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Cultură

Les Blank

Tanto la vida como la trayectoria profesional de Les Blank merecerían que se les dedicase un libro, o tres, no sólo una enclenque entrevista en un número de una revista. Pero eso es, me temo, todo lo que ahora mismo os podemos ofrecer. Tendrá por tanto...

Tanto la vida como la trayectoria profesional de Les Blank merecerían que se les dedicase un libro, o tres, no sólo una enclenque entrevista en un número de una revista. Pero eso es, me temo, todo lo que ahora mismo os podemos ofrecer. Tendrá por tanto que valeros este humilde presente del que os hacemos entrega para que os hagáis una idea de la importancia de Blank, uno de los más originales documentalistas que hayan surgido desde que los cineastas empezaran a prestar atención al género documental.

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Decidimos centrarnos en tres films suyos que encontramos especialmente atractivos.

The Blues According To Lightnin’ Hopkins

(1969) es un retrato del legendario bluesman, filmado en su hogar en Texas con una distensión y proximidad que hacen sentir al espectador como si fuera uno más de los compinches de Lightnin’. En

Hot Pepper

(1973) se da el mismo tratamiento al músico criollo Clifton Chenier, su familia y círculo de amistades. De nuevo, una película que logra que uno se sienta

born on the bayou

aunque nunca haya estado a menos de dos mil kilómetros de distancia. Y asimismo está

Burden Of Dreams

(1982), el legendario documental, rodado in situ, sobre la violenta, caótica, exultante de vida

Fitzcarraldo

, la película de Werner Herzog. De los indígenas cabreados a los mortales rápidos del río, sin olvidar las diatribas contra la naturaleza de Herzog y, por supuesto, los rabietas que le daban al amigo Kinski,

Burden Of Dreams

lo muestra todo y se erige en uno de los más grandes testamentos que hombre alguno haya levantado en honor de la creación artística.

Salen a colación en la entrevista algunas cosas sobre

Werner Herzog Eats His Shoe

(1980), cuyo título ya lo dice todo; sobre el músico de las montañas apalaches Tommy Jarrell, a quien arrestaron en el Profundo Sur por posesión de marihuana a comienzos de los 70, y unos cuantos asuntillos más. Parafraseando el título de uno de sus films, la de Blank ha sido, sin duda, una vida bien empleada.

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Vice: En sus planes no entraba ser cineasta, ¿verdad? No era su aspiración cuando era niño.

Les Blank:

Yo quería ser pescador, o jugador profesional de béisbol o fútbol americano, pero en noveno curso desarrollé un gran interés por la biología.

Ah, bien.

Sí, me interesaban las serpientes, los reptiles, los bichos… Empecé a leer sobre gente como Raymond Ditmars, responsable del zoo del Bronx. Crecí en Tampa, Florida, y no tardé en trabar amistad con los artistas del circo que iba allí todos los inviernos.

Todo un sueño para un niño.

Me hice muy amigo de las personas que estaban a cargo de la carpa de los reptiles. Me daban 25 centavos por cada rata que capturara para alimentar a los animales.

¿Cuántos años tenía entonces?

Alrededor de trece. Más tarde mi hermano se hizo cirujano cardiovascular, yo estaba muy influenciado por él y pensé, “¿Por qué no estudiar cirugía cerebral?”. Esa era mi intención cuando ingresé en la Universidad.

La de Tulane, en Louisiana.

Sí. Pero suspendí química.

Vaya.

Sí. Verás, mis estudios habían transcurrido en un colegio masculino; eso fue años antes de que se impusiera la educación mixta. Estaba bastante reprimido cuando llegué a Nueva Orleans, un lugar lleno de tentaciones.

¡Mucho!

Los bares del Barrio Francés no tenían cerradura en la puerta delantera porque estaban abiertos las 24 horas.

¿En qué año llegó a Nueva Orleans?

En 1954 o así.

Por aquel entonces tendría 18 ó 19 años, imagino.

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Probablemente 18. Y me interesé además por el rhythm and blues, por la música de las personas de color. Gente como Little Richard y Fats Domino.

Aquello tuvo que ser fantástico.

Muchos de ellos vivían en Nueva Orleans. Yo iba a verles a los bares, y también les veía cuando venían a actuar a las fraternidades del campus. Mis estudios se fueron al garete con tanta fiesta y suspendí química. Y sin química no se llega muy lejos en la asignatura de ciencias.

¿Qué hizo entonces?

Leer me gustaba desde niño. Leía mucho, autores como Joseph Conrad. Me atraía la posibilidad de hacerme escritor, de modo que me puse a escribir relatos y poemas que intenté que publicasen revistas punteras como

Harper’s Bazaar

,

Atlantic Monthly

… No se me ocurrió acudir primero a la revista literaria local,

French Quarter

.

Y no le salió bien…

No entendía por qué todas rechazaban mis escritos.

¿Qué clase de escritura practicaba? ¿Era Conrad una fuente de inspiración?

