OCT
27
2009
La desmesura
La exageración, la inflación de la indignación moral de parte de muchos inmorales o la retórica descoyuntada que define al actual gobierno como “fascista”, son expresión de la decadencia política de la Argentina.

¿Qué nos pasa? O, ¿qué le pasa a este país? Son dos maneras significativamente distintas de formular un mismo interrogante: ¿dónde está el núcleo de la intolerancia argentina? ¿En todos nosotros o en un modelo social que ha deformado la práctica política y que ha conseguido el virtual milagro de mantener a una nación provista de grandes recursos materiales y humanos en un estado de permanente disgusto, de rencorosa aversión por la singularidad del otro?

Nos inclinamos por la segunda hipótesis, aunque hay que convenir que, en mayor o menor medida, el sayo nos cabe a todos. Pero en los últimos tiempos la proclividad nacional al desasosiego y a la agresión gratuita se ha exacerbado. Temas como las retenciones a la agricultura o la ley de medios –que defendemos con categórica certeza- debieron ser objeto, de parte de la oposición, de una recusación menos extrema y provocadora, menos venenosa y oportunista, y algo más provista de criterio. El tono alzado que se empleó para golpear al gobierno arrastró a una masa de opinión que exteriorizó su animadversión no tanto respecto de las medidas por sí mismas sino hacia la autoridad que las tomaba. Que esta presenta puntos flacos, que está a gran distancia de cumplir los deseos anejos a los postulados que los movimientos populares han tenido en el pasado en la Argentina, es cosa que no ofrece duda. Pero la histeria que envolvió a grandes sectores de la clase media –que no tienen intereses creados en el campo y que sólo pueden salir favorecidos del ensanche del espectro radiotelevisivo que la ley de medios aporta- no venía de allí y no tiene otra explicación que la ignorancia de los procesos que han hilvanado la existencia de los argentinos.

Esos sectores nos brindan el espectáculo del pensamiento colonizado, de una subcultura inducida a machamartillo durante largas décadas en amplios sectores de una población demasiado propensa a una percepción superficial de las cosas y a una autosatisfacción que se nutre, más que de sus propios logros, de la creencia en su superioridad sobre los desposeídos, que se encontrarían donde están no como consecuencia de habitar un país fallido, sino como resultado de sus propias faltas.

Este es el caldo en el cual se cultiva lo peor de la pulsión reaccionaria y antidemocrática que, aunque se vista con las galas de una democracia de aparato, padece de ese racismo social que suele encontrarse en los sectores pequeñoburgueses que se enorgullecen de la ínfima diferencia que los separa de los sectores proletarios y que sienten mucho más pánico ante cualquier posibilidad de igualación con estos, que rencor por el puesto subordinado en que se encuentran respecto de las élites que manejan el poder.

Ahora bien, si tuviésemos una sociedad algo más centrada, el rol de quienes presuntamente ejercen la representación de esos sectores de oposición debería ser el de inducirlos a un discurso racional. Se trataría de exteriorizar las diferencias con los proyectos oficiales sin forzar el discurso poniéndolo al rojo vivo con denuncias que están tan apartadas de la verdad que uno siente vergüenza ajena cuando escucha a quien las profiere. Elisa Carrió, que había surgido en la segunda parte del menemato como una creíble vocera contra la corrupción que corroía el país y en ese instante lo desposeía de todas sus reservas, ahora mantiene el mismo encendido tono apocalíptico frente a un gobierno que, con todos sus defectos, está a años luz de la degradación de aquel período; gobierno que intenta reconstruir las facultades públicas y que es expresivo de una corriente latinoamericanista que tantea con dificultad un camino.

Ese esquema oposicionista no es novedoso en la Argentina moderna. Es la matriz con la que se estamparon los brutales movimientos reaccionarios que acabaron con Hipólito Yrigoyen y con Juan Domingo Perón, en 1930 y 1955, respectivamente. Los demócratas de aparato promovieron un gran batifondo en esa época agarrándose de las facetas discutibles o pecaminosas que podían arrastrar esos dos grandes movimientos de masas, para excitar de esa manera a los sectores susceptibles a su prédica y proporcionar con estos el basamento para unas intervenciones militares que desde entonces no cesaron hasta 1983. Tirando de los hilos estuvo –y está- el viejo sistema oligárquico que se resiste a morir y que tiene como inspiración la utopía reaccionaria de volver al país de la especulación financiera, las vacas y las mieses. O de la soja transgénica, como es el caso del presente.

