe ser común y
reconocida por todos aquellos a quienes el enunciador
pueda reconocer como sus pares en la experimentación del
diálogo transcultural reconociendo como tal su juicio de
verdad, si es efectivamente tan verdadero como afirma que
lo sea.
Para realizar la opor tunidad abier ta por la
experimentación total del ser humano, hay que poder
apropiarse este juicio de verdad reconociendo que la
delegación del juicio humano a un Dios, reposaba ella
misma sobre el reconocimiento humano de la verdad de
este juicio y estableciendo, en el corazón mismo de la
antropología filosófica, que el acto de impartición del juicio
!122
de verdad, lejos de ser el lugar de un peligro mortal
absoluto, es la única instancia de regulación de la cultura del
ser humano que permite superar todo diferendo, toda
ruptura de consenso. Sin embargo, también hay que hacer
operativo este juicio en el diálogo intercultural entre los
consenso propios de las diferentes culturas. Esto implica
tomar nota de una doble mutación: en la realidad que
constituye la cultura y en el rol que la universidad deba jugar
en esta mutación de la cultura.
La cultura no es simplemente el lugar de goce de una
creatividad que se ejercería inventando una realidad
gratificante distinta de la decepcionante realidad ordinaria
en la cual nos cuesta reconocernos: ella no se vuelve
formación de sí misma y formación mutua (Bildung) si no se
juzga respecto del reconocimiento efectivo de sí en esta
realidad gratificante así como evaluando las condiciones de
realización en sí mismo y en otros de esta realidad, para
luego someterse a estas condiciones de realización. El juicio
de verdad que funciona tanto dentro de la creación virtual
de la realidad en la que nos reconocemos como en este
reconocimiento de las condiciones objetivas necesarias de
esta realización. No será operativo si no permite descubrir
aquello que hace necesaria su realización tanto como las
condiciones necesarias para ello.
La delegación a Dios del juicio que debe atribuir a lo que
el hombre debe hacer de sí mismo era ya el indicio de una
inserción del juicio comunitario en la realidad de las
necesidades del mundo, el indicio de un pasaje del Sollen a
un Müssen. Tanto el diálogo intracultural como el diálogo
intercultural, si se concibe como efectivamente tan
transcultural como desea serlo, debe poder identificar la
!123
instancia de impartición de verdad como la única instancia
que pueda guiar la vida humana y el diálogo que la hace
posible. No podrá serlo a menos que se vuelva él mismo un
diálogo universitario y crítico. Pero este ejercicio
universitario del juicio crítico sólo puede descansar sobre sí
mismo y sólo puede contribuir a la formación del juicio de
verdad que el debe transformar en instancia cultural en la
medida que él mismo se ejerza tanto sobre la validez de las
culturas en diálogo como sobre las actividades universitarias
se han preocupado de analizar las condiciones de
realización de la creatividad de este juicio, a la vez las
ciencias llamadas humanas y las humanities.
Pero esto no es evidente. En la medida que el Estado se
concibe a sí mismo como el único depositario autorizado
del juicio comunitario cultural, el delega sus tareas de
regulación social confiándolas a la institución encargada de
aumentar el conocimiento humano: la universidad que
tendrá a su cuidado la invención de los derechos, los
deberes, las funciones y los roles que permitirán a las
formas de vida que ella reconoce como humanas, que se
aplicarán a los comportamientos. La generalización
pragmática de la universidad, engendrada en esta
experimentación total del hombre llevada a cabo con la
ayuda del consenso, se ve así ligada por el Estado a una
universalización teórica: ella se encuentra encargada de
instrumentalizar un consenso social en torno a la
profesionalización del saber universitario, para hacer de él
un instrumento eficaz de la inserción de todos a la
producción del vínculo social, del dominio de sí y de la
evitación de toda violencia.
!124
Esta instrumentalización estatal de la universidad tiende a
hacer perdurar la manera en que la universidad se ha
universalizado en los tiempos modernos y en la
experimentación pragmática del hombre. En esta
experimentación total, que tiende hacia un dominio del
hombre por sí mismo y hacia la instauración de una justicia
universal, la universalización de la universidad apareció
mediante el registro de los resultados de esta
experimentación en las ciencias llamadas del hombre: como
localización de los modos de adaptación funcional y moral
del ser humano a los conocimientos de sí mismo que ella
producía. Esta localización ha tenido lugar en los límites del
modelo kantiano y humboldtiano del cosmopolitismo
ilustrado.
No se puede negar la eficiencia cultural de este modelo:
él nos ha hecho, como experimentadores de nosotros
mismos que somos, traspasar las fronteras de las naciones
de las lenguas y de las culturas. Pero también nos ha hecho
desembocar en un funcionalismo vacío que sólo ha
respondido a las expectativas de dominio del mundo en la
medida que decepcionaba las esperanzas de dominio del
hombre que se esperaba de ella. La neutralidad de las
descripciones exigidas a las ciencias del hombre le prohiben
legitimar ciertos comportamientos por sobre otros, por
ende, el ser humano se le presenta de una forma tan
inestable respecto de una forma de vida u otra, que se han
multiplicado al infinito las descripciones de todas las formas
de vida posibles, validando su objetividad por el sólo hecho
de existir.
Pero la posición específica que ocupa la universidad en el
espacio público consiste en utilizar esta facultad colectiva e
!125
individual de juzgar -no emprendida en cuanto a su uso en
la comunicación corriente y la vida mental-, en el espacio
mismo de la enfermedad pragmática de la reflexión,
engendrada como experimentación de un imposible
dominio de sí y como búsqueda infinita de un
encadenamiento de todas a la acción. Ella ya no es capaz de
imponer el uso del juicio en el seno de una experimentación
que niega su uso y lo reemplaza por un consenso ciego, que
en la medida que restaura un espacio de confirmación
mutua fundada sobre el reconocimiento de aquello que los
mundos públicos producidos, ya sean industriales,
económicos, jurídicos, morales o políticos, son
efectivamente las condiciones objetivas de vida que se
supone que son para existir como existen, o que por el
contrario no lo son y por qué razón. Es así que ella toma en
cuenta, a su manera, de que el hombre no puede
transformarse directamente a sí mismo, ni obtener un
dominio consensuado de sí mismo y de los demás, si no se
está seguro de la objetividad de este mundo y de las formas
de vida que él desarrolla, es decir, sin distraerse por puesta
en común de este juicio de verdad, de un juicio de verdad
crítica, de un juicio que puede hacer reconocer que es
efectivamente tan cierto como afirma que lo es.
