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Diálogo

Daniela Alcívar Bellolio y la literatura movida por el deseo

Foto: Álvaro Pérez
Foto: Álvaro Pérez
28 de diciembre de 2015 - 00:00 - Fausto Rivera Yánez

 Daniela Alcívar Bellolio (Guayaquil, 1982) es una mujer itinerante. Defendió su tesis de pregrado sobre Virgilio Piñera un jueves, y dos días después, sin reposo, sin vacaciones, se mudó a Buenos Aires para comenzar otro pregrado, en la Universidad del Cine que dirige el argentino Manuel Antín. En la mitad de esa carrera, decidió iniciar otra: una maestría en literatura latinoamericana y española en la Universidad de Buenos Aires. En la mañana iba a San Telmo a estudiar cine y en la tarde a Caballito, a seguir con la literatura. De repente, una idea se fijó en su cabeza y, sin vacilar, luego de haber ganado una beca, abandonó la maestría para empezar un doctorado. Con dos licenciaturas en la espalda, ahora solo le resta culminar su proyecto de investigación doctoral: cómo las narrativas de viajes de la escritora chilena Cynthia Rimsky y del argentino Sergio Chejfec se relacionan con las nociones de paisaje y geografía. Es un tema que le obsesiona, como también lo es el no quedarse quieta: desplazarse; descentrarse para conocerse mejor parece ser su mantra.

La academia le ha servido para escribir mucho y luego arrepentirse. Le ha servido para mezclar lenguajes, para especializarse en la crítica, sin concensiones, sin servilismos: solo basta revisar su blog, El desprecio, para entender qué es un ensayo. Le ha servido para aprender —de nuevo— a leer. Daniela está segura de sus posturas y, por eso, se ha convertido en una de las escritoras y críticas ecuatorianas más consistentes. Piensa, una vez que termine el doctorado, volver a Ecuador, insertarse en el sistema académico para poner a circular las lecturas que acá no llegan; fundar, junto a su esposo, una editorial en que el ensayo, tan “despreciado” en nuestro entorno, sea el protagonista; y abrir un restaurante de comida vegana.

Aunque reconoce que de joven le costó asumir que lo suyo era la literatura, o que quizás los genes que llevaba ya habían definido su futuro (es nieta del escritor Walter Bellolio), desde que lo hizo, no ha dejado de involucrase en la escena: fundó junto con unos amigos, como Yanko Molina y Juan Pablo Crespo, la revista Ourovourus, que tuvo solo 4 números. Luego, como les pasa a las “jóvenes entusiastas” como ella, recuerda con cierto pudor, se enamoró de Julio Córtazar. Pero también recuerda, con firmeza, que con los años supo marcar distancia con el argentino. “Sus cuentos me siguen pareciendo prodigiosos en algún sentido, pero uno, ya más grande, le ve la hilacha, el sistema tan prefabricado que tenía el tipo. Los que no salen de ese cortazarianismo quinceañero están jodidos”, dice entre risas.

En su paso por el país (vino invitada a la última Feria Internacional del Libro y se quedó un mes más), habló con nosotros sobre el estado de la literatura ecuatoriana, sus lecturas preferidas, las últimas propuestas hechas por mujeres, y así.

¿Cuál es el estado de la crítica literaria en el Ecuador?

