Feminismo, biología y vejez

Mauricio Rubio
16 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

El ineludible decaimiento físico que provocan los años es una realidad que le pasó factura a una generación de activistas sin polo a tierra.

Re-encantar la vejez, un crudo y conmovedor ensayo de Rose-Marie Lagrave sobre la vejez feminista, fue publicado en 2009 pero no pierde vigencia: la ha afianzado con otra década sobre los hombros de las militantes del 68 y extendido a sus pupilas.

Esta socióloga francesa, que citaré extensivamente, alude a dos series de fotografías del holandés Erwin Olaf. Una, Mature, causó revuelo y escándalo por “la confusión que suscitan en las representaciones habituales de la vejez unas ancianas que desean y son deseables”. En Colombia, 12 cincuentonas posaron desnudas en 2006 para el calendario Mujeres sin fecha de vencimiento con fotos de Dora Franco. La feminista reconocida del grupo aclaró que la audacia nada tenía que ver con la seducción: era un acto político, para “romper los estereotipos de la belleza comercial” y de paso, anoto yo, mandar el mensaje de que la juventud es irrelevante.

Lagrave destaca el contraste con otra serie del mismo Olaf que caricaturiza hombres seniles “preocupados por fornicar de manera depredadora, como si la vejez fuera para ellos solo una erección eterna”. Es a partir de ese contraste que Lagrave propone acercarse a la vejez para observar y analizar “el tratamiento diferencial de las sexualidades según el género” y, también, para criticar ideas dominantes. Recuerda cómo las feministas del 68 lucharon prioritariamente por distintas formas de apropiarse de su cuerpo –consentimiento, contracepción, aborto– rechazando la biología y la “medicalización”. Sin embargo, “cuando el cuerpo se vuelve dependiente y se escapa al autocontrol” aparece el silencio feminista.

En una sociedad cuya población envejece de manera diferencial por género, con mayor esperanza de vida femenina, las mujeres acaban siendo no solo más numerosas sino “más pobres y más solitarias, porque el envejecimiento acentúa las desigualdades”. La especificidad por sexo en problemas de salud, por ejemplo, es apreciable. Paradójicamente, esta realidad social sexuada la pasa por alto el feminismo que “deja la vejez a cargo de las políticas sociales y familiares”. Es como si “el movimiento hubiera luchado por elegir si dejar o no nacer para, simultáneamente, dejar envejecer y morir”.

Algunas feministas han reflexionado sobre el paso de los años, pero “eso nada tiene que ver con la lucha colectiva de toda una generación cuya juventud fue feminista”. Una de las princiales labores de ese movimiento fue la “deconstrucción social de las desigualdades de género y desafiar el reflejo de atribuir a causas biológicas o anatómicas… las desigualdades históricas, antropológicas y sociales entre hombres y mujeres”. Siguiendo esa lógica, el proceso de desnaturalización debería llevar a desconocer la realidad del envejecimiento biológico que, además, difiere entre sexos.

Con los años, y de manera más marcada que los hombres, cuyos activos para el flirteo fenecen más lentamente, e incluso se pueden valorizar con el patrimonio acumulado, algunas mujeres sienten irremediablemente afectados dos de sus más apreciados atributos, juventud y belleza. El feminismo tercamente niega esta realidad milenaria, desconociendo historia, arte, literatura, colosales actividades como la moda o la estética y, sobre todo, la biología.

Aupadas por la cruzada puritana, una fracción importante de mujeres, molestas hasta con el contacto visual masculino en público, renuncian al deseo, como anticipando la vejez. “Ya no es para mí, hay una edad para todo”, han sido según Lagrave expresiones otoñales de miedo a la intimidad con efectos similares a la desconfianza generalizada de hoy. Los hombres, ya viejos, “continúan en el mercado sexual” así sea con fármacos. “La edad no perturba un deseo masculino que ignora los efectos generacionales al seducir a las más jóvenes”, incluso pagando. Los datos colombianos muestran que solterones, separados y viudos acuden a prostitutas mientras que sus contrapartes femeninas abandonan el sexo.

Por fortuna existe un grupo creciente de feministas científicas: biólogas, médicas, neurólogas… Esta generación, educada con teorías contrastables y sin prejuicios doctrinarios, pregona que las diferencias naturales entre sexos “deben aceptarse con franqueza, en lugar de predeterminar cuáles son correctas”. Saben que ignorar la ciencia no acabará con el sexismo y que corregir cualquier manifestación del machismo requiere, más que activismo voluntarista con generalizaciones, evidencia empírica y un diagnóstico focalizado, riguroso, como cualquier dolencia física.

Las feministas modernas que reconozcan la biología, la naturaleza humana y sobre todo la selección sexual posarán tranquilas ante una cámara a cualquier edad. Si buscan seducir, lo aceptarán sin disculpas militantes ni angustia por el fantasma del acosador patriarcal que las cosifica. Tampoco se indignarán con la advertencia de aquel poeta aguafiestas, “¡que se nos va la pascua, mozas, que se nos va la pascua!”, ni siquiera con su versión millennial femenina: “Estoy en mis años más cogibles y lo único que me coge es la tarde”.

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