Este ejercicio universitario de reconocimiento del
hombre en su concepto: del reconocimiento práctico y
teórico de cada uno respecto de los es como ser de juicio, se
substituye ya en la existencia de este juicio como
movimiento log rado, al movimiento fallido de
transformación directa de cada uno en consenso ciego. El
libera de sus cadenas a la acción y de su proyección en un
procesos infinito de crecimiento indeterminado pues el no
!126
puede hacer reconocer como hombre y como ciudadano del
mundo que lo juzga de verdad por su propio conocimiento,
por sus propias acciones y por sus propios deseos que sabe
hacerse reconocer como tal por todos y que sabe encontrar
así en la confianza mutua que él instaura en esta
distribución del juicio, la seguridad cognitiva y social que él
busca.
Porque el modo por el cual emerge, por ejemplo, un
consenso de acción quita a este consenso las limitaciones
patológicas del encadenamiento de todos a una acción
sobrevalorada que se concebiría a si misma como “destino
de trabajo y de esclavitud” o como “deber hipostasiado por
la eternidad en esencia del hombre”, puesto que en tanto
consenso de acción objetivo, no es más que
encadenamiento al reconocimiento de la necesidad de que
ocurra esta acción, que encadenamiento a un juicio que
puede fijar al ser humano a formas de vida haciéndole
reconocer su objetividad, es decir, su necesidad, sin poder
hacer de este reconocimiento el lugar de imposición de una
limitación externa (de una “obligación”) o de una limitación
interna (de un “deber”), ni tampoco sin condenar por
adelantado experimentarlo al infinito.
Es así también que ella hace posible a los agentes sociales
disculparse a sí mismo y entre ellos arrancándolos al
extrañamiento a la acción que emana de la secularización de
la historia de la salvación como experimentación indefinida
de un dominio de los hombres por sí mismos.
Identificados con el Tercero ciego del consenso como los
fieles de las religiones arcaicas o judeocristiana lo estaban
con sus D(d)ios(es), la impotencia en la que se encuentran
para estabilizar este consenso puesto que ellos viven
!127
necesariamente la experiencia, en el curso de esta
experimentación total del hombre, del hecho que nadie
puede saber aquello sobre lo que todos debiesen estar de
acuerdo, sólo puede permanecer como pura impotencia.
Ella se interpreta necesariamente a sí misma como una falta:
como una falta al deber, al deber de juzgar respecto de lo
que se puede conocer, hacer y desear en nombre de todos e
interpreta el fracaso del dominio del hombre por sí mismo
como una falta moral y política, debida a la debilidad de la
voluntad. En este juicio ciego que se realiza en común se
juzga también como objetivamente necesario que sea tal
actor quien realice, en nombre de todos, tal o cual acción,
que es juzgada como necesaria.
Es esta integración de cada uno a una esclavitud
comunitaria la que se quiebra cuando la puesta en común de
un juicio de objetividad logra reinsertar la acción y el deseo
en el orden de las necesidad del mundo mientras deja a cada
cual libre de asumir o no la realización de esta acción o la
satisfacción de este deseo juzgado como objetivamente
necesario. El juicio puesto así en común y la elección se
asocia a él ya no pueden, en caso de ser deficientes, ser
considerados como faltas cometidas hacia la tercera persona
del consenso que cada uno se supone que es. Ya no pueden
ser considerados como errores de juicio de los cual fuese
posible curarse: haciendo que sean reconocidos como tales,
en lugar de hacer de ellos faltas que justifique una escalada
de acusaciones mutuas y la intensificación de una sobrejudicialización mortal de la vida social.
Es este reconocimiento del ser humano como juez de la
verdad de sus condiciones de existencia que ya se efectuó
en las descripciones universitarias una vez que son liberadas
!128
de la obligación de neutralidad respecto de los valores que
les había atribuido M. Weber. Pues las descripciones de
seres de deseo, de seres de acción o de seres de percepción
que ellas hacen del hombre se realizarán en tanto que sea
cierto que el ser humano vaya a ser estas acciones, estos
deseos, estas percepciones, estos sentimientos y estos
conocimientos, una vez que haya podido hacerlas reconocer
por otro como tan objetivas que él ha debido pensarlas
como verdaderas para pensarlas y reconocerse en ellas.
La universidad, depositaria de la facultad de juzgar en
común solo puede validarse como forma de vida que se
valida como una sola institución que no instituye más que
aquello que constituye esencialmente al ser humano como
ser de comunicación: su facultad de juzgar la objetividad de
sus modos de deseo y de acción de manera tan segura como
el juzga la verdad de sus verdades científicas.
Traducción de Jaime Otazo Hermosilla
En el original, maîtrise.
En el original maîtrise.
9 En el original, avorton chronique
7
8
!129
!130
CAPÍTULO IV
La filosofía como
antropología transcultural
!131
1. Globalización económica, mundializaciones
culturales y experimentación filosófica
La mundialización económica no sólo se nos aparece
bajo la forma de una “globalización” que impone la ley del
mercado así como su desrregulación a la vida social de
todos los países, sino que parece también imperar sobre las
diversas mundializaciones que la acompañan o la
constituyen: la mundialización del liberalismo político, la
mundialización de las culturas occidentales, orientales,
religiosas o secularizadas, la mundialización de los sistemas
de ong's de solidaridad o de protección, la mundialización
de las artes, de las ciencias y de las técnicas. Además, si bien
!132
ella produce el sistema de pauperización y de exclusión más
eficaz que se pueda imaginar, en contraste también parece
hacer surgir un mundo cultural del cual también dicta la ley
de formación: ella hace surgir una opinión pública
internacional, alimentada por un proceso universalizado de
intercambios, en los que la deslocalización cultural de todos
respecto de los Estados provoca procesos asociativos de
creatividad y de emancipación crítica. La independencia
conquistada respecto de los Estados-nación por estas
mundializaciones culturales, que se proponen como
antídotos a la globalización, ofrecería así, por primera vez
una fuente de emancipación intelectual y crítica inédita. “Allí
donde crece el peligro, crece también la salvación”: nunca la
fórmula de Hölderlin habría tenido una validez tan
universal. El mayor mal, la mayor injusticia social, aquella
engendrada por la globalización, parece producir el mayor
bien, la emancipación intelectual y cultural forzada de los
pueblos e individuos respecto de sus condiciones materiales
de existencia y de su alienación en el consumo.