Hasta hace poco había sido muy pesimista al respecto. Creo, por un lado, que el ejercicio crítico (al menos el que a mí me resulta interesante) aún es escaso en nuestro medio, reducido casi siempre a reseñas en los diarios y poco más. Por otro lado, es innegable que la crítica en el país está muy mal entendida; se la asocia, un poco ingenuamente, con la antiescritura: el crítico sería, en el imaginario de una gran parte de los escritores y lectores, un ser frustrado, resentido, incapaz él mismo de escribir y por tanto dedicado a destruir esta suerte de aura mística del autor de ‘ficción’. Es gracioso pero es un discurso que se sigue manejando. Lo mismo ocurre con la concepción que se tiene de la academia, se la demoniza de un modo ciego, sin matices. El problema es que nos resentimos por todo: nuestro mundo literario es tan pequeño que tomamos las cosas de modo personal, la discusión sobre la literatura rara vez (aunque cada vez más) admite un interés genuino por la literatura en tanto experiencia del sujeto cuando se encuentra con su propia extrañeza, con esa parte desconocida pero íntima, intransferible, que aparece fugazmente en la escritura. Eso mismo ocurre con la escritura crítica, con el ensayo: tal como yo la entiendo, y aunque persiga, de algún modo, ciertas formas del conocimiento, revela una experiencia íntima con la extrañeza de sí mismo, eso que presiona la escritura para agrietarla, para inquietar sus certezas, que ella misma se pone a prueba y, en el mejor de los casos, hace visible lo que está más acá de las técnicas, los virtuosismos y las intenciones propias y de los textos que se estudien. Creo sin embargo que el panorama está cambiando con mucha rapidez y me alegra. Hay un grupo de escritores, académicos y críticos jóvenes (muchos de ellos se han beneficiado de la experiencia de vivir en el extranjero durante algún tiempo) que está terminando con la visión dicotómica y simplificadora que divide a la crítica o a la teoría de la ficción y que ya no le tienen miedo ni resentimiento al ensayo como forma.

¿Crees que hay una suerte de chovinismo cultural que impide que se hable objetivamente sobre la literatura local?

No sé si hablaría de objetividad como valor, pero sí creo que estamos aún muy encerrados. Eso se debe a muchas cosas, como la deficiente distribución de libros de países latinoamericanos (problema que no es exclusivo del Ecuador) y nuestra relación de amor-odio con lo extranjero. En eso sí veo cierto chovinismo que quién sabe de dónde nos venga. No es tanto que ese chovinismo nos impida leer la literatura local sino que nos arrebata herramientas valiosas para entender lo que ocurre en nuestro medio. En discusiones con amigos (y no tan amigos) he recordado, a veces con vehemencia, ese ensayo de Borges, El escritor argentino y la tradición: no se trata de negar que somos un país periférico (y aun más, un país que es periférico incluso para la periferia), ni de reivindicar eso como una razón para cerrarnos al resto y autoafirmarnos histéricamente, sino de tornarlo como un valor que no se agote en orgullos patrióticos, que se base en lo que en ello hay de móvil, de voluble, de inasible. La idea sería poder apropiarnos de todo (también de las grandes tradiciones y obras) sin los problemas que trae el tener que hacerse cargo. No tenemos que hacernos cargo de nada, porque nada nos pertenece, no hay nada que demostrar, ni siquiera con respecto a nuestros grandes autores. Debemos dejar de pensar la literatura como una rendición de cuentas.

¿Qué pasa con la crítica en América Latina, particularmente en Argentina?

La tradición crítica y ensayística en Argentina es muy poderosa, siento una fuerte admiración por ella, y una gratitud muy grande también por lo que he podido aprender en estos 11 años allá. Tiene que ver con muchas cosas, desde las políticas de Estado con respecto a la cultura hasta las líneas de escritura ensayística que vienen desde Sarmiento y de ahí en adelante, pasando por la enorme máquina editorial que hace accesible casi todo. La centralidad que tiene allá la cultura en sentido amplio es enorme; el ejercicio crítico es, en general, muy apreciado, muy cultivado. El ensayismo latinoamericano, que es tan potente, tiene en Argentina uno de sus avatares más prolíficos y valiosos. Hay críticos de diferentes ámbitos (desde el académico hasta el periodístico) que han dedicado toda su actividad profesional a extrañar los límites entre literatura y crítica, entre literatura y vida. Pienso en Alberto Giordano, Beatriz Sarlo, Daniel Gigena, Daniel Link, Gabriel Giorgi, Adriana Amante, David Oubiña y Jorge Monteleone, entre otros. También, hay algo que me encanta, la crítica y el ensayo ejercidos por escritores de narrativa o poesía. Me encanta porque, una vez más, pone en evidencia la calidad artificial del límite entre ensayo y ficción: hay que leer en esa línea a Sergio Chejfec, Marcelo Cohen, Damián Tabarovsky, Luis Chitarroni por nombrar algunos. En un país como Argentina, con una maquinaria cultural mucho más grande que la nuestra, con procesos mucho más consolidados por el mercado y por la dinámica con el público, que también es más amplio y especializado que nosotros, ya se hace más difícil (aunque no digo que no ocurra), denostar el ejercicio crítico. Quizá tenga que ver con algo así como la madurez, aunque me estorba el tinte moral de esa palabra.