Mis poemas eran una especie de imitación de Conrad y de Ernest Hemingway. Cuando llegué a una edad adulta y acumulaba ya una montaña de notas de rechazo, pensé que puesto que no estaba triunfando como escritor más me valía aprender a ganarme la vida, y que lo mejor sería graduarme y aprender a ser profesor de literatura.

Una opción decente y noble.

Me inscribí en Berkeley, pero no tardé en sentirme asfixiado por el rigor académico. Había una clase en la que estudiábamos únicamente la métrica de los versos de Milton. Todo aquello me resultaba soso y estéril, no estimulaba esa parte de mí que encontraba interesante el estudio de la literatura. Lo dejé al cabo de unos meses. Y atravesaba además problemas personales, un matrimonio que se fue a pique y, uh, una paternidad.

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Una época turbulenta.

Mucho. Me vi incapaz de conseguir empleo. El peor insulto llegó cuando intenté emplearme como cobrador de facturas. Insistieron en que debía hacer un test de inteligencia, lo hice y no lo superé. Fallar en aquel test, que era prácticamente infantil, me dejó consternado. Se me ocurrió que tal vez la ansiedad y la depresión estaban afectando a mis neuronas, y eso me dejó aún más deprimido. Fue entonces cuando vi en una cartelera la imagen de un caballero con armadura, con la espada alzada y a lomos de un caballo encabritado.

Imagino lo que viene a continuación…

Tras el caballero volaba un reactor caza. El lema decía, “Graduados, vosotros podéis ser los gladiadores, los cruzados del futuro”. Algo por el estilo.

Lo que me imaginaba.

“Únete a nuestro programa de aviación, conviértete en oficial y vuela en tu propio jet”. Me pareció algo curioso de hacer. Fui a su oficina, hice el test de inteligencia y lo pasé con nota alta. Me dijeron que volviera más adelante para hacerme unas pruebas físicas, que también superé, y después que acudiese de nuevo para una entrevista de tipo personal. “Eso sí que no lo voy a superar”, pensé, pero probablemente les gustó que yo hubiera tenido tantos problemas con la policía durante mi estancia en Nueva Orleans.

¿Qué clase de problemas?

Era demasiado autoindulgente y cometía estupideces. Destruir mobiliario urbano, negarme a moverme de un sitio…

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Las cosas que trae el alcohol, ¿no?

Exacto. También me metía en peleas. Tenía un largo historial de incidentes y los militares estaban intrigados. “Nos gusta que nuestros pilotos meen vinagre”, me dijeron.

¡Ja, ja! Conozco esa frase. Parece que buscan rebeldes.

Al enterarse de que había jugado al fútbol en Tulane, uno de los oficiales me dijo, “Bueno, ahora ya no hay dudas. Estás admitido”. De camino a la academia de aviación de Florida pasé por Nueva Orleans y llamé a un amigo que estuvo en el departamento de teatro de Tulane. Salimos a tomar unas cervezas, me preguntó qué había estado haciendo últimamente y le respondí que había visto una película de Ingmar Bergman, que estaba entusiasmado con ella y que me gustaría hacer algo así pero no tenía ni idea de por dónde empezar.

¿Qué película era?

El Séptimo Sello

. Se acababa de estrenar y yo no había visto nunca nada semejante, de modo que le dije a este profesor amigo mío que me gustaría probar a hacer cine. Él me respondió, “Bueno, el próximo semestre empezamos un programa nuevo de escritura de guiones. Al final se obtiene un título. Puedes aprender a escribir obras de teatro, después guiones para la televisión, y más adelante trabajar con actores”. Me sonó bien y le dije al ejército que renunciaba.

¿Así de sencillo?

Sí, por aquel entonces lo era. Todavía no había hecho juramento, sólo me habían dado órdenes de presentarme en la academia. Estaba de camino pero no había jurado aún. No me convertí en piloto aéreo por apenas un par de horas.

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Esa decisión bien podría haber salvado su vida.

Este episodio sucedió justo entre la guerra de Corea y la de Vietnam. Sí, quizá me la salvara.

¿Le resultó útil el curso de escritura de guiones?

Me sentí como pez en el agua. Disfruté mucho con el teatro, con la actuación. Escribí varias obras de un acto y una de tres actos para mi tesis. Mi amigo el profesor redactó para mí una encendida carta de recomendación que hizo llegar a las escuelas de cine de UCLA y USC. Fue la USC la que me aceptó, con una beca completa.

Cojonudo.

Estudié allí dos años pero no me concedieron beca para un tercero. Mi segunda esposa estaba embarazada y eso me dejaba fuera de la lista. También la dejaba a ella sin posibilidad de trabajar, así que tuve que buscar algún modo de seguir poniendo un plato en la mesa cada día.

Lógico.