De este modo, la diversidad cultural parece instaurarse
como un espacio específico sobre la base de un “no” crítico
emitido hacia los efectos de injusticia social de la
globalización. La universalidad de este rechazo crítico no
debe, sin embargo, ilusionarnos. Si bien ésta obliga a los
promotores de la globalización económica a hacer como si
ellos mismos adhirieran a ella y a multiplicar las fórmulas de
desarrollo sustentable, por otra parte, ella engendra un
conflicto inédito entre las culturas: por afirmarse como
cultura religiosa, por ejemplo, cristiana, musulmana o judía,
o como cultura política republicana o liberal, o como
cultura científica y tecnológica, ellas deben reafirmar la
!133
unidad de su pretensión de validez universal. Deben
retomar por sí mismas, en su propio régimen cultural, la
voluntad de imponer su monopolio del mismo modo que la
globalización económica sacraliza la competencia liberal
mediante una monopolización y una privatización del
mercado mundial bajo tal o cual aspecto. La lucha por los
diversos monopolios culturales revive los fundamentalismos
de todo orden y neutraliza así esta emancipación abierta por
el debilitamiento de los Estados-nación y por el
rebajamiento de su poder por la especulación bancaria. La
desaparición obligada de los últimos residuos de los
Estados-sociales y la apertura al mundo de la caja de
Pandora de las sociedades neoliberales no sólo devuelve a la
vida política a los neo-conservadores, sino que transforma
las culturas en potencias dispuestas a afirmar el poder y la
universalidad de su espíritu crítico y la invalidez de las otras,
todas ellas se imaginan nuevamente como portadoras de
una salvación espiritual y temporal universales. El tiempo de
la coexistencia y de la cohabitación cultural al seno de un
multiculturalismo tolerante y bienintencionado ha
desaparecido. Así, ellas se eximen olímpicamente de la
autocrítica, seguras para siempre de su sello crítico al
tiempo que rechazan la mundialización económica como
suprema falta de cultura.
Lo que permite reconocer que ellas se descalifican a sí
mismas por adelantado, es que las mundializaciones
culturales y la globalización económica son ambas
impulsadas por un proceso de experimentación total del
hombre lo que impide el examen del modelo de
pensamiento liberal en el que se funda. Orientada hacia una
maximización de la satisfacción de los deseos en el contexto
!134
del respeto de la libertad de cada cual, la experimentación
liberal del hombre erige, en última instancia, el consenso de
los agentes sociales como forma de juzgar las hipótesis de
vida, económicas o culturales, que son objeto de esta
experimentación. Lo hace de la misma manera que la
experimentación científica eleva a instancia de confirmación
la correspondencia entre la hipótesis con el mundo visible.
La justificación de esto es simple : la respuesta del consenso
social parece tan independiente del deseo de los
participantes sociales por validar su experimentación
económica o cultural como lo es la respuesta del mundo
visible respecto del deseo de los científicos por verificar la
verdad de sus hipótesis. La no disponibilidad del evento de
confirmación o de validación parece garantizar, en ambos
casos, la objetividad deseada validándola. Como ninguna
otra instancia de este consenso democrático parece
imaginable ni mundializable y que ella parece constituir la
mejor instancia posible, este se encuentra necesariamente
investido de un poder crítico universalmente válido, de un
poder que sólo la filosofía había osado reivindicar hasta
ahora. Las diversas mundializaciones culturales, apelando a
la misma instancia que la globalización económica, parecen
así tan impotentes para imponer el veredicto que ellas
proponen sobre los resultados de la globalización
económica como lo son también para desmarcarse unas a
otras en su pretensión de una verdad y una validez
universales.
Puesto que ellas invocan un consenso de valor cognitivo
capaz de regir en las sociedades de conocimiento, hacen sin
embargo obligatoria la apertura de la globalización y de las
mundializaciones a la necesidad de juzgarlas al tiempo que
!135
ellas quedan obligadas a juzgarse unas a otras. ¿Su inserción
en esta experimentación permite medir el impacto de las
mundializaciones culturales sobre el consenso social
mundial? Puede ésta registrar otra cosa que no sea el hecho
consumado de la globalización neoliberal? ¿La sumisión de
las políticas nacionales e internacionales a los movimientos
de póker del mercado o de la especulación financiera? ¿es
capaz de movilizar a las sociedades comprometidas con la
cultura del Estado social para identificar la injusticia
neoliberal como problema político y oponerle una cultura
de la vida social que constituya una alternativa real? O esta
dinámica de experimentación conlleva una idea del ser
humano que pueda hacernos considerar como obsoleta la
manera en que la cultura política corona toda otra cultura
desde los tiempos modernos? ¿El destinatario y juez de sí
mismo que esta experimentación fuerza a existir, puede y
debe integrar las imágenes de sí mismo que le reenvían las
culturas pre-modernas que le sirven de refugio último? ¿Es
de esta forma que él podrá poner fin a la guerra de las
culturas? Este modelo experimental le permite hacer de la
universalización del espíritu crítico la forma mundial de vida
que él invita a propagar? ¿O no representa más que la
quintaesencia del sueño occidental?
Antes de mostrar que la antropología transcultural es la
única forma que puede tomar hoy día la filosofía para
enfrentar esta guerra de culturas, es necesario recordar
brevemente como los avatares del neoliberalismo trajeron a
la existencia este mundo intercultural que nos sirve
actualmente como horizonte al mismo tiempo que
procedían a la deconstrucción del mundo político moderno.
