Masculino y deleznable

Mauricio Rubio
15 de marzo de 2018 - 05:00 a. m.

Son pocas las feministas que aceptan la biología o la etología, disciplinas indispensables para entender la naturaleza humana. 

Cuando la psicología evolutiva divulgó la teoría sobre diferencias naturales en las sexualidades, un argumento básico fue la comparación entre el óvulo y el espermatozoide. “Lo que define el sexo biológico es el tamaño de las células sexuales. Los grandes gametos femeninos son relativamente estables y vienen cargados de nutrientes. Los pequeños gametos masculinos están dotados de movilidad y nadan rápido”. Los primeros, muchísimo más valiosos, explicaban la cautela femenina; los segundos, insignificantes, se asociaban con un irresponsable y suicida gusto por la competencia.

Con el reciente afán femenino por emular a los machos, los óvulos “luchan por ser los elegidos. La diferencia con el esperma no es tan grande como suele creerse… En el caso de las mujeres también hay numerosos gametos que libran una dura batalla interna para ganarse el derecho a engendrar”. Lo anterior a pesar de que la producción de espermatozoides puede alcanzar millones por hora y su tamaño es cientos de veces inferior al del óvulo. En aras de la igualdad, da lo mismo zancudos que jirafas.

La enorme inversión femenina no termina con los óvulos: siguen embarazo, lactancia y crianza. En algunas especies -grillo mormón, caballo de mar o rana venenosa panameña- el esfuerzo de las hembras es menor y los machos son más selectivos. El sexo define diferencias anatómicas y fisiológicas pero también predisposiciones distintas ante la reproducción.

A principios del siglo XX, la bióloga Nettie Stevens trabajó en el zoológico donde Theodor Boveri había recogido huevos de erizo para identificar cromosomas. Boveri mostró que las células con cromosomas alterados no se desarrollaban normalmente y que los determinantes biológicos del sexo se encontraban al interior de estos. Stevens escogió un organismo simple, el gusano de harina, y encontró que, de un total de 20 cromosomas, uno solo determinaba el sexo. En las hembras había diez pares iguales mientras que en los machos dos no coincidían: uno era más pequeño que el otro, pero definía el sexo. Stevens propuso una teoría simple: el esperma puede ser de dos formas, masculino o femenino. Si el primero fertiliza el óvulo, el embrión será macho, si no, será hembra.

Edmund Wilson, colaborador de Stevens, llamó al cromosoma macho Y y al otro X. Así, las celulas femeninas son XX y las masculinas XY. Un corolario de estos hallazgos fue que si el cromosoma Y contenía toda la información para producir un macho, entonces debería portar “genes de masculinidad”. Inicialmente, se esperaba encontrar que decenas de ellos estaban implicados puesto que el sexo conlleva innumerables características anatómicas, fisiológicas y psicológicas. Se pensaba que era imposible que un sólo gen pudiera contener tanta información.

La genética mostró luego que el cromosoma Y es particularmente inhóspito para los genes. A diferencia de todos los demás, el Y es un pobre solterón, sin pareja, que no puede copiarse ni duplicarse y deja indefensos todos los genes a su cargo. Una mutación en cualquier otro cromosoma puede repararse o copiarse; en el Y no existe esa opción: “está marcado con los daños y las cicatrices de la historia. Es el lugar más vulnerable del genoma humano”.

Como consecuencia del permanente bombardeo genético, hace millones de años el cromosoma Y empezó a desperdiciar información. Los genes valiosos para la superviviencia fueron recombinados en otros lugares del genoma donde podrían estar mejor protegidos. Ante la pérdida de información, el mismo cromosoma Y fue achicándose hasta llegar a ser el más pequeño, “la víctima de la obsolescencia planeada, destinada a una convalescencia solo masculina donde puede desaparecer”

La figura utilizada hace décadas para destacar las precauciones instintivas de las mujeres  antes de permitir que sus valiosos óvulos sean fecundados por minúsculos y desechables nadadores compitiendo debe complementarse con la del pobre, atípico y solitario cromosoma Y, esa minúscula cosita deleznable que acaba definiendo quien será hombre. “El símbolo de la masculinidad es de todo menos fuerte y duradero”.

Tranquilzaría pensar que esa deplorable combinación de millones de espermatozoides muriendo en el intento con lastimosos cromosomas Y, chichipatas en vía de extinción, no afecta la psiquis masculina. Camille Paglia, historiadora del arte y darwinista, sugiere lo contrario: “la sexualidad masculina es inherentemente maniaco depresiva. Los hombres viven en estado constante de ansiedad, padeciendo el hormigueo de sus hormonas. Deambulan por el mundo buscando satisfacción, con antojo y desprecio, nunca satisfechos. No hay nada en esa angustiosa dinámica que las mujeres puedan envidiar”. La Paglia y Margarita Rosa de Francisco, también lúcida feminista, entendieron bien ese “terror primario”, ese atávico y visceral pánico varonil ante la sexualidad femenina, cuyo poder “raya con lo mágico”.

* Facultad de Economía, Externado de Colombia

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