Me puse a buscar empleo y acabé trabajando para unos cineastas del área de Los Angeles especializados en films industriales y educativos. Con ellos aprendí los rudimentos del rodaje de películas de no-ficción bajo condiciones reales; por ejemplo, cómo obtener iluminación. Necesitas mucha luz cuando filmas con película de 16 mm. Yo dirigía, rodaba y, si era necesario, me encargaba de la grabación del sonido. Después lo editaba todo y me encargaba de la postproducción, de las mezclas de sonido y de cortar el negativo. Me fue muy bien para aprender cómo se conjugan todos los elementos necesarios para crear una película.

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Me gustaría dar un salto y que me hablara de The Blues Accordin’ to Lightnin’ Hopkins, una de las películas de usted que más me gustan. ¿Cómo conoció a Lightnin’?

En Los Angeles había un club de música folk llamado Ash Grove. Allí vi a cantantes de blues como Lightnin’ y Bukka White. Iba con un tipo joven al que había conocido en Texas mientras hacía un film industrial sobre la fabricación de oleoductos. Me invitaron a la inauguración de una exposición de arte y ahí nos conocimos. Le conté lo que había estado haciendo y él me respondió que estaba interesado en introducirse en el mundo del cine. Le dije, “Ven a L.A., trabajarás como ayudante mío. Mi jefe pagará tu salario”. Una noche, en el Ash Grove, me dijo que conocía a alguien en Texas que era dueño de un estudio de grabación y que a su vez conocía a alguien del círculo de Lightnin’ Hopkins. También me dijo que su padre le consideraba un inútil y un hippie pero que estaba dispuesto a correr cn la financiación porque quería ver que su hijo hacía algo de provecho en la vida. El padre, por lo visto, era un acomodado fabricante de zapatos de señora.

Así pues, disponían de algún dinerillo para rodar la película, ¿no?

El hombre le prestó a su hijo cinco mil dólares. De los de 1967.

Una bonita suma.

Unos quince mil dólares al precio de hoy. Durante un concierto de Lightnin’ fuimos a los camerinos con un proyector de 16 mm y una copia de un film sobre Dizzy Gillespie en el que yo había trabajado. Le dije a Lightnin’ que quería rodar una película sobre él y nos preguntó, “¿Cuánto dinero tenéis, chicos?”. “Bueno, unos 5.000 dólares”, respondí, a lo que él dijo, “Bien, eso bastará. Me lo dais y podéis hacer lo que queráis”. Le dijimos que parte de ese dinero lo teníamos que emplear en comprar rollos de película y gasolina para llegar a Texas. Lightnin’ accedió finalmente a cobrar 1.500 dólares: 500 por adelantado en el momento de firmar el contrato, 500 más a mitad de rodaje y otros 500 al finalizar.

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Bien, ¿no?

Estábamos en marcha. Pasamos seis semanas en Houston, donde no nos faltaba alojamiento gracias a nuestros contactos con los

flower children

. Nos daban cobijo y de comer.

¿Tenía alguna idea clara acerca del enfoque del film y de cómo quería retratar a Lightnin’? ¿O lo rodó siguiendo los preceptos del cinéma vérité?

Al principio pensamos en contar su historia recreando su vida desde los 8 años. Fue a esa edad cuando se dio cuenta de que no quería llevar la típica vida de un hombre negro en el Sur.

¿A los 8 años? ¡Vaya!

Pues sí. Blind Lemon Jefferson pasó un día por el pueblo y a Lightnin’ le gustaron su música y sus historias. Todo el mundo contaba historias en aquellos días; si eras un buen

storyteller

, habías triunfado, ya que todos te tratarían bien y te pondrían un plato en su mesa.

Ajá.

Lightnin’ pensó que tendría que dedicar más tiempo a aprender a cantar y menos a trabajar con la azada por cinco centavos al día. Dejó su casa y se fue con Blind Lemon, a quien ayudaba haciendo colecta entre el público durante sus actuaciones.

Buena historia. No la conocía. ¿De modo que su idea inicial era recrear esto?

Sí, empleando a un chico de ocho años para que interpretara al Lightnin’ que empezó con la guitarra tras montarse en el tren de la vida a su paso por el pueblo. Lo deseché porque aquello no era muy bueno. Muy lírico y bonito, demasiado florido. Eliminé de la película todo ese fragmento y me quedé sólo con las partes con

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feeling

.

Es un gran film. Da la sensación de ser una película casera rodada por sus propios protagonistas. ¿Hasta qué punto mantuvo una comunicación con Lightnin’ y sus amigos durante el rodaje? ¿Deseaba que la presencia de usted pasase en lo posible inadvertida, o que fuese patente?

El hermano de Alan Lomax, John, vivía en Houston y era un amante del folk, apoyaba a artistas como Leadbelly. Estuvo de acuerdo en ejercer de intermediario, de ser la conexión entre Lightnin’ y el equipo. Hizo una lista de las escenas que teníamos que incluir en la película y nosotros simplemente las fuimos rodando. Al mismo tiempo, cada vez que veía algo interesante lo filmaba. El primer día grabé prácticamente todo lo que Lightnin’ dijo. No tardó en estar de nosotros hasta las narices.