Tú que estudias en el extranjero, ¿cómo sientes que nos miran, leen, desde afuera?

No nos leen, no nos miran, no saben quiénes somos. Con la excepción de Pablo Palacio, para ellos no existimos, y no sé si sea distinto en otras latitudes. Eso tiene algo de irritante y algo de encantador, es como estar siempre de incógnito. Nunca estaremos de moda, de eso estoy segura. Somos algo exótico, muchos no saben bien dónde queda el Ecuador. Para despejar cualquier atisbo de culpabilidad y moralina es necesario aclarar que los argentinos (y más específicamente los porteños) tienen también su cuota de provincianismo: tanto lo que llaman “el interior” (todo lo que en Argentina no es Buenos Aires) como cualquier país del continente les resulta algo raro, casi innecesario. Mis amigos, colegas y maestros de Rosario (mi segunda ciudad argentina en términos afectivos y académicos) dan fe de ello. También me gusta pensar en nuestra calidad evanescente, traslúcida, como un sino un poco trágico: así al menos tengo el consuelo de adjudicarle un improbable sentido cósmico a nuestra proverbial invisibilidad. No me imagino la poesía de Carrera Andrade o la misma obra de Palacio viniendo de un lugar distinto.

¿Qué opinas de la literatura ecuatoriana actual? ¿Qué autores y obras destacarías?

Estoy emocionada con lo que se está produciendo. Creo que por fin empezamos a salir de esa noción tan pacata y reaccionaria de la literatura como burocracia del estilo y de ese cortazarianismo que nos dominó por tantos años. Destaco Antropofaguitas de Gabriela Ponce, es casi un milagro que un libro tan desprejuiciado y violento (en el mejor sentido de la palabra) haya ganado un concurso nacional. Pequeños palacios en el pecho de Luis Borja tiene una fuerza inusual, la obra narrativa de Esteban Mayorga es extraordinaria, no me alcanzarían diez entrevistas para explicar bien lo que creo que implica en nuestro medio. Miss o’ ginia de Fernando Escobar Páez fue un fenómeno que aprecio enormemente (las sucesivas reediciones en el extranjero de este libro constituyen uno de los eventos más singulares en nuestro medio actual, quizá la excepción a la regla de nuestra invisibilidad). Hay textos inéditos que beneficiarían poderosamente nuestro panorama estético, como la novela Chop suey de Sebastián Oña Alava: no olvidemos el papel de la minúscula industria editorial ecuatoriana en todo esto. En poesía la cosa cambia porque nuestra tradición poética siempre ha sido fuerte y eso puede verse, por ejemplo, en la vasta obra de Juan José Rodríguez (Rodinás), en la poesía de Kelver Ax, de Ernesto Carrión, de Javier Cevallos Perugachi (su libro Llactayuk trabaja con cierta línea de Dávila Andrade y la torna algo propio, profundamente afectivo, a veces doliente, que coquetea con la ingenuidad y, creo, sale bien parado), de Andrés Villalba Becdach y su recurso siempre excepcional al humor. Me quedo un poco corta de todos modos, me falta mencionar a Javier Lara, excelente poeta, César Carrión, en fin.

¿Qué obras y autores no destacarías?