!136
2. La génesis neoliberal del mundo intercultural y la
deconstrucción contemporánea del mundo político
moderno
El refugio de los pueblos y los individuos en las
comunidades culturales y en su re-sacralización es la
culminación simultánea del fracaso del Estado liberal y de la
pérdida progresiva de los derechos cívicos atribuidos a los
agentes sociales, ambos aparecidos con la instauración del
Estado neoliberal y la proliferación del fenómeno de la
exclusión. Tal como los análisis de Sheldon Wolin lo han
seguido en su revista Democracy de 1980 a 1983, esta
evolución ejemplar se produjo en los Estados Unidos antes
de ser exportada en el contexto de sus relaciones con otras
sociedades industriales avanzadas y con otros países en vías
de desarrollo. La Constitución de los Estados Unidos había
puesto los derechos del hombre por sobre la maraña de las
relaciones de fuerza económicas y políticas y había confiado
al Estado una sola tarea: proteger a las minorías y a los
individuos frente a las facciones y mayorías elegidas, cuyos
intereses constituían una amenaza para la libertad. Llamado
a garantizar la libertad de todos respecto de todos y, por ese
medio, la posibilidad para cada individuo de ejercer sus
derechos cívicos, el Estado debió servir de árbitro entre las
distintas facciones capitalistas, pero sólo pudo de cumplir
este rol en el siglo XIX y luego en el XX al dar un
contenido económico y político a sus derechos, debió hacer
de ellos un objeto de negociación respecto del cual las
relaciones de fuerza presentes terminaron por dictarle sus
propias opciones. Re-legitimado y rehabilitado después de la
Segunda guerra mundial como único representante de una
!137
potencia mundial capaz de compensar los fenómenos de
pauperización redistribuyendo hacia todos los “derechos
económicos”, la formación, la seguridad social de salud,
hacia la jubilación y la habitación, el Estado debió
abandonar sus funciones de Estado de bienestar durante la
stagflation de los años setentas. Dejando así, el campo libre a
la proliferación de excluidos. La pérdida de todo estatuto
económico condenaba a estos últimos a ver desaparecer su
capacidad de ejercer sus derechos cívicos, es decir, la
protección de sus derechos humanos.
Pero el abandono de sus responsabilidades políticas por
parte del Estado neoliberal culminó igualmente en la
obligación para una porción cada vez más grande de la
población de buscar refugio en un ersatz del Estado, en las
comunidades culturales. El estatuto de estas últimas, por
ende, cambió. La coexistencia de culturas había estado
protegida por el Estado bajo la for ma de un
multiculturalismo vacío, donde las relaciones de
competencia ideológica eran contenidas por las relaciones
de dependencia económica que les permitía sobrevivir. Esta
coexistencia multiculturalista se transformó en un espacio
intercultural donde la identidad cultural de las comunidades
volvió a ser la fuente de orientación de los grupos y de los
individuos en el mundo, por ejemplo sociedades de
intercambio local, de trueque, al mismo tiempo que el
consenso intercultural se instituía en ersatz político del
Estado disfrazado de opinión pública internacional. La
transferencia de este fracaso del Estado, y de sus
continuaciones interculturales en el resto del mundo fue a la
par con la expansión de un espacio intercultural mundial,
investido de las expectativas secularizadas de salvación, pero
!138
no cumplidas por los Estados-nación, por las sociedades
capitalistas avanzadas. Este fenómeno caracteriza la
mundialización intercultural engendrada por la globalización
neoliberal.
Esta mundialización intercultural, unida en su rechazo a
la injusticia neoliberal, ha suscitado la construcción de una
alternativa europea, a la vez política e intelectual, basada en
un retorno al Estado social y promovida por J. Delors, D.
Strauss-Kahn, M. Rocard y J. Habermas. El consenso
experimental neoliberal les ha parecido idéntico de facto a
los dictados del mercado mundial y tributario de las
desrregulaciones que le imponen los especuladores, no era
posible otra solución que intentar imponer sus propias
desrregulaciones financieras, o eludir el espacio intercultural
e internacional por medio del golpe de estado o las
operaciones militares de envergadura. Bastaba, desde su
punto de vista, con resucitar un concepto crítico de la
sociedad, con reinstituir un Estado social, un Estado lo
suficientemente fuerte para regular, como instancia crítica
de su propia dinámica, la experimentación liberal total en la
cual se encuentra comprometido, apoyándose sobre un
diálogo con sus opiniones públicas a través de sus órganos
deliberativos, ejecutivos y judiciales. Bajo la denominación
que le dió J. Habermas, de “democracia deliberativa”, esta
alternativa rescata la idea republicana de la democracia,
basada no en la libertad negativa de todos respecto de
todos, sino sobre una libertad positiva reconocida a todos
de asumir por consenso legislativo las leyes que garantizan
una redistribución justa de los derechos, de los deberes y de
los bienes y de juzgar los resultados de la justicia social
obtenidos. Esta se vio extendida a la Unión Europea como
!139
Unión de Estados-miembros, capaz de imponer la fuerza de
una moneda común y de sus relaciones de producción e
intercambio económicos en el juego de fuerzas económicas
y políticas internacionales para restaurar no sólo una justicia
social interna, sino también para operar un reequilibrio de
sus relaciones con los Países del Sur y un juicio justo y
eficaz sobre las condiciones de un desarrollo durable.
Es conocida la fragilidad interna que hipoteca la
realización de este ideal heredado de Rousseau y de Kant.
Fundada sobre una dinámica de comunicación descubierta
durante el siglo XX en el corazón de la dinámica tanto de
las instituciones como del psiquismo humano, la
democracia deliberativa presta al Estado federal o nacional
la competencia política de representar en acto esta
comunidad de destinatarios virtualmente ilimitada con la
cual cada uno se identifica como sujeto ético y político que
debe juzgar respecto de lo que debe decir, conocer y hacer
en nombre de todos. De este modo, se encuentra
reinstituído, en las instituciones como en las mentalidades
una relación hacia una Tercera persona estatal, nacional o
federal, análoga a la que ligaba a los fieles de las religiones
de los dioses soberanos a sus terceras personas divinas, en
este caso, a la tercera persona divina de la comunidad
virtualmente ilimitada de los interlocutores. Dado que se les
supone el poder de responder de manera necesariamente
favorable a las expectativas que los sujetos tienen derecho
de formular en función de relaciones de transformación
científicas y técnicas del mundo, su infalibilidad los obliga a
responder incondicionalmente a estas expectativas pero
también a ver sus fracasos sancionados de manera
despiadada por sus comunidades de votantes. Siendo una
!140
forma de mundialización cultural política entre otras, ella
habría querido constituirse como soporte de una unión
monetaria, pero el consenso democrático que invoca en
cada uno de los Estados-miembros que ella federa no fue
suficiente para preservar mágicamente a estos Estados de
los ataques de la especulación, de la herencia de
desequilibrios financieros engendrados al Este por el
capitalismo de Estado del antiguo imperio soviético, del
mismo modo que enfrenta, como un fracaso innegable, la
transformación de sus democracias deliberativas y de sus
Estados-sociales en democracias neoliberales, obligadas y
presionada a abandonar la pretensión de jugar a los
Estados-providencia para asegurar la supervivencia
económica de sus comunidades. La tercera vía propuesta
por T. Blair en 2000 y retomada por G. Schroder en 2005 y
aplicada finalmente en Francia por F. Hollande en 2014 no
ha hecho más que someter la realización de este sueño
republicano a los mandatos de de la economía neoliberal.