A decir verdad, me estaba preguntando si algo así llegó a suceder.

Al acabar el día se plantó. Había cantado diez canciones, nosotros lo habíamos filmado todo y Lightnin’ dijo, “Esto es todo lo que hago para un LP, y es todo lo que vosotros necesitáis para vuestra película. Ahora dadme el resto del dinero que me debéis, iros de aquí a toda leche y no regreséis nunca”.

¡Ostras! ¿Y así terminó la cosa?

Casi. Estábamos empaquetando nuestro equipo y a punto de pagarle cuando ví que se estaba divirtiendo con una baraja. Le pregunté qué estaba haciendo y me respondió que estaba jugando a una cosa llamada Pity Pair. “¿Quieres aprender?”, me preguntó, y yo dije que sí. Era un juego parecido al Go Fish o al Rummy. Tienes que emparejar todas tus cartas, y el primero que lo consigue gana y se lleva el dinero. Las apuestas eran bastante altas y en 10 minutos Lightnin’ me había ganado 60 dólares.

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¡Vamos, que picó usted el anzuelo!

Era todo el dinero que me quedaba. Me sentía muy disgustado y a él le parecía la cosa más divertida del mundo. Me dijo, “Ve a que te presten algo de pasta y vuelve mañana a ver si recuperas la tuya”. Me prestaron 20 dólares, regresé y y me volvió a desplumar. Yo estaba cada vez más cabreado y él más feliz. Entonces dijo, “Bueno, ahora ya puedes sacar la cámara si quieres”.

No le cogió confianza hasta que le dejó sin un centavo…

A partir de entonces tuve mucho cuidado de irme cada vez que empezaba a verle cansado o irritado, aunque fuese un poco.

¿Volvió a verle una vez finalizado el rodaje?

Vino a L.A. unas cuantas veces. Siempre que lo hacía salíamos a tomar unas copas y jugábamos al Pity Pair. Una vez le gané, no sé cómo me lo permitió. No se puso muy contento, pero creo que en realidad se dejó ganar porque yo estaba harto de perder siempre y él no quería quedarse sin compañero de juego.

Me encanta también Hot Pepper, su documental sobre Clifton Chenier, y el que rodó sobre los cajunes.

Cuando vivía en Nueva Orleans no había música cajún en la radio. La gente la despreciaba, pensaban que era para paletos, pero de vez en cuando emitían un anuncio de un antiséptico en el que sonaba música cajún de fondo. Me gustaba, era chillona y disonante. Y en mi equipo de fútbol jugaba un chico cajún. Era un tipo excéntrico y con un gran sentido del humor, dos cualidades que a mí me gustaban.

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Los cajunes tienen puntos de vista muy particulares, ¿no cree?

Muchos de ellos sí, en efecto. Poseen una gran vitalidad, una fuerza interior que les lleva a mirar la vida directamente a los ojos. Un día me puse a buscar alguna sala de baile cajún, encontré una y me lo pasé en grande. Todo aquello me causó una gran impresión. Después me enteré de que en Louisiana había negros que hablaban francés, como los cajunes, y que tenían una música autóctona, una versión de la música cajún en la que el blues se mezclaba con losritmos africanos.

Y Clifton Chenier era una leyenda de esta música criolla.

Oí su música, le conocí a él y quise que apareciera en un film sobre Louisiana que yo pretendía hacer; pedía mucho dinero, de manera que primero rodé una película centrada únicamente en los cajunes blancos. Posteriormente solicité la concesión de una beca del National Endowment For The Arts, en cuyo comité estaba el director de

cinéma vérité

Ricky Leacock. Él convenció a los otros de que me dieran el dinero para volver a Louisiana y rodar una película sobre los músicos negros francoparlantes, los criollos.

¿Cómo fue rodar con Chenier? ¿Tuvo que ganarse su confianza, al igual que con Lightnin’?

Chenier, como Lightnin’, había sido estafado muchas veces por tipos blancos que llegaban y le pedían que hiciera esto o aquello y luego nunca le pagaban. Cogió mi dinero, me dijo que estuviera en tal sitio a tal hora para empezar la filmación y nunca se presentó.

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¿Cuánto le había dado?

Lo he olvidado, pero era una buena suma. Nos trasladamos a un pueblo pequeño, a una casa de huéspedes para gente de color, cerca de donde vivía Clifton. Allí tuvimos problemas con la policía.

Problemas relacionados con la política de segregación racial, imagino.

Correcto. Yo quería estar en el meollo de las cosas y pensé, “¿Qué mejor que instalarnos en su vecindario?”

Claro.

Los policías, que eran blancos, se pusieron muy suspicaces. Venían por el edificio y lo registraban todo de arriba a abajo.