Hay ahora una diferencia capital, sin embargo, respecto de lo que acontecía por esos años. En esa época la oligarquía podía contar con segmentos de las Fuerzas Armadas para promover el derrocamiento de las autoridades constitucionales. En especial porque estas, por las causas que fueren, eran demasiado tímidas para ensayar una defensa contundente contra los facciosos. Hoy las Fuerzas Armadas, si bien existen y conservan, aun en el estado de latencia en que se encuentran, los recursos necesarios para imponer el orden en la calle, están escamadas y nada dispuestas a dejarse utilizar una vez más. El repudio social por la experiencia de la última dictadura, por otra parte, erige una barrera casi insalvable para la reedición de un experimento autoritario de derechas.

El país de hoy condensa así, una vez más, el rasgo tal vez más distintivo de la historia argentina de los últimos 80 años: el impasse. Porque el estancamiento argentino se debe en gran medida en la incapacidad para vencerse que padecen nuestros actores sociales. El establishment conserva en sus manos el aparato económico y financiero, pero no puede terminar de imponer su proyecto porque este contraría de tal manera el movimiento de las cosas que sólo puede acabar en catástrofe. En cuanto a las fuerzas que deberían reemplazar a aquél carecen de una vertebración ideológica intransigente, han perdido buena parte de su capacidad de incidencia económica por efecto de la desindustrialización y además están muy mediatizadas por el facilismo de no pocos dirigentes, que confunden la política con las oportunidades de proyección personal y, en suma, no están convencidos o interesados en promover un cambio a fondo.

Esta condición gaseosa, blanduzca, desprovista de energía, envuelta en el más descarado oportunismo, es también el fruto de 80 años de enfrentamientos sin resolución clara. ¿No sería entonces oportuno que comenzara a generarse un proceso de revolución cultural que nos reconecte a la comprensión de nuestra historia y sea capaz de generar una síntesis que depure las contradicciones que nos surcan con una intelección abarcadora del pasado? Entender que la psicología de las guerras civiles de la organización nacional no puede transferirse al presente sería un buen punto por donde empezar. Somos hijos de un proceso histórico defectuoso, pero ese proceso está ahí. No lo podemos remediar, pero sí lo podemos reorientar para poder seguir creciendo. La histeria desplegada en los últimos tiempos de parte de los personeros –oficiales u oficiosos- del establishment debería dar lugar a una comprensión menos oportunista de las cosas. En especial porque no hay lugar para ninguna reversión dramática que vuelva las cosas al estado que tenían. ¿Los políticos radicales y del peronismo “disidente” no se lo preguntan? ¿Para qué tanto empeño por volver a los ’90 cuando sabemos en qué remataron?

Estamos entrampados en una riña de la cual sólo podemos salir admitiendo que el país debe cambiar, que no es cuestión de protagonismos sino de trabajo al servicio de grandes políticas de Estado. Estas no pueden surgir por sí solas; requieren de la colaboración de todos y de un trabajo de hormiga que vaya resolviendo los problemas puntuales con la vista puesta en ese objetivo superior. La desmesura de la reacción de parte de los monopolios y las corporaciones que se sienten afectados en sus intereses no debe encontrar un eco propiciador y oportunista en el ámbito político. ¿Cuánto hay de verdad en esta actitud? ¿Y para qué sirve?

A falta de cuarteles en los cuales golpear, el sistema y los formadores de opinión que resguardan sus intereses, han intentado un golpe mediático. Les fracasó. Ahora ponen su esperanza en la renovación del Congreso, fruto de las elecciones del 28 de junio, y en la posibilidad de que con la nueva composición de la legislatura puedan poner palos en las ruedas del actual gobierno. Son un frente heterogéneo y confuso, sin embargo, y no pueden dejar de poner en evidencia que lo que los aproxima es también lo que los divide; esto es, un desmesurado apetito de poder.

Enrique Lacolla
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