Lo que J. Stiglitz llamaba “el consenso de Washington”,
terminó por volverse ley e imponer su método: en primer
lugar, generalización de la liberalización del mercado, luego
privatización de los sectores públicos y, por último,
austeridad radical. Como consenso político, europeo o
nacional, el consenso deliberativo a sido desbordado por el
consenso neoliberal que le impone la globalización
económica. Pero como consenso cultural, es capaz no
obstante, de instaurar el reconocimiento de una instancia
cultural mundial a través del respeto a priori que impone de
la diversidad cultural, de una instancia apta a estigmatizar las
violaciones cometidas hacia los derechos humanos, de los
Estados-nación respecto del espacio internacional y a
!141
movilizar la opinión pública internacional en la intersección
de las mundializaciones culturales.
¿Está obligado este consenso a reconocer su impotencia
política? ¿Está obligado a dejar existir la guerra de las
culturas en el horizonte de una globalización neodarwiniana? Esa es la cuestión histórica que nos plantea la
existencia de un espacio intercultural designado
habitualmente como “diversidad cultural”. En mi opinión,
no podemos responderla a menos que le demos todas sus
oportunidades a la nueva imagen del hombre que la
antropología transcultural ha develado en el curso de la
evolución de esta experimentación total del hombre y que
falsifica la imagen tradicional que la filosofía ha legado a las
sociedades modernas para orientar su desarrollo. Puesto
que ella libera al reconocimiento de una filosofía
transcultural que ya funciona en el diálogo intercultural
haciendo intervenir esta imagen del hombre en las
creaciones culturales como en las intervenciones políticas
no gubernamentales, es necesario poder situar esta imagen
en los procesos de universalización del pensamiento crítico
ligados a la mundialización de la crítica universitaria o en lo
que llamamos habitualmente la democratización de la
enseñanza y la investigación. Porque ella devela además el
espacio de reflexión que permite juzgar la objetividad de los
a priori que fundan las diversas opciones de
mundializaciones culturales, ella abre la vía para una
integración mutua de las diversas mundializaciones
culturales pre-modernas y permite liberarlas del conflicto
estéril en el que la globalización neoliberal las ha trabado,
llamándolas nuevamente a la existencia.
!142
3. La filosofía como antropología transcultural
Para defender esta mundialización de la desaparición
neoliberal de los “derechos económicos”, así como del
dogmatismo de las mundializaciones culturales, es necesario
llevar a cabo una suerte de revolución copernicana a nivel
de la acción y del deseo, una revolución teórica análoga a la
que Kant proclamó en el dominio del conocimiento. Cada
uno y cada pueblo debe poder reconocer que cualquiera,
por el solo hecho de hablar, se instituye a sí mismo e
instituye a su interlocutor, privado o colectivo, en juez del
juicio que expresa sobre aquello que conoce, sobre aquello
que juzga necesario hacer o hacer hacer10, sobre aquello que
juzga que él debe desear. Es a condición que cada individuo,
o que cada pueblo,
pueda reclamar este derecho y
establecer que satisface efectivamente el deber de
objetividad que le atañe en materia ético-política, que
efectivamente se concede el derecho a disponer de sí mismo
y de los demás haciéndose un juicio de sus condiciones
comunes y efectivas de existencia y que él puede reconocer
a los sujetos de otras culturas su derecho a juzgar sobre lo
que son, su “naturaleza” humana y juzgando si es el caso o
no que el ejercicio del juicio que le ha sido otorgado,
satisface o no sus propias exigencias teóricas,
independientemente del hecho que sea positivo o negativo,
o que se aplique sobre otro o sobre sí mismo. Sólo este
segundo momento y el acceso efectivo de los individuos y
los pueblos al derecho y al deber de determinarse en
función de esta objetividad les permiten sanarse de la locura
política, de esta usurpación del poder del juicio que uno se
arroga atribuyéndose en nombre de otro como monopolio
!143
cuando uno goza ciegamente de este poder gozando de la
pura y simple ocurrencia de sus pensamientos como si se
trataran de un saber divino sobre lo que otro debe ser o
hacer.
La antropología del lenguaje nos ha enseñado, por una
parte, que este uso del juicio de verdad regulaba toda
comunicación y, por otra parte, que la imagen del hombre
que subyace a la sociedad neoliberal y a la democracia
deliberativa era falsa. El error antropológico que sirve de
base tanto al Estado soberano, al Estado de derecho y a las
justificaciones morales de la justicia liberal, dependen del
antagonismo supuestamente presente en el hombre entre su
espíritu y sus deseos, así como a la necesidad de interpretar
la vida social y la vida mental como un proceso de
dominio11 de los deseos y los intereses por parte del
espíritu. A partir de Platón, las relaciones de antagonismo
de los deseos, que supuestamente reproducían el
antagonismo perpetuo de los dioses, fueron generosamente
distribuidas a los hombre como “naturaleza” determinante,
derivada de la caída del espíritu en el cuerpo. Esta
naturaleza agonística se vio proyectada por la modernidad
en las relaciones intersubjetivas y políticas hasta hacer del
hombre, en tanto deseo el enemigo de sí mismo en tanto
espíritu, y a transformarlo, según el famoso adagio de
Hobbes, en lobo de sus semejantes. La guerra actual de las
mundializaciones culturales no es más que su reciente
avatar.