Era difícil que se tomaran a bien que correteara por el pueblo lo que debía parecer un puñado de hippies con equipos de filmación.

Eso es. Hacia el final del rodaje me metí en problemas y acabé en la cárcel.

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¿Qué clase de problemas?

Me cogieron fumando un porro en el bayou. Alguien que había tenido una rencilla con un amigo mío le sopló a la policía dónde estaba yo exactamente y lo que estaba haciendo. Fuimos a mediodía, cocinamos carne de cerdo y nos bebimos unas cervezas, después nos echamos a dormir la siesta y, de improviso, nos rodearon y condujeron a la cárcel acusados de posesión de sustancias peligrosas. Todo lo que yo tenía era un poco de hierba en una lata y quizá la mitad de un porro.

Poquita cosa.

Suficiente para ellos para enchironarme. Les dije a los polis que todo lo que teníamos era mío para que dejaran libres a los demás. De camino a la cárcel, uno de los polis me preguntó que, de todos modos, qué diablos estaba yo haciendo allí, con los cajunes. Respondí que había terminado de rodar una película sobre ellos y que ahora quería mostrársela a todos. Me dijo que él era cajún y le propuse que la viera. Recordé la historia de Leadbelly, que estaba condenado a muerte por asesinato y pendiente de ejecución cuando el gobernador, tras oirle cantar, ordenó al alcaide que le soltara. Su voz le libró de ser ejecutado, y creo que eso le pasó dos veces. En eso pensaba cuando le ofrecí al policía ver la película.

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¡Bien pensado!

Él me dijo que presentaría cargos contra mí y después vería la película. “¿Por qué no lo hace al revés? Vea la película y después presente cargos”, le dije yo. Pero no me hizo caso. Iba a presentar cargos por un delito grave de inducción a las drogas porque le había pasado la colilla del porro a uno de mis amigos. Logré convencerle de que la cantidad era minúscula y al final sólo presentó cargos por posesión, que se consideraba una falta. Me contó que al último tipo del Estado al que condenaron por inducción fue sentenciado a 40 años en la prisión de máxima seguridad de Angola, Louisiana.

Hostia puta, ¿la penitenciaría de Angola? Eso equivaldría a una sentencia de muerte.

Sí. El caso es que en la cárcel aproveché para preguntar, “Por cierto, sólo hay una persona de las que aparecen en mi película a la que no he podido localizar, y me gustaría que también él la viera. ¿Por casualidad no estará aquí?” Les dije su nombre y contestaron que sí, que lo tenían allí encerrado. “¿No podría venir para que viera la película con nosotros?” Aceptaron. Fueron a buscarle y le trajeron, vestido con el típico uniforme a rayas de los prisioneros. Y detrás entraron los celadores y hasta el agente de fianzas. Todos eran cajunes y querían ver qué había rodado yo sobre ellos. Es decir, que si no les gustaba, la situación iba a ponerse muy jodida.

Posiblemente el colectivo crítico más importante que haya tenido usted en toda su carrera.

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Sin duda. Y les gustó a todos. El amigo cajún que estaba allí encerrado no dejó de jalear, gritar y reír durante la proyección. Los guardias acabaron por hacer lo mismo, disfrutaron mucho la película y al terminar me dijeron que ya habían presentado cargos, no podían retirarlos, pero que me permitirían salir bajo fianza y me ayudarían a construirme una reputación en el vecindario para no verse ellos en problemas en caso de que yo quedara limpio en menos de doce meses. Organicé una proyección en el Kiwanis Club durante su reunión semanal. Esposas y maridos irían allí, almorzarían y después verían mi película.

¡Menuda historia!

A los Kiwanis les gustó tanto que decidieron escribir una carta a la biblioteca del estado solicitando que comprasen una copia de la película para que todos los cajunes pudieran verla. Llegó el día en que tuve que presentarme ante el juez y el agente de fianzas me dijo, “Oye, un hermano mío te puede representar en el juicio”. De acuerdo, le dije yo. “Cualquier cosa que él te aconseje que digas, dilo. Si te dice que te declares culpable, hazlo, porque él sabe de esto y se asegurará de que la condena sea leve y salgas en poco tiempo”. Eso me puso nervioso. Cuando alguien te dice, “Confía en mi hermano, es abogado”, lo más normal es pensar, “Huy, huy, huy”, ¿verdad? Pues cuando el juez preguntó, “¿Cómo se declara?”, me declaré culpable. El juez me miró con ojos de acero, se inclinó hacia mí sobre su estrado y dijo, “El Estado de Louisiana le sentencia a un año de trabajos forzados en la penitenciaría de Angola”.

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¡Hostia!

Cuando pegó con su martillo en el atril casi me desmayo. Me entraron ganas de gritar, “¡He sido engañado!”. Pero entonces apareció una leve sonrisa en los labios del juez. Dijo, “He oído que ha estado usted haciendo una buena película sobre nosotros, los cajunes”. Respondí que sí. “Bueno, ¿por qué no se pasa usted por aquí alguna vez y me filma a mí cazando patos?”, a lo que yo dije, “Me encantaría, señor, si pudiera salir de aquí”. “Bueno, vamos a reducir su condena a tres meses en la prisión de Crowley Parish”.