Creo que con mi blog (El desprecio) me hice mucha mala fama. De unos años a esta parte vengo tratando de distanciarme del tono polémico de mis primeras intervenciones, movidas más por la indignación (siempre he sido un poco exagerada) que por cualquier otra cosa. Pronto noté que ese tono tan polémico resultaba un poco perjudicial, porque nadie se interesaba por lo que escribía cuando no eran diatribas incendiarias, y porque, como decía al principio, me resulta mucho más interesante hablar de libros que ponen a prueba mis certezas que de aquellos que las confirman. Así que en lugar de dar nombres en este sentido, quizá sería mejor referirme a qué tipo de literatura me resulta menos interesante en nuestro medio. Creo que tendría que ver con cierta complacencia un poco tonta de algunos libros; cualquier complacencia, para ser más tajante, me parece tonta: la que descansa en pretensiones de “perfección” formal, de virtuosismo, de grandilocuencia y que se encuentra en libros cuya apuesta está en una concepción excesivamente clasicista (y moral) del “trabajo con el lenguaje”, un trabajo que no tiene que ver con la puesta en tensión de los recursos sino con su uso profesional. Hay otro tipo de complacencia y es la de los libros que confían demasiado en su articulación con ciertas formas del pop a lo Fuguet, a lo Zambra o incluso a lo Bolaño cuando es reducido a sus partes menos interesantes: son relatos que creen que las referencias a películas gringas o canciones de rock ya les garantizan algo. En general sus historias son aburridas y se agotan en sus propios chistes internos, que ni siquiera son graciosos. Pero creo que todo esto es también producto de un mercado editorial que empieza a crecer y en ese sentido hay que leerlo: son productos.

Hay una suerte de “boom” de autoras ecuatorianas nacidas en los ochenta, como Gabriela Ponce, Sandra Araya o Mónica Ojeda, ¿cómo miras sus propuestas?

Te faltó María Auxiliadora Balladares. Estas autoras son, cada una a su modo, excelentes. El concepto de “boom” me hace un poco de ruido pero en este caso, y despojándolo de todo lo que pueda tener de determinista, puede funcionar. Quizá no sea más que una coincidencia que estén saliendo libros tan potentes y sólidos de mujeres de una misma generación, y el hecho de que sean mujeres, si bien es más que un simple dato (todo lo que compete a la vida entra en la escritura cuando esta tiene un deseo de verdad), no es una excusa o justificación o declaración de principios en estos libros. De ningún modo podríamos encajar esos libros en alguna sección (que espero que ya no exista más en las librerías) de “Literatura femenina”, pero en cualquier caso los libros de estas autoras me han alegrado mucho los días.

¿Crees que hay una suerte de diálogo entre la literatura contemporánea y la del siglo anterior? ¿Hay alguna continuidad de cierta tradición, como la del 30 por ejemplo?

Seguro que existe un diálogo porque la literatura del 30 en nuestro país es casi un sello de identidad. Y como toda noción de identidad que funcione como garantía tranquilizadora y autocomplaciente, puede hacernos daño. No digo que debamos dejar de leer a Palacio, no estoy loca. Digo que ya es hora de dejar ser nostálgicos con nuestras glorias pasadas. Y te digo más: creo que hasta cierto punto Palacio funciona como un comodín, como un concentrado semiótico que muchas veces ni siquiera leemos con verdadero interés estético. La potencia de Palacio, creo yo, está más acá del fenómeno cultural que representó para el medio ecuatoriano a principios del siglo pasado. Habría en cualquier caso que volver a leer su obra tratando de olvidar por un momento que Palacio es Palacio, que nos enorgullece que sea ecuatoriano y todos esos lugares comunes que no hacen sino reducir la literatura a su valor de cambio en el campo cultural.

¿A qué autores nacionales consideras que es necesario recuperar, releer?

Como te decía, creo que Palacio es una deuda pendiente, el desafío debería ser leerlo sin seguir demostrando infinitamente lo rupturista que fue y cómo nos representa su vanguardia a escala continental. Humberto Salvador es otro enorme escritor ecuatoriano del que casi nadie habla, y cuando lo mencionan es de nuevo para sacarle brillo a este nacionalismo estético que no hace más que reducir unas obras muy heterogéneas y potentes a su capacidad de hacernos sentir importantes. La literatura no es importante, algún día tendremos que entenderlo. Pero más allá de esto (podría hablar también de algunos relatos de César Dávila, algunos de Adalberto Ortiz, de José de la Cuadra en su costado no tan realista, etc.), creo que es hora de ponernos en contacto también con algunas obras que no son nacionales y que aquí se leen muy poco. Obras que vuelven a pensar algunas formas del fragmento, de la deriva; la “contaminación” del relato con lo autobiográfico, lo confesional, lo visual y que aquí hemos pasado por alto olímpicamente. W.G. Sebald, Robert Walser, Joao G. Noll, Cynthia Rimsky, Daniel Sada, Hernán Arias. Te estoy hablando de autores de distintos lugares y de generaciones diversas que trabajan algo que aquí aún casi ni tomamos en consideración: la idea de que la literatura no se reduce a ese formalismo ideológico que tiene como moral máxima el cumplimiento de las reglas de los géneros. A veces creo que nuestro único norte es la Poética de Aristóteles, sobre todo cuando leo críticas o veredictos de concursos (un ejercicio masoquista al que me he venido haciendo asidua de un tiempo acá). Por eso te decía antes: tenemos que dejar de ser tan nostálgicos.