Se trata de un error filosófico, debido a la ignorancia en
la que se encontraban tanto la antigüedad como la
modernidad y en la que permanecen muchos de nuestros
contemporáneos, respecto de la manera en que se engendra
!144
en el hombre la relación con el deseo como relación
racional a priori: no podemos pensar estos deseos sin
concebirlos a través de proposiciones verdaderas, es decir,
sin pensar que somos tan objetivamente estos deseos que es
cierto que fueron pensados. Pues no podemos presentarnos
una percepción, una acción o un deseo sin objetivarlos a
través de esta anticipación de la verdad de la proposición
por medio de la cual la aprehendemos ya sea por el
pensamiento o la palabra. Asimismo, conviene someter al
juicio de validez este prejuicio inherente a toda
representación del desear y del juzgar si somos tan
objetivamente estos deseos que debimos representarlos y
desearlos.
Es por esta razón que el ejercicio político del juicio de
verdad consiste en no realizar y no hacer realizar más que
aquello que se pensó que uno era o que otro era por haber
podido pensarlo. Y no podríamos hacerlo real más que
haciendo que se comparta el juicio de verdad que uno
enuncia al respecto. La identidad democrática de los agentes
sociales no puede entonces ser adquirida y reconocida
como tal sin que uno logre hacer juzgar como verdadero el
compartir una forma de vida, que es lo que se intenta hacer
en toda comunicación. Esta identidad del juicio y su
reconocimiento sólo descansan sobre sí mismos: por ende,
son hechos filosóficos y no es posible apropiárselos a
menos que se respete de una vez y para siempre un sistema
de reglas jurídicas, morales, políticas o lingüísticas. Ellas
exigen, en cambio, de parte de cada cual el respeto de la ley
de verdad inscrita en su identificación con el lenguaje
respetando la objetividad de este juicio y haciéndola
respetar. Es respetando esta ley que está en condiciones de
!145
hacer una repartición justa de la verdad y establecer las
relaciones de justicia allí donde corresponde: en las
relaciones de distribución del pensamiento que regulan la
retribución de verdad que se busca en ella.
Mientras esta armonía con el mundo visible y con el
mundo social se conciba como anticipación de la
concordancia consigo mismo y con otro que nos obliga a
juzgarnos por anticipado, de una vez para siempre, desde el
punto de vista de otro, es decir desde el punto de vista de
un consenso ciego, del punto de vista del interlocutor ideal
que se identifica con todos los otros, que nadie puede
reconocerlo, ella permanecerá indisponible. Se intenta allí
hacer del hombre, un ser vivo bien formado: un sistema
rígido e infalible de un único sistema de acciones y deseos,
con un sistema único de percepciones cognitivas y
estimulantes. Pese a que esta concepción del zoon logicon fue
heredada de Aristóteles y luego sirvió a Hobbles para
legitimar el Estado como poder que impone la paz entre
quienes compiten en la lucha por la vida, ella es falsa en la
medida que en el hombre no existen, al principio, más que
los instintos intra-específicos de alimentación, sexualidad y
defensa. Es porque el hombre nace un año antes como un
feto a medio terminar, es por ello, que él necesita del
lenguaje. Se busca en vano entonces instituir, a partir de
estos instintos intra-específicos, en este caso, a partir del
instinto de ag resividad, las rígidas e infalibles
coordinaciones institucionales al entorno físico y social de
las que son capaces los animales bien formados.
Si se busca una solución política al problema planteado
por la experimentación total, se recurre a la fuerza de la
palabra utilizada para proteger al hombre de la agresividad
!146
de los demás, tal como ella fue reconocida de esencia
pública en las religiones de los dioses soberanos, institución
primaria de la vida política. Es en este uso político de la
palabra que buscamos un análogo al instinto de regulación y
que limitamos arbitrariamente el uso de la palabra a su uso
político. La impotencia actual del Estado-nación tanto para
resguardar el respeto real de los derechos del hombre como
para contener los excesos de las multinacionales y las
turbulencias de la especulación, ha mostrado la vanidad de
la secularización de los dioses soberanos en las naciones y
sus Estados con el fin de garantizar la paz. Los fenómenos
de exclusión, la programación de la cesantía bajo la forma
de una reducción mundial de la mano de obra que se estima
necesaria para la explotación tecnológicamente más rentable
del mundo, así como la explotación de desarrollo
sustentable para acentuar la pauperización de los países en
vías de desarrollo, han puesto fin a la confianza en el
Estado y en la mundialización cultural de la política
produciendo una experiencia de falsificación de sus
pretensiones en un régimen mundializado y ordenado según
las leyes de la hegemonía del mercado mundial.
La cimentación de los derechos al juicio crítico de los
ciudadanos en el juicio de verdad inherente al uso del
lenguaje supone una mutación cultural en la concepción de
los derechos y los deberes del ser humano así como de la
dimensión política: esta mutación supone reconocer tras la
exacerbación del capitalismo y de su condena moral
colectiva en las mundializaciones culturales, el proceso
positivo de la cual ésta parasita, aquel que obliga a producir
un mundo público siguiendo la ley de la creatividad propia
del lenguaje y del psiquismo: proyectando por medio del
!147
pensamiento y de la palabra una prearmonización afectiva,
cognitiva, práctica y consumatoria con el mundo, consigo
mismo y con los demás en toda situación problemática y
juzgando si el mundo así anticipado se presenta como el
mundo que se necesita y que constituye la única realidad en
la que nos podemos reconocer.
Es bien sabido que no es posible obtener una
concepción positiva de la sociedad civil y del sistema
jurídico más que relacionando la dinámica de oferta y
demanda que la mueve con la aplicación de la dinámica
comunicacional de llamados y respuestas en el dominio de
las necesidades, porque el imaginario comercial y el
imaginario de empresa sólo se despliegan cuando adoptan el
rol de lo que G. Mead llamaba “el otro generalizado” y de
los que las éticas pragmáticas de la crítica social de Apel y
de Habermas llaman “anticipación contra-factual de un
consenso con la totalidad de los interlocutores de una
comunidad de comunicación virtualmente ilimitada”. Es
menos sabido que esta anticipación de los deseos del otro y
de los medios necesarios a su satisfacción es tan
dependiente del juicio de verdad como de la producción de
una percepción y del saber científico que se deriva de ella.