Madre mía.

“Nueve meses menos”, pensé. “Eso es bueno. Y no tendré que ir a Angola. Eso es mejor”. El juez continuó hablando. “Y esta condena la reduciremos a dos semanas”. Yo no me lo podía creer. “Sr. Blank, quiero que conozca al Sr. Boudreaux, su alguacil”; estreché la mano del alguacil y con él me fui en dirección a la prisión.

¿Y pasó allí catorce días?

Me dejaron salir en ocho días por buen comportamiento.

¿Llegó a filmar al juez cazando patos?

No, nunca, pero el abogado y el agente de fianzas tenían un tercer hermano que llegó a ser el primer gobernador cajún de Louisiana.

Interesante.

Todo esto venía a cuento de cuando estaba filmando a los criollos y la policía nos acosaba en la casa de huéspedes. Mi mujer llamó al agente de fianzas y le dijo, “Oye, la policía está acosando a Les. ¿Hay algo que podamos hacer para que le dejen en paz a él y a su equipo?

El agente le respondió, “Sí, escribe a mi hermano el gobernador pidiendo que responda por él. Mi hermano firmará la carta. Cuando se la enseñes a la policía os dejarán en paz”. Eso fue lo que hicimos. En la carta mencionaba lo gran amigo que yo era de los cajunes y lo importante que sería mi película para ellos. El gobernador hizo mecanografiar la carta, la firmó y, llegado el día en que tuve que enseñarla, los polis la leyeron con atención y después me saludaron con ese sombrero que llevan, ese sombrero de cuero tipo

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cowboy

.

Sí, sé cual es.

Un sombrero de sheriff. Me dijeron, “Si en alguna ocasión le podemos ser de utilidad, Sr. Blank, háganoslo saber. Haremos lo que haga falta para que su estancia aquí valga la pena”.

Me pregunto si algo así podría suceder hoy en día. Instalar un proyector, mostrarles la película… Son cosas que me suenan muy lejanas en el tiempo.

Probablemente haya algún paralelismo, de alguna clase, en algún lugar. Se podría enseñar la película en un iPod…

¿Está desapareciendo la lengua de los cajunes y los criollos? A mí me gusta mucho cómo suena.

Ambos hablan una variante del francés, pero la pronunciación es distinta. Actualmente se está intentando revivir su lenguaje. Hoy en día existe un mayor respeto por sus culturas del que había a finales de los años 50, cuando yo los conocí. Entonces era imposible encontrar un disco cajún, criollo o zydeco. A los cajunes les llamaban

coonasses

, un término terriblemente despectivo. Estaban en lo más bajo de la pirámide social.

¿Cree que el actual respeto hacia ellos se debe al creciente interés en sus formas de expresión cultural, como su música y su comida?

Sí, exactamente eso.

Me gustaría hablar ahora de su trabajo con el músico de los Apalaches Tommy Jarrell. ¿Qué le interesó de él?

A mí me interesaba mucho averiguar cosas de la cultura y la historia de las distintas zonas de los Estados Unidos y, gracias a ese interés, entré en contacto con la música de los montes Apalaches. Las de allí eran canciones cantadas con el corazón, se notaba que nadie las había compuesto para ganar dinero.

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A mí me encanta la música de los Apalaches.

A Tommy Jarrell prácticamente me lo puso en bandeja una mujer llamada Cece Conway, profesora de inglés del sistema universitario de Carolina del Norte y amiga de Alice Gerrard, por entonces esposa de Mike Seeger. Tanto ella como él eran cantantes profesionales de folk. Mike creció en Washington con sus padres, que eran musicólogos. Pete Seeger era hermanastro suyo.

Ajá.

Me preguntaron si querría ayudarles a rodar un film con Tommy Jarrell, cuya vida y trabajo habían estudiado durante años. Acepté y a Carolina del Norte nos fuimos; nos alojamos en la casa de Tommy, cerca de Mount Airy. Ahora hay allí una exposición permanente en la que tienen mis películas a la venta.

¿Era Jarrell un hombre amigable?

Mucho. Tenía un cartel en el exterior de su casa que decía, “Estancia gratis los dos primeros días; 35 dólares a partir del tercero”. Le gustaba que viniera gente a visitarle y se quedaran con él un día o dos.

¿Cómo compararía esa experiencia con la de filmar a los cajunes y criollos?

Esto me resultaba más familiar. Estas personas se parecían a mis parientes. Me sentí como en casa, más integrado. La gente de Louisiana era un poco salvaje, diría yo.

Quisiera saltar a cuando hizo Burden Of Dreams, su documental sobre el rodaje de Fitzcarraldo. También fue por entonces, el año 1982, cuando rodó el cortometraje Werner Herzog Eats His Shoe.