¿Tienes algún canon de lectura?

No soy muy afecta a la idea de canon. Para mí, la literatura tiene que ver con el deseo y los afectos más que con otra cosa. Descreo de la idea de perfección y de ejemplo, de regla. Me cuesta mucho pensar en la literatura en esos términos porque en mi vida ha sido más bien un agente liberador (una vez más, trato de suprimir cualquier moralidad de esta idea). Leyendo y escribiendo he encontrado zonas propias que no conocía y que me siguen resultando extrañas aunque entrañables. Para mí, leer y escribir tiene que ver con la comunicación imposible, con afectos lejanos, con la gente con la que ya no puedo hablar más: es un diálogo infinito del deseo con todos sus objetos imposibles. La vida está llena de silencios forzados y, para mí, la literatura es el modo discreto de decirlo todo (incluso en el silencio, no hay silencio más elocuente que el literario); y a riesgo de sonar mística, creo que todo lo que se dice, así sea del modo lateral y misterioso de la literatura, llega a escucharse. Entonces son los textos que me han puesto en comunión con afectos perdidos o con lo que me es desconocido de mí misma sin revelarlo o explicarlo, los que constituirían, en todo caso, mi “canon”: Saer sin duda, el día que leí La mayor definitivamente mi vida cambió y tal vez ahí entendí a cabalidad hasta qué punto una superficie de palabras puede conmocionar todo mi sistema de creencias y valores en general; Melville, la poesía de Pessoa, la de Ashbery, la de Baudelaire, la de Pavese. Sebald me conmueve profundamente y está muy presente siempre cuando escribo. Y Deleuze y Blanchot: el modo en que me conmueven algunos de sus textos cada vez me abisma. Barthes: cuando leí en su ensayo Chateaubriand: vida de Rancé la frase: “La metáfora, cuando estalla, ilumina sin actuar”, me di cuenta de la potencia revulsiva de la escritura crítica cuando se despoja de sus prejuicios y cuando se desprende, como sin intención, como sin darse cuenta, de su impulso hacia el conocimiento. Cuando leí Sobre verdad y mentira en sentido extramoral de Nietzsche, mi vida, de nuevo, empezó a ser otra. Ya no me pude desprender de la imagen del animal perdido entre galaxias y sistemas solares infinitos que, en el suspiro que es su existencia, cree poseer algo, cualquier cosa, la verdad. Por eso no tengo canon: porque no entiendo la literatura como otra cosa que como accidentes prodigiosos en el mapa afectivo de mi vida, la posibilidad de un encuentro.

Estás trabajando en un libro de ensayos que verá la luz el próximo año, ¿podrías adelantarnos de qué va?

Es un libro un poco híbrido, en principio de ensayos pero que ha ido mezclándose un poco con el relato, la autobiografía y la crónica. Recorro en él un itinerario sobre todo sentimental y afectivo, un itinerario de lecturas y de recuerdos queridos. Me produce un poco de pudor porque implica una exposición, para mí, significativa, y siempre, en estas situaciones, me pregunto a quién podrían interesarle las reflexiones y la escritura de una persona cualquiera, como yo. Luego matizo todo eso al recordar que algunos de mis libros favoritos tienen que ver con los movimientos discretos, en el polo opuesto a la grandilocuencia, de personas comunes. El libro fue idea de mi querida editora y amiga, Karina Sánchez de la librería Tolstoi, que ha sido excesivamente generosa conmigo al punto de proponerme esta publicación y apostar a ella sin tener casi ningún material concreto previo. Estoy muy agradecida. En abril lo publicaremos y al mismo tiempo (te lo cuento casi antes que a nadie) saldrá mi primer libro de cuentos, con Ruido Blanco.

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