Pues, antes de poder concebirse como principio moral,
social y regulador, ella es constitutiva de la identificación del
ser vivo humano por el sonido y dicta la ley, a este título,
tanto a la armonía del pensamiento con lo real como de ella
misma con el prójimo.
De hecho, ella hace objetivar al hombre sus deseos y sus
acciones así como sus percepciones: proyectando la
armonía entre sonidos emitidos y sonidos escuchados en
sus percepciones, en sus deseos y en sus acciones para
!148
poder darles existencia, arrancarlas de ellas mismas y hacer
reconocer a este hombre si estas percepciones, estas
acciones y estos deseos son también él mismo quien debió
pensar que lo eran para haber podido pensarlos. Para pensar
los deseos, las acciones, los medios y las máquinas
necesarias a sus satisfacciones, hay que poder pensarlos a
través de proposiciones que deben ser pensadas como
verdaderas para poder sencillamente pensarlas, y hay que
poder reconocer si el mundo que uno crea de este modo
corresponde asimismo a lo que debe ser para responder a
estos deseos que es verdad que uno suponga que lo sea. El
reconocimiento práctico de esta ley caracteriza lo que
hemos llamado la experimentación total del hombre aún
cuando el abuso liberal del consenso a truncado esta
experimentación suspendiendo el momento del juicio que le
es esencial y ha provocado de este modo la formación de un
sustituto ético, la corrección europea y republicana de esta
experimentación total por un consenso ético. La
construcción del mundo económico y del mundo político
no escapa a esta ley y corrige a la bestia no domada que es
el ídolo liberal del crecimiento incondicional del producto
nacional bruto. No sólo ella no escapa a esta ley, sino que
llama, por el contrario, a respetarla en el espacio público del
juicio crítico y de la palabra gracias al cual el espacio
económico y político se vuelve un mundo político tan
objetivo e integral como debe serlo, y esto por la sencilla
razón de que no podríamos vivir de otro modo.
Esta universalización del juicio de verdad inherente al uso
de la comunicación y al uso del juicio público conlleva una
mutación de la concepción de los derechos del hombre.
Mientras la teoría moderna de los derechos heredada de los
!149
tiempos modernos deriva los derechos del hombre de su
igualdad y de la libertad para actuar que estos poseen en
tanto seres racionales, la filosofía contemporánea ha
establecido que el hombre es un ser de lenguaje que
necesita ejercer su juicio y hacer aceptar su verdad por sus
interactuantes sociales con el objeto de hacerse reconocer
como ser humano por sus pares. La igualdad con los otros y
la libertad de actuar ya no pueden ser consideradas pura y
simplemente como propiedades innatas, al alcance a priori
de todos y que habría que defender como uno defiende su
derecho a apropiarse de los objetos: estableciendo contratos
que sellan el dominio de los propietarios sobre sus
propiedades y prohiben a los demás hacerse de ellas. Como
auditor y alocutario de otros y de sí mismo, cada cual está
llamado a juzgar la objetividad de sus condiciones de vida y
a actuar en función de la verdad de los juicios que llega a
compartir. Su juicio de verdad sólo reposa sobre este
ejercicio y sobre este acto compartido, condición ineludible
del reconocimiento de su objetividad efectiva. Este juicio se
relaciona tanto con sus conocimientos y la rectitud de sus
acciones que con la objetividad de los deseos que cada uno
debe reconocer como humanos. Así no es suficiente
reconocer a cada uno, por contrato, la libertad de actuar
según los resultados de estos juicios, sino que hace falta
poder crear las condiciones para cada uno de reconocer y
hacer reconocer su verdad.
El derecho al ejercicio de este juicio de verdad está en la
raíz de todo derecho pues este ejercicio de la facultad de
juzgar descansa sobre la capacidad de objetivar las
condiciones objetivas de vida, sobre las verdades a las cuales
él permite acceder, así como a su puesta en común. Este
!150
juicio es así esencialmente filosófico y hace de cada uno un
filósofo que sólo puede acceder a su humanidad haciendo
reconocer su verdad para los demás de la misma manera
que él se la reconoce a sí mismo. El reconocimiento público
de este derecho al juicio va, de este modo, a la par con el
reconocimiento de la democracia como condición objetiva
de la vida humana. Si no queremos que este derecho sea
sólo una palabra vacía, no podemos contentarnos con
defenderla del mismo modo que defendemos una
propiedad, reconociendo a alguien el derecho a acceder a
esta propiedad, apoyados en una concepción puramente
defensiva, contractual y negativa de los derechos.
Frente a la globalización económica neoliberal, el
ejercicio de este derecho no sólo obliga a cada uno a
reconocer la locura especulativa que anima la maximización
capitalista de los deseos y la perversidad de la conciencia
capitalista, que justifica la pauperización y la exclusión de
los ciudadanos y de los demás pueblos haciendo abstracción
de sus derechos más elementales a la vida, él obliga también
a reconocer los errores antropológicos propios del
concepto político de Estado, e invita a ver cómo los
Estados y los individuos no pueden y nunca han podido
orientarse más que dejándose guiar por el ejercicio de este
juicio. La mutación cultural exigida es una mutación y una
mutación cultural porque ella es una mutación a la cual los
individuos y los Estados están obligados a someterse en la
práctica y en el funcionamiento de las instituciones incluso
antes de poder reconocer que lo son. El error antropológico
que sirve de base tanto al Estado soberano, al Estado de
derecho y a las justificaciones morales de la justicia liberal se
debe, como hemos visto, al antagonismo supuestamente
!151
presente en el hombre entre su espíritu y sus deseos así
como a la necesidad de interpretar la vida social y la vida
mental como un proceso de control de los deseos y de los
intereses por el espíritu.