Eats His Shoe

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fue determinante para que hiciera

Burden Of Dreams

. De hecho,

Eats His Shoe

me dio la confianza y el valor de seguir a Herzog a Perú, donde se rodaba

Fitzcarraldo

. De no haber sido por lo bien y relajado que fue el trabajo con él en aquel cortometraje, quizá no habría dado un paso tan grande.

¿Se conocían previamente ustedes dos?

Un hombre llamado Tom Luddy programaba mis películas aquí en Berkeley, en un pequeño cine de arte y ensayo. Todo el mundo en la industria del cine conoce a Tom, fue el fundador del Telluride Film Festival y ha trabajado con Coppola en varios proyectos. Bien, a Tom le gustó mucho mi película sobre Lightnin’ Hopkins. Por las mismas fechas en las que vine a vivir a Berkeley, Tom trajo a Werner para un pase de

El Enigma De

Kaspar Hauser

.

¡Gran película!

Sí, a mí me encantó. Y a Werner le gustaron mis films sobre Lightnin’ y los cajunes. Hicimos amistad. A lo largo de los años Werner vino varias veces más a Berkeley; también se pasaba por el festival de Telluride, en el que se proyectaban películas mías casi cada año. En una ocasión me invitó a ir a Hamburgo a presentar mis trabajos.

Es decir, que había un aprecio mutuo.

Sí. Y me propuso que me fuera con él a la selva para que hiciera una película sobre el rodaje de

Fitzcarraldo

. Yo no tenía ni idea de por qué alguien querría irse a lo más profundo de la selva y arrastrar un barco colina arriba. ¿Por qué un barco de verdad? ¿No podía construir una réplica, más liviana? Pero él perseveró y yo me fui con él. Entonces el proyecto se vino abajo cuando los indios invadieron el campamento, lo quemaron todo y amenazaron con matar a cualquiera que se quedara allí. El proyecto estuvo parado un año y medio.

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¿Se sintió usted en peligro, o encontraba todo aquello estimulante?

Bueno, el primer día de estar yo allí se filmaba la escena en la que el barco navega río abajo a toda velocidad entre rápidos peligrosísimos. El cámara resultó herido. Y justo después de completar la escena, Werner se enteró de…

Lo del tipo que fue alcanzado por una flecha.

Exacto. Y sólo era mi primer día allí.

Jesús.

Regresamos al campamento. Teníamos guardias para que nos protegieran en caso de que los indios volvieran y nos atacaran. Se estaba preparando una guerra río abajo. Werner les había dado armas a los guardias, se las dio para que cazaran, pero ellos querían emplearlas para ir tras los indios. Werner me dijo, “Eres un buen documentalista. Ve con ellos y fílmalo todo”. Yo conocía las opiniones de Werner sobre el valor y la cobardía y no quería decirle que era demasiado gallina para hacerlo, de manera que dije que iría si también él lo hacía. “De acuerdo, yo también iré”, contestó. Me pasé la noche entera sin dormir y enfermo de preocupación. Al amanecer, Werner asomó la cabeza y dijo que lo había pensado mejor. Que las repercusiones serían muy negativas si la prensa internacional se enteraba de que habíamos tomado parte de un raid contra los indígenas. Logré salir del embrollo sin que Werner se enterase de lo aterrorizado que yo estaba.

No es poca acción para un primer día.

Como ir a la guerra. Estaba cagado de miedo.

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Para mucha gente, la parte más memorable del documental es la del monólogo de Herzog sobre la naturaleza; más en concreto, el momento en el que dice que la selva está llena de violencia y la naturaleza es caos. ¿Está usted de acuerdo, o simplemente lo registró con su cámara?

Me pareció muy extremista. A mí la selva me parecía bonita. Me gustaba su exuberancia, la naturaleza salvaje allí donde posaras la vista. Lo que sí me preocupaban eran los bichos extraños que pululaban por ahí, en especial uno que, por lo que me dijeron, podía introducirse por uno de tus orificios, abrirse camino hasta llegar al cerebro y después salir por un oído.

Y ese otro bicho acuático que se introduce en la uretra.

Sí, y no se le puede sacar. Al principio temía a las pirañas, porque a mí me gusta mucho nadar. Luego me despreocupé; me dijeron que cuando el río fluye con normalidad, a las pirañas no les falta alimento y no atacan a los cuerpos mayores que los suyos.

¿En qué medida el “caos de la naturaleza” fue una obsesión para Herzog durante el rodaje?

Una noche viajábamos en canoa hasta el campamento tras un día de rodaje especialmente agotador. El aire era fresco, y el aroma de las flores nocturnas, muy fuerte y placentero. Brillaban las estrellas y Michael Goodwin, un escritor amigo mío que había venido a escribir una historia sobre el proyecto, le dijo a Herzog, “Son bonitas las estrellas esta noche, ¿verdad?” Herzog le miró y dijo, “No hay ningún orden en las estrellas”. A continuación se embarcó en esa diatriba, que volvió a surgir en el monólogo que has mencionado.

