Ana Laura Magaloni / Constitución y demo
Una de las características de los sistemas democráticos maduros es que la Constitución es una norma que muy rara vez se reforma. En principio, el texto constitu
Ana Laura Magaloni Kerpel

Ana Laura Magaloni / Constitución y demo

Una de las características de los sistemas democráticos maduros es que la Constitución es una norma que muy rara vez se reforma. En principio, el texto constitucional expresa un conjunto de acuerdos políticos y valores básicos propios de un régimen democrático: división de poderes, elecciones periódicas, derechos fundamentales y poco más. Esos acuerdos son los cimientos del régimen político y la forma de gobierno y, como tales, deben perdurar a lo largo del tiempo. Para que ello sea posible se requiere, al menos, de dos elementos básicos. En primer término, que los preceptos constitucionales sean lo suficientemente genéricos y abstractos como para que puedan existir distintos proyectos de gobierno compatibles con ellos. El legislador no es propiamente un ejecutor de la Constitución, sino un poder que actúa libremente dentro del marco que ésta establece. La Constitución, por decirlo de algún modo, define el tamaño de la cancha del juego, pero son las distintas fuerzas políticas, las cuales cambian a lo largo del tiempo, las que determinan sus estrategias y movimientos dentro de esa cancha y el resultado final de cada partido. En segundo lugar, la pretensión de permanencia de la Constitución exige que los jueces constitucionales tengan claro que sus criterios de interpretación deben moverse al ritmo de los cambios políticos y sociales del país, de lo contrario, la única manera de echar abajo la jurisprudencia constitucional equivocada u obsoleta es reformando la Constitución. Si estos dos elementos se cumplen, entonces la Constitución puede llegar a convertirse en un sólido basamento jurídico de la democracia y del desarrollo institucional.

La reforma constitucional en materia electoral es un claro ejemplo de qué tan lejos está la Constitución mexicana de satisfacer esas características básicas que la dotan de permanencia y la hacen ser una norma fundacional en el sentido amplio de la palabra. El texto de la reforma dista mucho de esas características de generalidad y abstracción que distingue a los preceptos constitucionales. En México es una práctica aceptada legislar en la Constitución. No me imagino un país con una democracia consolidada en donde la Constitución establezca las fórmulas para determinar los montos de financiamiento público a los partidos, el número exacto de días que deben durar las campañas electorales, o el número de minutos por hora que los partidos políticos pueden hacer uso de la radio y la televisión. Ello, en un país en donde las instituciones funcionen, sería materia de la legislación electoral, no de la Constitución.

La razón es bastante simple: insertar este tipo de cuestiones en la Constitución, en términos políticos, significa sacarlas de la cancha del juego, hacerlas intangibles para el debate legislativo y, por lo tanto, también para los ciudadanos que con sus votos determinan la composición de parlamento. Para modificar cualquiera de estas cuestiones se requiere de acuerdos políticos extraordinarios, en donde, por definición, dado el proceso agravado de reforma constitucional, la minoría pesa más que la mayoría. En el caso de México, una tercera parte más uno de alguna de las Cámaras tiene la posibilidad de vetar cualquier cambio. También lo pueden hacer 50 por ciento más uno de las legislaturas estatales.

Quizá hay quien piense que es irrelevante que la reforma electoral quede en la Constitución o en la ley y que lo que realmente cuenta son sus aciertos y desaciertos. Sin embargo, yo creo que no es trivial para la calidad de la democracia mexicana que se opte por legislar en la Constitución. Por poner un ejemplo: el hecho de que se hayan insertado en la Constitución, y no en la ley, las nuevas fórmulas para determinar los montos del financiamiento público de los partidos hace que la demanda ciudadana de que se reduzca el costo de la democracia quede fuera de la cancha del juego. Lo que ya se logró es una reducción importante, pero lo que ya no va a suceder en mucho tiempo es que los partidos políticos nos cuesten cada vez menos. En este sentido, cuando se legisla en la Constitución lo que se está haciendo es reducir el tamaño de la cancha del juego y con ello se limita la posibilidad de que el resultado de los procesos electorales tenga el impacto deseado en el quehacer de los poderes públicos.

En el caso de la reforma electoral, la Constitución debería haber definido los principios generales del régimen electoral (i.e. prohibición a los partidos de contratar por su cuenta espacios de radio y televisión) y, a la vez, debería haber establecido límites o topes máximos a cuestiones como el financiamiento público de los partidos, número de spots en radio y televisión o tiempo de duración de las campañas electorales. Con ello, en la cancha del juego se podría haber seguido discutiendo cómo continuar reduciendo el costo, en tiempo y dinero, de los procesos electorales en México. Sin embargo, el Senado optó por no dejar el menor espacio al legislador para siquiera debatir estas cuestiones en el futuro, ya que fijó en la Constitución las reglas y no los límites. Con ello, la posibilidad de que nuestros votos cuenten para definir la agenda legislativa en relación al costo de los procesos electorales será cada vez menor.