La desestabilización de las relaciones de fuerza política
clasicas inducidas por las crisis de cambio programadas por
los especuladores no ha permitido a los Estados utilizar el
poco poder que les quedaba más que haciendo valer su
capacidad para reconocer, de tras de las relaciones de
fuerzas políticas y económicas internacionales, las únicas
condiciones de vida objetivas que ellos podían hacer valer
frente a la opinión pública internacional, mostrando que
estas debían acomodarse a sus países independientemente
de las relaciones de dominación y de hegemonía de ciertos
países respecto a otros. Ellos no han podido hacer respetar
sus decisiones más que haciéndose reconocer como
ciudadanos plenos en la democracia internacional, como
portadores de un juicio justificable frente a la opinión
pública, por la única razón que ellos podía hacerla
reconocer como una necesidad que debía ser respetada por
sus socios internacionales. Por lo demás, non pueden
continuar haciéndolo más que actuando como metaempresarios de la empresa de Estado para participar del
neodarwinismo cosmopolítico en el que se ha convertido la
política internacional, es decir, recayendo continuamente en
lo que Hobbes llamaba el “Estado de naturaleza” y
corriendo así el riesgo de conflicto de intereses y de
acusación de corrupción.
En el contexto de las mundializaciones culturales, el
diálogo intercultural se revela como una necesidad, como
puesta a prueba de la capacidad de cada cultura a
!152
proponerse como una forma de vida asumible por todos
aquellos que participan de ella así como por los demás.
Requiere recurrir al diálogo universitario entre culturas
como uno de sus componentes esenciales. El discurso
universitario no es una ocasión entre otras para la
autoafirmación de una cultura: es la instancia por la cual
esta cultura toma conciencia crítica de sus límites en la
comprensión misma que tiene de otras culturas así como de
la necesidad de sacar el diálogo intercultural del espacio de
un puro contacto de comunicación o de registro de una
comprensión recíproca o de una incomprensión recíproca.
Por su intermedio, adviene la posibilidad de discernir en
qué medida las relaciones necesarias de complementariedad
cultural descubren constantes antropológicas que sólo
pueden ser reconocidas como tales cuando son adoptadas
por los agentes de las diversas culturas implicadas. Es en
este discurso crítico que las fronteras propias de las diversas
culturas pueden descubrirse y que el modo en que las
culturas interactuantes traspasan estas fronteras puede ser
integrado en la cultura de referencia. El respeto de las
culturas en el diálogo cultural no puede limitarse a una
actitud formal de reconocimiento de la existencia de una
cultura distinta a la manera en que el derecho nos obliga a
respetar la existencia de otra persona. Este debe ser un
respeto ejercido en el acto mismo de la crítica por el cual
una cultura reconoce el deber de integrar aquello que le
falta y que ha servido de base a la cultura con la cual
dialoga. Este reconocimiento en acto de la especificidad de
otras culturas, de su validez antropológica y de su aporte
real a la construcción de una humanidad tan respetuosa de
lo que ella debe ser que lo es efectivamente, condiciona el
!153
intercambio de la fuerza crítica del discurso universitario en
el diálogo intercultural.
Este diálogo intercultural permite entonces una
implicación transcultural de los universitarios en la
transformación de su cultura y de las instituciones que
derivan de ella, así como una intervención de su parte en
otras culturas por medio del reconocimiento que los
universitarios formados en esta cultura pueden hacer de su
contribución una vez que el aporte crítico de la cultura
extranjera es reconocido en su validez antropológica. Si se
considera, por ejemplo, la fractura intercultural reciente
entre el liberalismo y la cultura musulmana, es necesario
reconocer, por una parte, la necesidad de ampliar la cultura
contractual del liberalismo americano por un
reconocimiento de las relaciones de necesidad que ligan el
desarrollo de las culturas sociales al mundo y a la realidad de
los hombres, por un reconocimiento de las relaciones que
obligan a recononcer la objetividad de las leyes que regulan
los intercambios económicos e imponiendo una justicia en
la retribución de bienes, derechos y deberes. Sólo un
reconocimiento de este tipo puede liberar de sus límites
éticos internos al sueño europeo de una democracia
deliberativa mundial. La cultura musulmana nos ofrece esta
posibilidad de criticar los límites internos del pensamiento
contractual y de los acuerdos arbitrarios de intercambio que
ella promueve. Ella ofrece esta posibilidad a condición de
poder ajustarse ella misma a la imagen del hombre
propuesta por la experimentación total de sí mismo a la cual
el se entrega y de abandonar su refugio acrítico en una
conciencia del destino que anima la lucha contra todo lo
!154
que supuestamente se opone al destino de elección de sus
fieles.
Sin embargo, esta crítica universitaria debe hacerse
entonces transcultural en la medida que ella se obliga a
adoptar el punto de vista de sus otros culturales: para poder
comprenderlos y evaluar la creatividad cultural de las otras
culturas así como su operatividad crítica, no sólo debemos
pensar que el otro puede tener razón, sino que debemos
pensar que él efectivamente la tiene por el hecho de pensar
él mismo que es verdad lo que piensa, algo que luego
debemos reconocer o no que es verdadero o falso. Esta
indisponibilidad del único criterio antropológico de diálogo
intercultural crítico: la concordancia de verdad de otro era
quizá a lo que se apuntaba mediante la prohibición de
arrogarse el poder de juzgar en última instancia, poder que
era atribuido al Dios judaico. Incluso si está fuera de
discusión prohibir al hombre de las mundializaciones
culturales identificarse con el ser de juicio y de verdad que él
es, es también cierto que no es capaz de entender de la
cultura judaica la incapacidad que tiene el ser humano de
reconocer la verdad de lo que él dice y piensa mientras no
haya podido compartir su juicio de verdad con otro,
haciéndolo reconocer la objetividad de la experiencia de sí
mismo y del mundo que él le permite. Tal vez esto
constituye el judaísmo y la islamidad secreta del europeo,
quizá esto constituye la limitación interna del uso del juicio
filosófico, ya sea cotidiano o profesional, si es cierto que
este compartir y este dar a otro como a sí mismo de las
condiciones de acceso de este compartir constituyen los
únicos testimonios de la existencia de esta verdad que para
ser requiere ser común y ser reconocida en común.
!155
Traducción de Jaime Otazo Hermosilla.
10
11
En el original, faire faire.
En el original, maîtrise.
!156
!157
Este libro fue impreso en la Imprenta de la
Universidad de La Frontera, en Agosto de 2017,
en Avenir Next y Garamond, con
!158