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O sea, que lo repitió para usted.

Cuando el momento fue el adecuado, me llevé a Werner a un lado y le pregunté si le podía entrevistar. “Claro”, me dijo. Goodwin, Herzog y yo dimos unas vueltas por el lugar hasta que encontramos algo que volvió a situar a Werner en la misma tangente. Así obtuvimos el monólogo. La primera vez que lo escuché me pareció trágico, pero cuando proyecté el film en público en San Diego, que es donde solía proyectar mis trabajos en fase de desarrollo, la gente se rió mucho. Nunca se me hubiera ocurrido que sus palabras fueran divertidas. A mí, lo que decía me parecía muy doloroso. Lo lamentaba por él, me parecía terrible que, por las circunstancias que fuesen, hubiera desarrollado semejantes puntos de vista.

¿Se ha sentido usted en peligro, bajo riesgo de un potencial daño físico, en algún otro rodaje?

Oh, sí. Estuve filmando en Rhodesia, la actual Zimbabwe, durante la guerra civil. Estaba con un etnomusicólogo que me había financiado el viaje para que grabara a la etnia Shona. Viajamos por todo el país filmando a los shonas tocando su tradicional mbira. Se trata de un pequeño instrumento musical que se toca con el pulgar, haciendo resonar unas teclas de metal. Decían que era la música que atraía a los dioses. Algo similar a las percusiones de la santería, la música cubana o la brasileña, en las que cierto ritmo se supone que atrae a un determinado espíritu antiguo.

La música como una invocación a los dioses.

Eso es. Íbamos de una remota aldea a otra, a cualquier sitio en el que tocaran esta música. Cada aldea tenía sus propias tradiciones pero en todas se tocaba para atraer a los espíritus. Y en todas se bebía un brebaje alcohólico fabricado con semillas de mijo. Los aldeanos bailaban y bebían y, si todo se hacía como era debido, el espíritu se presentaba. Lo más habitual era que en las ceremonias hubieran un par de personas a las que tal o cual espíritu podía poseer. Y algunos espíritus eran más deseables que otros.

¿Usted lo presenció?

Sí. Tuve que ser entrevistado por los espíritus antes de poder filmar.

¿Pura antropología, o tal vez empezó usted a creer?

Al cabo de un tiempo empecé a creer en los espíritus. Todos creían en ellos con tal firmeza que yo mismo terminé creyendo. Dos mujeres de quienes se sabía que eran receptoras de uno de los espíritus más antiguos—uno existente desde antes de que los hombres descubrieran el fuego, de cuando los hombres devoraban crudos a los animales—, mataron un toro como ofrenda. Con el toro agonizando, las dos mujeres fueron poseídas por el espíritu. Abrieron la herida del cuello del toro y se lanzaron a morder como perros hambrientos, arrancando trozos de carne de la garganta con sus propios dientes. Y lo extraño es que yo sentí la necesidad de hacer lo mismo.

¿Lo hizo?

No, no lo hice, pero el impulso de dejar la cámara y unirme a ellas, ponerme a pegar dentelladas al cuello del toro, era fortísimo.

Uf. ¿Siguió creyendo en los espíritus una vez terminó su trabajo en el país?

Nunca he dejado de creer del todo. Una de aquellas mujeres y yo trabamos amistad. Seguimos siendo amigos. Es una conocida intérprete de world music, se llama Stella Chiweshe.

Parece que la experiencia le causó una honda impresión…

Sí. Pero bueno, me preguntabas si corrí algún peligro. Durante la guerra civil surgió un movimiento de insurrección, y los blancos no éramos bienvenidos. De un sitio tuvimos que huir. Nos persiguieron, nos dieron alcance y nos dijeron que si nos quedábamos nos ejecutarían.

Quisiera saber si hay algún tema que haya sido para usted una especie de ballena blanca, algo sobre lo que haya deseado fervientemente rodar una película y no ha tenido aún la oportunidad.

En realidad no. Pero tengo un par de proyectos en la recámara. Quiero hacer una película sobre una fruta llamada durián.

¡Ah, sí! Esa que apesta de un modo increíble cuando está madura.

Apesta y es peligrosa. Es grande y pesada y te mataría si te cayera en la cabeza. Su olor es tan fuerte que mucha gente no lo aguanta. No obstante, hay personas que le atribuyen un poder afrodisíaco enorme. Científicos tailandeses tratan desesperadamente de crear una variedad modificada genéticamente para que no huela tanto y madure antes que los de Malasia, el país donde se cultivan los mejores durianes.

Me han dicho que si consigues sobreponerte a ese olor terrible, la fruta sabe deliciosa. Yo nunca he podido morder un durián, el olor me echa atrás.

Es fácil, hombre. ¡Sólo tienes que lanzarte y hacerlo!